El futuro de Cataluña

El fracaso de la vía unilateral desemboca en un año de parálisis institucional en Cataluña

Los miembros del Govern de Carles Puigdemont y los diputados que permanecieron en el Pleno del 6 de septiembre de 2017, cantan el himno catalán después de que la Cámara aprobase la Ley del Referéndum que dio pie al 1 de octubre.

Fernando Varela

“No quiero ser presidente de Freedonia. Me niego a ir por el mundo repartiendo tarjetas de una república inexistente”. La frase es de Carles Puigdemont, la recoge la periodista catalana Lola García en su libro El naufragio (Península, 2018) y fue pronunciada ante el estado mayor independentista el 25 de octubre de 2017, el día clave en el que el entonces president estuvo a punto de convocar elecciones sin proclamar la independencia para evitar la aprobación del 155.

Era una broma amarga en un momento de máxima tensión que Puigdemont tomó prestada de Sopa de ganso (1933), la película de los Hermanos Marx que desde entonces da nombre a los países de ficción. Puigdemont cambió de opinión en el último momento y, según algunos analistas, ha acabado convirtiéndose en eso que tanto temía: el presidente virtual de una república imaginaria que, además, se ve obligado a mover los hilos desde otro país, a 1.300 kilómetros de distancia.

El procés no empezó entonces, pero hace exactamente un año los independentistas catalanes cruzaron su Rubicón. Hace doce meses el Parlament, tras un pleno tormentoso que se prolongó durante once horas, aprobó la Ley del Referéndum que se iba a utilizar para convocar la consulta del 1 de octubre. Lo hizo con los votos de Junts per Sí, la coalición formada por los neoconvergentes del PDeCAT y Esquerra Republicana, y la CUP (72), la abstención de lo que hoy es Catalunya en Comú-Podem y la oposición cerrada de los letrados de la Cámara, del Consell de Garanties Estatutarias y de Ciudadanos, PSC y PP, que optaron por abandonar el hemiciclo.

Puigdemont, de común acuerdo con el estado mayor independentista que gobernaba el procés desde hacía meses —integrado por antiguos convergentes, dirigentes de Esquerra y personas sin representación pública pero afines a Puigdemont y al presidente de Esquerra, Oriol Junqueras— ordenó la tramitación exprés de la ley que debía legalizar el referéndum así como la que preveía cómo se iba a desconectar Cataluña del Estado español para el caso de que, el día de la consulta ciudadana, el voto a favor de la independencia se impusiese. Los esfuerzos de los partidos de la oposición, especialmente del PSC y de Ciudadanos, para demorar un trámite plagado de irregularidades —no dispusieron de tiempo para plantear enmiendas— sólo sirvieron para que la votación no tuviese lugar hasta las nueve y media de la noche.

Inmediatamente, el entonces president y todos sus consellers —para compartir una responsabilidad de la que todos eran conscientes, porque habían sido advertidos por el Tribunal Constitucional— firmaron el decreto de convocatoria del referéndum del 1 de octubre.

Al día siguiente se repitió el escenario, esta vez para aprobar la llamada ley de desconexión, claramente contraria al Estatut y a la Constitución. El portavoz de Catalunya Sí que es Pot, Joan Coscubiela, que recuerda aquellos días en un artículo que este jueves publica infoLibre, arrancó una ovación de los diputados no independentistas con una emotiva intervención desde la tribuna en un último intento de convencer a los impulsores del procés para que diesen marcha atrás. No lo consiguió. El Govern desafió a partir de ese momento todos los pronunciamientos del Tribunal Constitucional para detener el referéndum y posterior declaración de independencia. 

Un año de bloqueo

La consecuencia más visible de los hechos ocurridos en Cataluña entre el 6 de septiembre y el 27 de octubre —el día en que Mariano Rajoy destituyó al Govern, intervino la autonomía y convocó elecciones anticipadas— ha sido la parálisis de las instituciones. El Govern de la Generalitat ha permanecido intervenido durante seis meses y el Parlament apenas si ha tenido actividad. En los cuatro meses que van de diciembre a febrero sólo se celebró el pleno constituyente. En un año sólo se han celebrado cinco plenos con debate y votación de medidas concretas, casi siempre en relación con decretos inaplazables que afectan a la economía o a los funcionarios catalanes. De los plenos restantes cuatro se consumieron en las investiduras de Jordi Turull y Quim Torra y otros tres se ocuparon de debates relacionados con la situación política catalana, pero sin tomar decisiones. Apenas cuatro sesiones incluyeron  preguntas e interpelaciones dirigidas al nuevo Govern. La situación es tan anómala que, por decisión del president de la Cámara, el republicano Roger Torrent, el Parlament no celebra plenos desde el 17 de julio, a la espera de que JuntsxCat y Esquerra se pongan de acuerdo sobre la mejor manera de sustituir a los diputados suspendidos por el Tribunal Supremo, sin los cuales el independentismo no tiene mayoría en el hemiciclo. Y no está previsto convocar nuevos plenos al menos hasta el mes de octubre.

Basta echar un vistazo a las imágenes de aquellos días para observar cómo lo ocurrido se ha llevado por delante a buena parte de los protagonistas. De un lado Carles Puigdemont ya no es president, los miembros del Govern y la presidenta del Parlament, Carme Forcadell, están en prisión preventiva, huidos en otros países o lejos de la política. La voz cantante de la CUP, Anna Gabriel, y la número dos de Esquerra, Marta Rovira, también buscaron refugio en el extranjero. En este lado del tablero ha emergido la figura de Quim Torra, el nuevo president, subordinado por voluntad propia a las decisiones de Carles Puigdemont. Del otro, Mariano Rajoy, el protagonista de la aplicación del artículo 155 a Cataluña, ha perdido la Presidencia y ya ni siquiera dirige su partido, en parte también como consecuencia del conflicto catalán, que movió a PDeCAT y a Esquerra a apoyar la moción de censura que llevó a la Moncloa al socialista Pedro Sánchez.

La combinación del fallido intento de secesión unilateral, la intervención de la autonomía y la ofensiva judicial contra los protagonistas del procés ha supuesto un año prácticamente en blanco en la vida política catalana. Sin presupuestos, sin nuevos desarrollos legislativos y, sobre todo, sin ningún avance en relación con el conflicto más allá de la apertura de mesas de negociación y canales de diálogo entre el nuevo Gobierno español, presidido por el socialista Pedro Sánchez, y el Govern de Quim Torra, todo sigue girando en torno a la reivindicación de un referéndum pactado y reconocido internacionalmente, como volvió a pedir Torra este miércoles en su discurso en el Teatre Navional de Catalunya, y a la negativa del Gobierno a buscar otra salida que no sea una reforma de la Constitución y del Estatut para dar satisfacción a las demandas catalanas sin romper los vínculos con el Estado.

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Si acaso el escenario es hoy aún más complicado que hace un año porque a la pugna secesionista se ha sumado la situación de los políticos procesados por impulsar la declaración de independencia y porque la polarización social en torno a su peripecia judicial entre partidarios y detractores de los lazos amarillos está elevando peligrosamente la tensión social.

Este jueves Ciudadanos, el PSC y el PP recordarán las horas vividas el 6 de septiembre para denunciar, una vez más, cómo los partidos independentistas se saltaron la legalidad estatutaria y constitucional para sacar adelante el referéndum del 1 de octubre y la declaración unilateral de independencia que llegó tres semanas después.

En las filas independentistas nadie está orgulloso de las sesiones plenarias del 6 y el 7 de septiembre, conscientes de hasta qué punto se saltaron todos los límites legales para imponer las leyes con las que querían hacer viable el referéndum del 1 de octubre. Quizá por eso, el relato oficial de las formaciones secesionistas y del president Quim Torra pasa de puntillas sobre lo ocurrido esos días y se centra en el mucho más favorable recuerdo —para sus intereses políticos— de la jornada del 1 de octubre.

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