Los desafíos de la democracia

Entre la agenda alternativa y el 'cordón sanitario': cómo dar la batalla política contra la ultraderecha

Los secretarios generales del PP y de Vox estrechan las manos en presencia de los líderes andaluces de ambos partidos en el cierre de su negociación en Andalucía.

Los múltiples análisis sobre los resultados de las elecciones andaluzas arrojan una conclusión inequívoca: no terminamos de saber qué pasó en las elecciones andaluzas. Los ingredientes están más o menos claros: desmovilización de la izquierda, Cataluña, desgaste de la marca PSOE, erosión de la imagen de su candidata, hartazgo por 36 años de hegemonía... Pero falta la receta, las proporciones de cada ingrediente. La muestra es demasiado corta para una conclusión terminante. A la hora de valorar la novedad más rupturista del 2-D, la irrupción de la ultraderecha, se han considerado factores locales y mundiales, macropolíticos y tecnológicos: de la caza y los toros a la tensión territorial, de la brutalización de la política al éxito de la mentira desde el Brexit, de las redes sociales a las fake news, de la inseguridad generada por la globalización a la salida neoliberal de la crisis...

"Incluso en democracias tan supuestamente estables y tolerantes como son las de Suecia, Alemania y los Países Bajos, los extremistas están cosechando éxitos sin precedentes", escribe Yascha Mounk en El pueblo contra la democracia (Paidós, 2018). Aunque Vox nos parezca una anormalidad, acostumbrados como estábamos a que la extrema derecha no contara en España con unas siglas potentes, en realidad sus 12 escaños no son más que nuestra llegada tardía al mismo lugar donde nuestros vecinos ya habían llegado antes.

Mirándolo por el lado positivo, este retraso nos permite tomar notas interesantes para responder a una nueva pregunta, que ya no es ¿qué ha pasado?, sino ¿qué puede pasar ahora? O, por enunciarla de modo más preciso, ¿qué hacer ante el auge de la ultraderecha? Un auge de la ultraderecha, como ha recordado el pensador Daniel Innenarity, que ya no es comparable al "golpismo histórico", sino que crece espoleado por "oportunistas ávidos de atención que se benefician de la respuesta fofa de un activismo convertido en vouyerismo". Las experiencias ya conocidas indican –poco sorprendentemente– que no hay recetas mágicas para bajar del pedestal a los nuevos mesías de la "sociedad del malestar". Sólo esfuerzo colectivo, compromiso democrático, resistencia a la mentira... y tiempo.

A tenor de la decena de respuestas recabadas por infoLibre desde los campos de la política, el activismo social, los medios o la educación, existe un cierto consenso en torno a una idea: en la medida en que se hable de lo que quiere Vox, incluso aunque sea para desmentirlo, gana Vox. Hace falta una agenda distinta. En el terreno de juego de Vox, ante su afición, con su balón y con sus reglas, la cosa se complica.

  1. Toca aceptarlo

Durante la eclosión populista ha hecho fortuna un término, "zona de aquiescencia". La apertura de esta zona es, según la politóloga Pippa Norris, el principal logro que puede alcanzar la derecha radical en una democracia consolidada. No es en sí mismo el partido radical el capaz de conquistar a una mayoría del electorado, pero sí pueden hacerlo sus ideas cuando el resto de formaciones, las tradicionales, se abren a dichas ideas para repeler el ascenso del extremista. Es evidente que el PP se mueve en esa "zona de aquiescencia" con Vox en temas como la violencia contra la mujer, la memoria histórica, la inmigración... "Así no los frenas, los legitimas", advertía en octubre sobre la reacción del PP ante Vox el sociólogo Imanol Zubero. Y no sabía lo que estaba por venir en Andalucía, donde el PP y Vox ya ponen juntos sus logos en un acuerdo políticamente vinculante.

Roger Senserrich, analista en Politikon, observa los acontecimientos desde New Haven (Conneticut), con una ceja enarcada. Hay cosas que le recuerdan a lo ocurrido en el país de Donald Trump, donde ahora reside. "No es que la gente de Vox sea especialmente brillante, ni que Trump sea un genio político... Se dice poco, pero gran parte de la culpa de este fenómeno es de la incorporación por parte de la derecha tradicional de temas favorables a la extrema derecha", señala. "Vox sólo empieza a despegar cuando el PP habla de inmigración como un partido de derecha dura. Aquí sucedió lo mismo. El discurso de Trump, nativista, casi racista, sólo eclosiona después de que el Partido Republicano se pusiera a flirtear con esa retórica", añade. Sobre el origen de Vox, su dedo acusador se dirige más hacia las "élites conservadoras" que hacia el conflicto de Cataluña. "Y Susana Díaz también tiene mérito", añade, en referencia a sus alusiones a Vox durante la campaña. "Dicho de forma muy bruta, gracias a Rajoy España no tenía extrema derecha. No es tanto, ¿no? Pero Rajoy, un populista a su manera, no jugaba con las ideas de Casado, que ha metido al PP en un problema muy serio", señala.

Pero la idea era hablar de cómo afrontar el fenómeno de la extrema derecha una vez aquí, no de cómo podía haberse evitado. "Es que una vez metido en el sistema político, es muy difícil sacarlo. Una vez su agenda entra, persiste. Suele quedarse ahí, en un 10-15% de votantes, es raro que pasen del 20%, salvo en Francia con su sistema a dos vueltas. Los antiliberales, los populistas de derechas, autoritarios, semirracistas, una vez que obtienen representación, siguen votando a ese partido". La conclusión de la conversación con Senserrich es clara: paciencia, acostumbrémonos a Vox; desechemos la idea de un fenómeno pasajero; observemos hasta qué punto sus ideas permean en el resto de partidos. Porque a veces las ideas de una formación triunfan a través de muchas siglas distintas. Baste recordar la respuesta de Margaret Thatcher una vez que fue preguntada por su mayor logro: "El nuevo laborismo", respondió.

  2. Etiquetas y cordones

El manual de Steve Bannon, gurú de la internacional nacionalista, funciona allí donde se aplica: polarizar, dividir, atraer toda la atención, poner tus temas sobre la mesa –a base de mentiras, si es preciso–, señalar unos culpables fácilmente identificables e inundar el espacio público de estridencia populista. La fórmula no tiene secretos. Pero ocurre como con esos baloncestistas que sólo tienen una jugada en su repertorio, a pesar de lo cual resulta imposible de defender. El profesor de ciencia política Víctor Lapuente acaba de publicar un comentado artículo en El País situando el secreto de la extrema derecha en su apelación a la identidad, más que a los aspectos materiales que siguen rigiendo la acción de la izquierda. Es una forma más de decir algo cada vez más aceptado: los Trump, Le Pen, Salvini y Bolsonaro –cada uno con su peculiaridad– han empleado parecida receta. Hay pocos motivos para pensar que a Santiago Abascal no vaya a funcionarle.

Así que parece claro: la ultraderecha ha llegado para quedarse. Y sí, obtendrá notable representación en las municipales, autonómicas, europeas y generales. Pero, ¿cómo lidiar políticamente con el fenómeno? Preguntemos a Lapuente. "Lo peor que se puede hacer", dice de entrada, "es llamarlos fascistas o posfascistas o neonazis". En primer lugar, dice, no es "éticamente correcto" hacerlo con los votantes, pero además es "contraproducente" porque los "refuerzas". "Esto consolida la idea de que hay una élite progresista que vive de espaldas al pueblo. No convence ni persuade a nadie". Lapuente prefiere etiquetas más neutras. "Nacionalpopulistas" le gusta más que "extrema derecha" o "ultraderecha".

Eso en cuanto al lenguaje, que no es asunto menor. En la estrategia política Lapuente tiene más dudas. ¿Cordón sanitario sí o no? Lapuente se inclina por el no. Es decir, por no rechazar de entrada hipotéticos pactos o acuerdos. Así piensa también el politólogo Pablo Simón, que suele insistir en la idea de que los cordones refuerzan a quien se pretende aislar. "En un momento en que la gente desconfía del sistema, el antisistema se refuerza con el cordón sanitario", afirma Lapuente.

Hay ejemplos para todo. En Alemania, Francia y Suecia hay cortafuegos ante los ultras. En Italia, Austria, Bélgica, Finlandia, Eslovaquia, Bulgaria y Letonia los ultras desempeñan ya papeles relevantes. En Dinamarca determinan las políticas del Gobierno sin formar parte del mismo. Mención aparte merecen Hungría y Polonia, con gobiernos ultraconservadores de inclinación autoritaria. En España la ultraderecha ha logrado ya en Andalucía influencia sobre el Gobierno. A la primera. Está por ver si esto frena o impulsa a Vox electoralmente. En principio no hay por qué pensar que le garantice mayor éxito. Aunque se da por hecho que intentará utilizar el Parlamento andaluz como plataforma de campaña electoral –¿qué partido no lo haría?–, es imposible saber si tener influencia sobre el Gobierno PP-Cs le reportará beneficios o, por el contrario, le deparará mayores sinsabores y contradicciones. Un análisis de las "coaliciones sanitarias" europeas publicado por el investigador Marco Pastor en Eldiario.es apunta que el aislamiento del elemento considerado tóxico no ha sido efectivo como desactivador.

  3. El control de la agenda

Cuestión aparte es la agenda. Lapuente le da más importancia que a las etiquetas y los cordones sanitarios. Los temas lo son todo. Si Vox consigue que se impongan sus temas, le irá bien. Es un diagnóstico compartido por analistas políticos, sociólogos, expertos en marketing... La politóloga Cristina Monge titulaba elocuentemente un reciente artículo en este periódico: "La transición la ganará quien controle la agenda. Una vez más". Si traemos aquí la pregunta que vertebra esta pieza informativa –¿cómo se frena a la ultraderecha?–, encontraríamos una respuesta clara: saliendo de su agenda. "Cuanto más espacio tengan, mejor les va a ir", señala Víctor Lapuente. En un entorno mediático "competitivo y polarizado", Vox tiene fácil mantener una elevada presencia y determinar la agenda a lo largo del ciclo electoral entrante. Si –como parece–, 2019 es un año de identidad, bandera e inmigración, Vox se frotará las manos. Si estos temas pasan a segundo plano, lo sufrirá, como Podemos está sufriendo que hoy se hable menos de los desahucios y los privilegios de la casta que en 2014-2015.

Desde la victoria de Donald Trump en enero de 2017, la gran prensa de Estados Unidos, con medios como The New York Times o Washington Post, no se ha levantado del diván. ¿Cómo ha podido pasar? ¿Cómo ha podido triunfar la mentira de forma tan burda? Las conclusiones alcanzadas son más bien tristes. Se resumirían en que los hechos no (siempre) modifican las opiniones de la gente, afirmación aún más válida cuando el demagogo de turno ha prendido a la audiencia por las emociones. Así lo acredita también la psicología social. El recetario que el buen periodismo se ha impuesto a sí mismo no es por conocido menos imprescindible: pedagogía, investigación, rigor, contraste... Ahí hay poco misterio sobre lo que debe hacer el cuarto poder. Simplemente cumplir con su misión.

Pero, ¿y lo de desmontar bulos? Periodísticamente es inevitable. Si un político da un dato erróneo, hay que poner el filtro. Desvelar la mentira. Porque el auge de la ultraderecha llega envuelto en mentiras, favorecidas por el cambio de paradigma tecnológico y las redes sociales, que facilitan la tarea a los instigadores de la furia."Desde el verano hemos notado un incremento de desinformaciones sobre migraciones, muchos más bulos sobre eso", señala Clara Jiménez, cofundadora deMaldito Bulo, que puntualiza que no tiene pruebas de que estos provengan de Vox. Los bulos circulan por las redes sociales y por Whatsapp, incansablemente. ¿Va a más el fenómeno ahora? Jiménez es prudente. No hay estudios empíricos pero "el ambiente ha cambiado".

Pero, al margen de que la ética periodística obliga a desmontar mentiras, cabe preguntarse: ¿Sirve para cambiar las opiniones de los ya convencidos? En primera línea de fuego, Clara Jiménez afirma: "Hay mucha gente que no cambia sus opiniones porque le demuestres que están equivocados". Simple, pero demoledor. Víctor Lapuente añade: "Por mucho que los medios dediquen tiempo y espacio a desmontar fake news, si acabas hablando de los temas que ellos [la ultraderecha] quieren, aunque sea aclarando que sí existe la violencia de género, les conviene". "Es la agenda, estúpido", diríamos parafraseando a aquel estratega de Bill Clinton. El lingüista George Lakoff lo explicó en No pienses en un elefante. ¿En qué pensamos al leer el título del libro? Pues en un elefante, claro. Una información titulada "No hay riesgo de invasión de inmigrantes en España" podría mover a alguien propenso a adherirse a las tesis de Vox a pensar exactamente lo contrario. Volvemos a lo mismo, la clave es la agenda. Y Abascal lo sabe. En su primer documento de "propuestas" para Andalucía, no había ni una alusión al paro –principal problema socioeconómico de la comunidad–, pero sí una a la expulsión de 52.000 inmigrantes. Pese a que el dato carece de asiento fáctico, lleva varios días circulando, incrustándose en la retina de la audiencia.

El sociólogo y dirigente de Podemos Jorge Moruno coincide en la importancia de controlar la llave de los temas. "Si ahora mismo no se puede no hablar de ellos [de Vox], sí se puede no hablar sobre lo que quieren. Se les podría preguntar sobre vivienda, precariedad, todos los artículos de la Constitución que dinamitan (no sólo Vox), su fiscalidad para ricos, su opinión sobre la desigualdad, contaminación...". Moruno se muestra consciente de que con eso no es suficiente: "Hace falta desplegar una agenda propia en clave democrática capaz de eclipsar la involución democrática. Esto no se hace sólo con razones y propuestas, sobre todo depende de crear imaginarios que movilicen pasiones. Un afecto sólo se desplaza con otro afecto más fuerte". A su juicio, "la cuestión sigue siendo cómo se puede forjar un sentido que enlace cuestiones, acontecimientos y sujetos, que van desde las pensiones y las familias hasta la precariedad laboral, pasando por el feminismo, la alimentación saludable o el acceso a la vivienda". Y añade: "No como una suma de casos, sino como un archipiélago de realidades y de motivos dispares que se encuentran y se imaginan juntos, porque comparten el deseo por una forma de vida que mejore la actual". No sólo hace falta agenda. También relato.

  4. Conciencia de clase

"Siento decirte cosas tan antiguas", bromea al terminar la conversación Felipe Alcaraz, histórico dirigente comunista. Lo hace tras exponer su hoja de ruta frente a lo que llama con sorna "el FBI", por "fascismo de baja intensidad", que se resume así: "No estoy de acuerdo con ese determinismo tecnológico que explica este fenómeno por las redes sociales y la posverdad. Esto no se combate con ingenierías parlamentarias, ni con política posmoderna de corte adánico que plantea todo como si jamás hubiera ocurrido antes. Partiendo de la cita de Walter Benjamin, el auge del fascismo es resultado de un fracaso de la izquierda. No se puede combatir al fascismo entrando en su terreno. Mira [Oskar] Lafontaine en Alemania, acercándose a la gente que ha votado ultraderecha como si hubieran sido engañados, adaptándose a los que más miedo tienen, en vez de creando valor".

Sigue Alcaraz: "Los que han votado a Vox no son biempensantes engañados. Eso no se combate con tácticas, ni cambiándole el nombre a las cosas. La izquierda no puede sustituir organización por comunicación. Todo se está transformando en seducción, en vez de en la creación de una conciencia de clase. Es verdad que la primera trinchera ideológica es el lenguaje, pero hay muchas más. Necesitamos un programa fuerte que cree hegemonía en sentido gramsciano, un sentido común distinto. Necesitamos convencer con un imaginario propio, no con significantes vacíos, ni con la propuesta de un capitalismo mejorado, ni intentando representar a la nación o a la patria, en vez de a la izquierda".

La primera persona del plural que emplea Alcaraz se refiere a la izquierda española, de la que excluye al PSOE, que considera que ha fracasado en la batalla política y cultural contra la derecha. "Para el nuevo pacto andaluz no tienen ni que cambiar el contenido de Canal Sur, les va a valer el mismo. La nueva hegemonía ya había entrado por televisión", señala el exdiputado, para quien es imprescindible una movilización en la calle "basada en los hechos necesarios, en la búsqueda de soluciones". Es especialmente incisivo en la batalla feminista, que considera crucial. "Por eso Vox apunta ahí. Si las mujeres se quitan las telarañas, van a dejar de hacer el trabajo no pagado", dice. Y regresa a su idea central: "El capitalismo ya ha arrasado con todo y va a por el trabajo no remunerado. No es tiempo de rebajas ideológicas, ni de repliegues, ni de diluirse en la conciencia media".

  5. Feminismo a corto, medio y largo plazo

En noviembre, la socióloga y politóloga feminista Begoña Marugán diagnosticaba con preocupación la salud del proceso movilizador cristalizado el 8 de marzo: "En mi opinión no se dan las condiciones para que haya una movilización social. Ha habido un momento de reflujo y seguimos a verlas venir. Los acontecimientos nos superan y nos rebasan y todo empuja en la línea regresiva, de miedo al inmigrante, de políticas securitarias". Le inquietaba entonces la división que en el movimiento feminista podía producir el debate de la prostitución. Tenía mal pálpito. Hoy, metido ya Vox con sus propuestas antifeministas en la cocina de la política española, su tono es más aguerrido: "Las luchas de las mujeres va a hacer de muro de contención al avance de las posturas reaccionarias que conducen hacia el racismo, el machismo y los más rancios valores tradicionalistas de las derechas".

Raro es el análisis sobre la contención del fenómeno ultraderechista que no coloca en un lugar bien visible al feminismo. El movimiento ha alzado la voz. Quizás un efecto colateral de Vox sea el recalentamiento de la marea violeta. Se verá. Y se verá qué efecto tiene, qué capacidad de determinar la agenda o de poner al partido de Santiago Abascal a la defensiva. Eso se comprobará pronto. Hay cambios que llevan más tiempo, como los educativos. De eso sabe Ana López Navajasinvestigadora en la Universitat de València y asesora de coeducación para la Generalitat, que está convencida de que la escuela tiene un papel fundamental por desempeñar si la sociedad española quiere sobreponerse a una ola de intolerancia. "Educar en la igualdad entre hombres y mujeres, es decir, lo que es el feminismo, es fundamental. Y también la actualización curricular. Esto es una línea de actuación muy eficiente. Cuando vas creciendo mientras conoces referentes sociales, culturales, e históricos femeninos pones una barrera incompatible con ese discurso caduco de 'los niños de azul y las niñas de rosa'. Si no lo haces, las niñas crecen sin modelos, se acaban sintiendo ciudadanas de segunda, incapaces", explica López Navajas. Su énfasis está en la formación del profesorado.

Educación en igualdad. Algo que ya se hace, ¿no? Cuidado, advierte López Navajas. "Está más en el discurso que en la escuela. Hay mucha resistencia. Por ejemplo, el tema de las mujeres científicas. Al final se ponen en las paredes del centro, no entran en el aula. Si le preguntas a una niña de 7 años, ya empiezas a notar que se excluye de tareas brillantes o muy brillantes, como informática, robótica... Se dice que llevamos años educando en igualdad, pero la línea de flotación androcéntrica sigue flamante". López Navajas trabaja actualmente en la creación de una base de datos, especialmente pensada para el profesorado, que permita el acceso a contenidos que no subordinen, oculten o marginen a la mujer.

  6. Extensión del bienestar

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Mikel Araguás, experto en migraciones y miembro de SOS Racismo, tiene una antena sensible para detectar cambios del humor social en relación con su tema. Y el humor –dice– se ha ensombrecido. "Hay un cambio. Se ven más actitudes intolerantes, más imágenes como las del otro día en el autobús de Vitoria. El tema está más presente, ves que hay gente que empieza a mostrar más recelos, que compra discursos como el 'no todo vale en la inmigración'", señala.

Pero lo cierto es que, según el CIS, sólo un 12,5% de los españoles consideran la inmigración uno de los tres principales problemas de España. En 2006, con la crisis de los cayucos, el porcentaje superó el 59% y no surgió ninguna ultraderecha. Araguás tiene una opinión: "En 2006 no había crisis, ni resentimiento. Hoy tenemos el problema de los trabajadores pobres. Esto genera tensiones. La preocupación por la inmigración por sí sola no tiene tantos efectos si la calidad de vida es buena. Pero si empeoran las condiciones de vida como han empeorado...".

"No es nada nuevo. La figura del chivo expiatorio ya estaba en la Biblia", añade Araguás. Sus palabras llevan a una conclusión. Quizás la más obvia. La receta contra el ultraderechismo debe incluir el ingrediente de las políticas sociales con repercusión directa en las condiciones materiales de amplias capas de población. Hay que generar bienestar social con las políticas para no dejar margen al resentimiento social. Lo dice también el economista David Lizoain en El fin del primer mundo (Catarata, 2017). Contra el auge de la extrema derecha, "seguridad económica" para la mayoría, escribe. También vivienda asequible, robustez del Estado del bienestar, combate eficaz contra los paraísos fiscales y, en el terreno de las ideas, guerra a los estereotipos. Suena más fácil de lo que es.  

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