Perfil

La paradoja Caballero

Abel Caballero, alcalde de Vigo.

La política está preñada de paradojas. Momentos de gloria que dan paso a días de pasión. Y viceversa. Ese es precisamente el caso de Abel Caballero (Ponteareas, 1946), alcalde de Vigo y a partir de este sábado presidente de la Federación Española de Municipios y Provincias (FEMP).

La historia de Caballero, convertido en arquetipo de alcalde con amplio respaldo ciudadano en un escenario político en el que las mayorías absolutas son una rareza, arranca de un enorme fracaso que le obligó incluso a abandonar la actividad pública durante cuatro años y a refugiarse en la universidad.

Ocurrió en 1997. Él era el candidato a la Presidencia de la Xunta del Partido dos Socialistas de Galicia (PSdeG-PSOE). Fue designado cabeza de cartel por Francisco Vázquez, entonces alcalde de A Coruña y líder del partido en Galicia, y se estrelló. No sólo le ganó Manuel Fraga, con el segundo mejor resultado de su vida, sino que fue la única vez que los socialistas gallegos quedaron en tercer lugar en Galicia, superados por el BNG de Xosé Manuel Beiras. Un desastre electoral sin paliativos que se llevó por delante el liderazgo de Vázquez y la carrera política de Caballero, degradado a diputado raso por sus propios compañeros y excluido de toda responsabilidad a partir de 2001.

Desde el PCE a un ministerio

Parecía el punto final de una trayectoria política de 19 años ininterrumpidos que había arrancado en 1982 de la mano del PSOE en el Congreso de los Diputados, apenas 24 meses después de abandonar las filas del Partido Comunista. Doctor en Ciencias Económicas por las universidades de Santiago y Cambridge y destacado guerrista mientras este grupo de presión mantuvo su poder dentro del partido socialista, el cénit de su carrera política fueron los tres años que sirvió como ministro de Transportes en el Gobierno de Felipe González.

Con ese historial, nadie pensó que sería capaz de rehacerse cuando en 2005 José Blanco se acordó de él para presidir la Autoridad Portuaria de Vigo, ya con José Luis Rodríguez Zapatero al frente del Gobierno. El puerto de Vigo ha sido tradicionalmente utilizado por PP y PSOE como trampolín para conseguir la AlcaldíaAlcaldía de la ciudad y el caso de Caballero no fue una excepción. Se hizo con el bastón de mando en 2007 gracias a una coalición con el BNG que desplazó al PP. Y conservó el puesto en 2011, aunque esta vez sin el respaldo de los nacionalistas.

La bandera del localismo

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Cuando se mira en el espejo, Abel Caballero ve a Pasqual Maragall o a Enrique Tierno, dos emblemáticos alcaldes socialistas con los que le gusta identificarse, aunque la mayoría a quien reconoce en su forma de gobernar es a Francisco Vázquez. La bandera del localismo, la defensa a ultranza de los intereses de la ciudad de Vigo, la agitación popular para hacer frente a la Xunta o al Gobierno central en toda clase de controversias, el desparpajo a la hora de desafiar la autoridad del partido o de hacer frente a los adversarios políticos, conservadores o nacionalistas, son algunas de sus señas de identidad y explican las raíces de su éxito en las elecciones municipales del 24-Méxito en las elecciones municipales del 24-M. Un resultado (51% de los votos) que contrasta no sólo con la tendencia a la baja del PSOE en casi toda España —especialmente en Galicia— sino con la decadencia de los partidos hegemónicos provocada por la crisis y la corrupción.

Un buen ejemplo de la heterodoxia que practica en las filas de la izquierda es su cerrada defensa de la cruz falangista de O Castro, cruz falangista de O Castro, situada en plena ciudad, y que las asociaciones de recuperación de la memoria histórica tratan de derribar desde hace años.

Caballero no tiene pelos en la lengua ni vocación decorativa. Por eso nadie duda que su nuevo cargo al frente de los municipios españoles será cualquier cosa menos un ejercicio rutinario de la representación local en defensa de la autonomía municipal, sus competencias y su financiación. Tres asuntos peliagudos si, como parece, en la legislatura que viene acaba abriéndose el melón del reparto de los fondos públicos entre administraciones.

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