A favor

Digamos que me llamo República

Banderas y música republicanas en la manifestación del 22 de marzo.

Manuel Rivas

España ya es republicana. Esto no es una consigna, ni un el comienzo de un pasquín en una comarca del realismo mágico, ni siquiera una frase con vocación de convertirse en performance. Tampoco es un exceso de nostalgia proyectada en el futuro. Lo dice con cierta claridad la secuencia demoscópica de los últimos años. La valoración de la monarquía ha caído en picado, a un ritmo incesante, hasta llegar a ras de suelo en la última encuesta, en abril de 2013, en la que en el Centro de Investigaciones Sociológicas tuvo la “osadía” de situarla en las instituciones a calificar. Fue la última vez. La bronca debió ser monumental y no parece probable que la Corona vuelva a ser materia estadística. El CIS no pregunta nunca por la República. El himno español no tiene letra, pero entre acordes dice la voz del silencio: ¡Dios bendiga el Tabú!

La República está en el horizonte, como una esperanza todavía imprecisa, mientras el tiempo de la Monarquía se ha vuelto cada vez más borroso. La realidad existe, como lo invisible del mar, aunque que los panegiristas, sean amables o chiens de garde, confundan su pulsión hagiográfica con el pulso del pueblo. Juan Carlos tuvo a tiempo el reflejo de supervivencia histórica para desprenderse de su papel de “sucesor” títere del franquismo, salir de la hoja de ruta del “atado y bien atado”, y poner el pie en el estribo para cabalgar la Constitución. Fue su mejor momento. El entusiasmo no fue indescriptible, pero sí hubo una aceptación tácita en ese proceso de morphing histórico: la metamorfosis del Borbón contagiaba a las elites reticentes y propiciaba la mutación de algunos monstruos.

El golpe de Estado del 23-F tuvo un efecto paradójico. El empeño en erigir al monarca como héroe de la democracia, con la perspectiva actual, carece de crédito. Hoy sabemos que el presidente Suárez fue la gran víctima del “golpe difuso” o “golpe de timón”, antes del zafarrancho esperpéntico de Tejero y compañía.

En el filme de la Transición, y al margen de heroicos extras populares, apenas queda un actor mítico y es Adolfo Suárez. No es de extrañar el bombardeo de loas y la cantidad de egos empeñados en ser el muerto en el entierro. En el fondo, el recurso Suárez, esa unanimidad en las pompas fúnebres, responde a una inseguridad y quiebra en el dogma de la Transición. La figura de Suárez, tan vilipendiada, llena el vacío que otros dejan. En la perspectiva histórica, por sus hechos, lo veremos como un presidente republicano: la legalización del Partido Comunista, la negociación con ETA P-M, el recibimiento como president catalán a Tarradellas. El monarca es ya visto como el envés del mito. No sólo provoca indiferencia. La Monarquía no pertenece a la categoría de lo imprescindible. Por decirlo a la manera de Mario Moreno, ha entrado en un período de necesidad innecesaria.

La democracia, sí. Es imprescindible. Cuando hablamos de democracia en España, cuando de verdad lo hacemos sin complejos, sin miedos, sin tabúes, sin intimidación “atmosférica”, sin tener la sensación de que nos han otorgado un favor o un permiso para ser libres, o una hipoteca en la que hay que pagar por ejercer los derechos, cuando hablamos así, sin balbucir, sin rodeos ni eufemismos, sin importarnos la reacción torva del chien de garde, ¿de qué estamos hablando? Hablamos de república. De la República.

Después de todo lo pasado en España, es casi milagroso que todavía exista la palabra República en el diccionario. Al pensarla, al decirla en voz alta, parece que nace por primera vez. Y con esa condición de triunfo de la humanidad. Podemos probar a hacer el experimento. En cualquier lugar de España, en cualquier rincón, en una cafetería o en la cola del supermercado, en un estadio o en un semáforo, si decimos de pronto “¡República!” podrá parecer un poco excéntrico, pero el efecto que sin duda provocará es el de un silencio meditativo. ¿Por qué? Porque la palabra Republica, en España, es una palabra que “recuerda”. No me refiero a la historia en un sentido convencional. Se recuerda “república” como se recuerda “justicia” o “libertad”. Pertenecen a una profunda identidad. La otra identidad. La compartida. La sustraída.

Palabras quemadas

En las quemas de libros de la España franquista había un título que nunca faltaba La República (¡de Platón!). Era la palabra lo que se quemaba.La República La historia de la palabra y la de todos los que la llevaban dentro. Nunca una palabra fue tantas veces quemada, fusilada, enterrada. En La Ilíada, Aquiles venga a su amigo Patroclo arrastrando con su cuadriga el cadáver de Héctor como una piltrafa. Un hecho atroz, el ensañamiento con los muertos, que lleva a convocar una asamblea de dioses (hoy diríamos de las conciencias) donde se toma el acuerdo de obligar, instar, al predilecto Aquiles a que repare la afrenta cometida, devuelva el muerto a sus familiares y les muestre condolencia. Podríamos decir que fue una de las primeras grandes lecciones éticas formuladas en la literatura.

Han pasado miles de noches y de días, pero todavía hay gente y lugares que no han respetado esa minima moralia. Así es en España con alrededor de 150.000 republicanos con la condición de desaparecidos, como constató, conmocionado, el relator de la ONU, Pablo de Grieff. ¡En febrero del 2014!

El honor de la Segunda República debería ser reivindicado no sólo por los republicanos, sino por todos los españoles. Como dice el historiador Ángel Viñas, en un libro titulado precisamente El honor de la República, “una parte del pueblo español, los republicanos, fueron agredidos desde el interior por los militares sublevados y desde el exterior por las potencias fascistas. En lugar de rendirse, como hizo el Ejército checo, aquí esos españoles, españoles, sí, se batieron contra los militares sublevados, contra los nazis y contra los fascistas ellos solitos”.

Permítanme un breve relato entrelazado en el tiempo. En 1930, desde Buenos Aires, unos emigrantes enviaron clandestinamente a su lugar de origen, O Grove, en Galicia, un reloj muy especial. Era un reloj grande, de pared, con una inscripción imborrable: “Este reloj cuenta los días, horas y minutos para la caída de la tiranía”. Era el tiempo de la dictablanda de Berenguer. El reloj fue expuesto, visitado y aplaudido cuando se proclamó la República y desapareció cuando volvió la tiranía en 1936.

Francisco Lores, un bonaerense nacido en O Grove, me contó otra estampa de su infancia. El pesquero en el que faenaba el padre se llamaba La República. Cuando se acercaba a puerto, el niño gritaba en gallego: “Chegou a República, chegou a República!”La República. Un día le taparon la boca. Le advirtieron: “El barco, ahora, se llama Victoria”. Pero el niño, cada vez que llegaba, murmuraba, le salía de dentro: “Chegou a República!” El reloj de O Grove vuelve a funcionar. Lo he podido ver. El barco que fue La República, y luego Victoria, fue desguazado hace mucho tiempo.La RepúblicaVictoria

El recuerdo de la Segunda República española no solo pertenece a la memoria local. Sobre ese período histórico ocurre lo que decía el joven Marx con la esfera terrestre: que elige donde posarse para descansar. Y ese instante se convierte en un tiempo extraordinario. Esa memoria española forma parte de lo mejor del patrimonio universal. Y así lo sintieron y vivieron generaciones de todo el planeta. El castigo fue tan brutal también por esa dimensión ejemplar que trascendió las fronteras. Contra la República española no sólo hubo una guerra de poder y de intereses, sino la pretensión psicopática de amputar la pulsión de la libertad. La victoria de Mors, Tánatos, el Destrutor. Cuando celebra la victoria, y algunos esperaban un gesto de piedad, Franco llama a sus generales a continuar la tarea hasta “arrancar de raíz de la Enciclopedia”.

El prestigio de la República, ese levantarse de debajo del suelo, después de haber caído España, como decía el verso César Vallejo, “de la tierra para abajo”, es un acto performativo de la memoria, una rememoración que se proyecta hacia adelante. Hay una historia que pertenece al pasado y otra historia que fermenta en el presente. Josep Fontana hablaba del presente recordado. Es el presente lo que hace emerger la demanda de República. Hay una desafección de los ciudadanos, pero no es un rechazo a la política, sino a esta política y a estos políticos. La crítica cada vez más extendida e insurgente no es contra la democracia sino contra la sustracción de la democracia, cada vez más achicada por la contrarreforma ideológica, por un modelo económico anticonstitucional, de capitalismo caníbal.

“¡Juan Carlos, estás despedido!”

“¡Juan Carlos, estás despedido!”

Es sabido que el término república puede ser invocado en vano. Pero en España, cuando se habla de República, se habla inevitablemente de una cooperativa de palabras y de palabras cooperativas, como justicia social, educación, solidaridad y federalismo. Por eso esa palabra de palabras resistió todas las pruebas. La República no es el contrapunto a la Monarquía. Es algo que está por encima de ese debate circunstancial. Frente a una democracia “bodegón”, decorativa, una democracia expresionista. Una democracia militante.

No hay ningún gran partido que ahora mismo tenga la República como prioridad. Figura en el programa de máximos socialista, pero no figura siquiera en su vocabulario. Por eso sorprende todavía más la emergencia de la reivindicación republicana. En la última encuesta seria sobre este asunto, realizada por Metroscopia para El País, el 14 de abril de 2011, un 39% de los encuestados se mostraban favorables a la República, frente a un 48% de monárquicos, mientras un 10% aparecía como indiferente. Si este era el resultado, sin que nadie haga campaña republicana, ¿cuál no sería los partidos que se definen como republicanos volvieran a llamar al barco La República?

---------------------------------------------------------------------------------Este artículo fue publicado en la revista tintaLibre del pasado mes de abril.

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