Privatizaciones

¿Hasta dónde es constitucional privatizar servicios públicos?

Manifestación contra la privatización de la sanidad en Madrid.

Las dos sentencias recientes del Tribunal Constitucional que avalan los grandes procesos privatizadores que pretendía llevar a cabo la Comunidad de Madrid –la ley que preveía adjudicar contratos para la gestión del servicio público sanitario y la norma que respaldaba enajenar hasta un 49% de la empresa pública de suministro de agua– han vuelto a poner sobre la mesa el debate de si privatizar servicios públicos vulnera la normativa estatal. En ambos casos el Alto Tribunal sentenció que estos proyectos –aparcados, no obstante, por el Ejecutivo regional del PP– no colisionaban con lo que marca la Constitución española.

En el caso de la gestión del agua pública, los jueces rechazaron, en contra de lo que sostenía el PSOE, que la norma obligara a los ayuntamientos madrileños a adherirse a esta fórmula si querían seguir prestando los servicios de abastecimiento de agua que la ley les atribuye y argumentaron que este sistema tampoco dañaba las competencias de los municipios.

Respecto a la norma que permitía entregar a empresas privadas la gestión de seis hospitales, el tribunal concluyó que la gestión indirecta de centros sanitarios –o, lo que es lo mismo, efectuada por manos privadas– es constitucional. Y que, en contra de las tesis de los promotores del recurso, el PSOE y la asociación de médicos AFEM, el artículo relativo a la externalización de hospitales no establecía la creación de un doble sistema de aseguramiento para los ciudadanos.

La realidad es que la Carta Magna, señalan los expertos consultados por infoLibre, es "bastante neutra" al respecto y permite la entrada del capital privado en la gestión siempre que se mantega la calidad y universalidad en el acceso. En este sentido, insisten en que es pertinente dejar claro que una cosa es la existencia de servicios públicos que están garantizados en la Constitución (sanidad, educación, seguridad social...), y otra es cómo decide prestarlos el poder público: si lo hace el Estado de forma directa o lo hace de forma indirecta a través de conciertos o concesiones. 

No se impone un modelo

Andrés Boix, profesor de Derecho Administrativo de la Universitat de València, recuerda que no hay ningún artículo de la Carta Magna que tenga la capacidad de imponer un determinado modelo de gestión. Es decir, ningún precepto constitucional ampara o prohíbe expresamente estos procesos de privatización. Y, por tanto, siempre que no se vulneren derechos fundamentales, la decisión última está en manos de quien disfrute de la mayoría parlamentaria.

Lo que ha hecho el Tribunal Constitucional en ambos fallos, explica Joaquín Tornos, catedrático de Derecho Administrativo y abogado, es "reconocer como válida" la posibilidad que el Estado tiene de garantizar de forma indirecta —no a través de entidades de titularidad pública ni personal público– la prestación de un servicio que la Administración debe hacer llegar a todos los ciudadanos en condiciones de universalidad, igualdad, asequibilidad y continuidad. "Si se presta con estas condiciones, a la Constitución española le es indiferente que lo preste un funcionario o un trabajador de una empresa privada", ilustra. 

El TC, sin embargo, no entra al fondo del asunto y obvia el debate –"mucho más complicado", según Tornos– de si realmente la gestión privada mantiene las mismas condiciones de calidad en la prestación del servicio. "El Estado puede garantizar el cobro de un precio determinado, que no se interrumpa el servicio… pero no es tan fácil determinar la calidad, especialmente en servicios personales como la sanidad o la educación. La empresa privada que presta un servicio tiene la preocupación de obtener un beneficio, algo que no ocurre en el sistema público", señala. 

Precisamente la merma de la calidad ha sido uno de los aspectos en los que más se han centrado los colectivos que se han opuesto a ambos procesos privatizadores. Pero para denunciar este aspecto, Tornos no recomienda recurrir al Tribunal Constitucional, sino ante el Estado –a través de la vía contencioso-administrativa– con el objetivo de exigir a la Administración que cumpla con esos estándares de calidad y, en su caso, rescinda los contratos con la empresa adjudicataria que no los está manteniendo. 

Pero, ¿hay límites a la privatización? 

Según explica Andrés Boix, la única regla no explícita pero sí consolidada –por ejemplo, en la ley de contratos– es la que marca que las únicas funciones que tiene que hacer sí o sí el Estado son las que afectan de forma directa a la libertad de las personas. Es decir, cuestiones que "están muy unidas a la idea de soberanía" como la dirección política, la administración de Justicia, la gestión de centros penitenciarios o las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado. Estos serían, por tanto, los sectores no privatizables y en los que la Administración no puede recurrir al derecho privado. 

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María José Carazo Liébana, profesora de Derecho Constitucional en la Universidad de Jaén, también se refirió a estas actividades como "no susceptibles de privatización" en un artículo escrito en la revista Cuadernos de Derecho Local en 2011. En esa publicación [consultar en PDF, aquí] Carazo Liébana subraya que "garantizar la seguridad ciudadana y la misión de proteger el ejercicio de derechos y libertades [...] es una función que se atribuye en exclusiva a la Administración como consecuencia del Estado democrático de derecho". 

Aunque sea algo ciertamente implanteable en la actualidad, la realidad es que con la Constitución en la mano el legislador de turno, si contara con la mayoría parlamentaria para hacerlo, podría privatizar al completo la gestión de sectores tan estratégicos como la educación o la sanidad. Lo que no podría hacer ningún Gobierno, explica Joaquín Tornos, es iniciar en estos sectores procesos de liberalización como los llevados a cabo en la electricidad, las telecomunicaciones, el correo postal o el transporte ferroviario. 

En estos casos, la entrada de España en la Unión Europea impuso la regla general de los servicios públicos económicos, que acepta la existencia de operadores públicos, pero les obliga a competir en igualdad de condiciones con los privados. El sector de la televisión pública, detalla Andrés Boix, es el único en el que esta regla está matizada, pues, a pesar de que existen cadenas privadas, se permite que RTVE reciba financiación estatal porque se entiende que hace funciones de servicio público.

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