Memoria histórica

Rosón condecoró a otro policía procesado por torturas el mismo día que dio su tercera medalla a Billy el Niño

La Medalla de Plata al Mérito Policial, un distintivo que lleva anejo un plus del 15% sobre la pensión vitalicia del policía y que se concede a todos aquellos agentes que hayan tenido una actuación “ejemplar y extraordinaria”, no es el único galón que las autoridades franquistas y el Gobierno de la UCD pusieron en el uniforme del exagente de la Brigada Político-Social Antonio González Pacheco. Según se ha desvelado esta semana, el viejo policía, conocido como Billy el Niño por las brutales técnicas de interrogatorio que desplegó durante años entre las cuatro paredes de la Dirección General de Seguridad, acumuló hasta cuatro condecoraciones durante su paso por las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado. En concreto, cuelgan sobre su pechera dos medallas de plata (1977 y 1982) y dos Cruces al Mérito Policial con distintivo rojo (1972 y 1980). Sin embargo, González Pacheco no es, ni de lejos, el único torturador premiado por el Ejecutivo de Adolfo Suárez.

El 2 de octubre de 1981, el entonces ministro del Interior, Juan José Rosón, acudió a mediodía a la academia especial de la Policía Nacional de Madrid para presidir los actos conmemorativos del Santo Ángel de la Guardia, patrono de la Policía Nacional y el Cuerpo Superior de Policía. Junto a él, toda la plana mayor de la Seguridad del Estado: el general inspector de la Policía Nacional, José Saénz de Santamaría; el director general de la Guardia Civil, Aramburu Topete; el director de la seguridad del Estado, Francisco Laína; o el director general de la Policía, José Luis Fernández Dopico. El acto arrancó con Rosón escuchando desde el podio el himno nacional y pasando revista a una compañía que le rindió honores. Y, con toda la escenificación completada, continuó con la tradicional imposición de condecoraciones. Medallas que, según dijo durante el discurso de cierre, no eran más que “el reconocimiento de la sociedad a las personas que le sirven”.

Según recoge el teletipo de Europa Press de la época, se colgaron sobre los uniformes un total de 71 medallas –31 para miembros de la Policía Nacional y 40 para el Cuerpo Superior de Policía–. La colocación de las insignias fue en parte emotiva y en parte polémica. Por un lado, se impusieron condecoraciones a título póstumo a los inspectores José Javier Moreno Castro y María Josefa García Sánchez y al policía José Alberto Lisarde Ramos, asesinados por ETA. Pero por otro lado, y aquí vino la polémica, se colocaron distinciones en la pechera de dos conocidos miembros del Cuerpo Superior de Policía sobre los que pendían serias acusaciones de torturas. Uno de ellos era el famoso González Pacheco, al que, teniendo en cuenta la fecha, se le entregó la Cruz con distintivo rojo que se le había concedido en octubre de 1980. El otro era el inspector Julián Marín Ríos, un policía al que la Audiencia Provincial de Madrid había procesado horas antes por la muerte de un presunto militante de ETA.

No era la primera vez que se premiaba a este policía. En julio de 1975, con Franco a punto de morir, al entonces inspector de tercera Marín Ríos se le concedió la Cruz al Mérito Policial con distintivo rojo, una medalla que lleva aparejado un plus del 10% sobre la pensión vitalicia del agente, tal y como consta en el Boletín Oficial del Estado del 22 de agosto de ese mismo año. Pero, ¿qué nuevo distintivo se colgó sobre su pechera aquel 2 de octubre de 1981? infoLibre se puso el pasado viernes en contacto con el Ministerio del Interior para intentar conocer más detalles sobre esta segunda condecoración. Sin embargo, a cierre de esta edición, no ha obtenido respuesta. 

La muerte de Arregi

Joxe Arregi fue detenido el 4 de febrero de 1981 en Madrid por su presunta militancia en el ala militar de la banda terrorista ETA. Tras su arresto durante el trascurso de un tiroteo, el joven de 30 años, camionero de profesión y natural de Gipuzkoa, fue trasladado a las dependencias de la Dirección de Seguridad del Estado. Allí permaneció durante nueve de los diez días que la legislación Antiterrorista fijaba para las detenciones. Incomunicado y sometido a un interrogatorio constante, Arregi permaneció en el mismo despacho de la DGS hasta que, el día 13 de febrero, se le decidió trasladar al Hospital Penitenciario de Carabanchel. Según afirmó al diario El País un alto cargo del Ministerio de Justicia, el presunto miembro de ETAm “llegó a Carabanchel destrozado”. Veinticuatro horas después de su llegada al hospital penitenciario, y cuando iba a ser trasladado a otro centro sanitario, Arregi falleció en el ascensor.

Al conocerse la noticia de la muerte, las formaciones políticas comenzaron a hablar de torturas. También el informe forense, conocido cuatro días después del fallecimiento, ratificaba que “los hematomas superficiales” y las “erosiones” demostraban la existencia de “violencias físicas” en el cuerpo de Arregi, que murió como consecuencia de “un fallo respiratorio originado por proceso bronconeumónico con intenso edema pulmonar”. En el informe también se recogía la existencia de quemaduras en la planta de ambos pies. Con todos estos detalles sobre la mesa, el 17 de marzo comenzaron las dimisiones en cadena entre los mandos policiales. Pocas horas antes, el juez había decretado prisión preventiva para Marín Ríos y otros cuatro agentes.

A pesar de ello, Rosón salió al paso asegurando en el Congreso de los Diputados que “las lesiones se le produjeron cuando fue capturado y en un supuesto forcejeo en las dependencias policiales”, una intervención en sede parlamentaria en la que aseveró que “esta actuación individualizada” no podía ser “instrumentalizada por nadie con fines políticos desestabilizadores”. Marín Ríos permaneció en prisión preventiva hasta que el día 1 de octubre, pocas horas antes del acto en el que fue condecorado, el juez decretó su procesamiento –y el del policía Juan Antonio Gil Rubiales– por un delito de torturas y le puso en libertad provisional.

Absolución y condena

El caso Arregi llegó finalmente a los tribunales. El juicio arrancó en noviembre de 1983 con dos procesados: los policías Julián Marín Ríos y Juan Antonio Gil Rubiales, instructor y secretario, respectivamente, del atestado policial contra el presunto militante de ETA. Y sólo un mes tardó la Audiencia Provincial de Madrid en dar a conocer su veredicto: absolución de los dos inspectores. Aunque durante el juicio se comprobó que Arregi había estado ocho días sin descanso en el mismo despacho de la Brigada Regional de Información y que había sido interrogado por hasta 72 policías diferentes, la Audiencia Provincial de Madrid no consideró probado que los inspectores Marín Ríos y Gil Rubiales fueran los autores de las torturas. Sin embargo, en julio de 1985 el Tribunal Supremo anuló la sentencia y ordenó a la Audiencia que dictase otra expresando claramente los hechos que consideraba probados.

Dos meses después, se volvió a dictar una nueva sentencia. Otra vez, la Audiencia Provincial de Madrid absolvió a los inspectores e, incluso, aseveró que no se tenía certeza de que “las llagas” en las plantas de los pies “fueran quemaduras”. El proceso se prolongó todavía cuatro años más. Y, finalmente, acabó siendo el Supremo el que tuvo la última palabra. En octubre de 1989, el Alto Tribunal condenó a Marín Ríos y Gil Rubiales a cuatro y tres meses de arresto, y tres y dos años de suspensión, respectivamente, “como autores responsables de un delito de torturas” porque, “estando obligados [como instructor y secretario de las diligencias] a conocer lo que sucedía en la investigación” y a “impedir cualquier vulneración de los derechos de las personas”, permitieron “el empleo de violencia física por parte de aquellos funcionarios a quienes estaban obligados a vigilar”.

Porque en la sentencia del Supremo, aunque no se entró en si hubo relación entre las agresiones y la causa de la muerte, sí que quedó bien claro que en la Dirección General de Seguridad el joven de 30 años había sido víctima de torturas. Para el Alto Tribunal, lo que el presunto miembro de ETA tenía en los pies no eran roces, sino quemaduras. "Arregui fue detenido el 4 de febrero y ese día no tenía quemadura alguna en la planta de los pies, mientras que el día 12 le fueron observadas quemaduras de segundo grado en dicha parte del cuerpo", señalaba la sentencia. Quemaduras que, añadía, “fueron causadas en el curso de la investigación policial en la que intervinieron como responsables directos y principales los dos procesados”.

Sin embargo, el castigo tardó en ejecutarse, como contaba en 1992 el diario El País. "Juan Antonio Gil Rubiales siguió trabajando en la Brigada de Documentación y Julián Marín Ríos continuó como jefe de los artificieros hasta que la dirección del cuerpo se vio obligada a hacer efectiva la condena", relataba entonces el periodista Jesús Duva. "Gil, finalizada la condena de dos años de inhabilitación, se incorporó (...) a las patrullas de la Brigada de Seguridad Ciudadana de Madrid. Al ahora comisario Marín le faltan cinco meses para cumplir los tres años que recayeron sobre él y luego se reintegrará a la policía, de la que actualmente sólo percibe 11.700 pesetas como recompensa por las medallas que posee. Marín pidió el indulto al Gobierno en octubre de 1989 y todavía hoy no ha recibido contestación", completaba.

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