El futuro de Cataluña

El soberanismo catalán más dividido prepara la 'Diada de la pandemia' en un limbo preelectoral que dura ya siete meses

Pere Aragonès y Quim Torra, durante la reunión semanal del Govern de la Generalitat.

Fernando Varela

Será la tercera Diada desde la fracasada proclamación de independencia y el contexto en el que se va a producir no puede ser ser más excepcional. Por razones políticas, pero también por culpa de la pandemia, que ha obligado a la Assemblea Nacional Catalana (ANC) a establecer por primera vez ciertos límites a una movilización que preocupa a las autoridades sanitarias.

La ANC es la principal entidad civil del independentismo, controla las movilizaciones en la calle y marca el paso a los partidos. Y ha vuelto a demostrarlo forzando al president Quim Torra a aceptar que la movilización de casi 50.000 personas en la calle el próximo 12 de septiembre es compatible con las medidas aprobadas por el Govern que prohiben las reuniones sociales de más de diez personas en toda Cataluña excepto en los ámbitos laborales y de movilidad. “El derecho legítimo de manifestación tiene que tener en cuenta lo que estamos diciendo de la mínima interacción social. Moverse siempre con las mismas personas en todos lados, es vital. Ahora no sería posible [una manifestación]”, declaró Torra a finales de agosto para rectificar una hora después a través de un comunicado y decir: “La prohibición en toda Cataluña de hacer encuentros de más de diez personas en el espacio público y privado no afecta al derecho de manifestación, siempre que se ejerza respetando las medidas de distanciamiento, mascarilla e higiene de manos”.

Corregirse a sí mismo se ha convertido en una seña de identidad del president. Basta con citar dos ejemplos: el 29 de enero anunciaba elecciones, pero no les ponía fecha, abriendo así un período de incertidumbre que se prolonga hasta hoy. Quienes creyeron que estaba pensando en otoño han tenido que rehacer toda su estrategia: ahora Torra asegura que, de momento, no tiene intención de llamar a las urnas. El segundo es del 26 de febrero. Tras la primera reunión de la mesa de diálogo con Pedro Sánchez, Torra proclamó solemnemente que el Govern no se levantaría de la mesa a pesar de que el Gobierno de España no dio respuesta a sus demandas de autodeterminación y amnistía ni a la incorporación a la mesa de la figura de un mediador internacional. Ahora dice justo lo contrario: no acudirá a otra reunión de esa misma mesa a menos que el Gobierno acepte un orden del día para definir la fecha y las condiciones de un referéndum de autodeterminación y una amnistía.

La situación política catalana no puede ser más inestable. Esquerra presiona al Gobierno central —y a Torra— para celebrar una nueva sesión de la mesa de diálogo justo después de la Diada y ya muy cerca del 17 de septiembre, la fecha en la que el Tribunal Supremo tiene previsto decidir si ratifica la condena de inhabilitación que pesa sobre el president por desobedecer a la Junta Electoral en las elecciones generales de abril de 2019.

Todo el mundo da por hecho que el Alto Tribunal confirmará la sentencia, que al ser firme pondrá fin automáticamente al mandato de Torra. Para entonces el independentismo estará en pleno tercer aniversario del 1-O y Carles Puigdemont, que maneja los tiempos desde su refugio en Waterloo (Bélgica), tendrá el elemento que busca para resucitar el relato de “la represión del Estado” contra el independentismo. Un argumento con el que quiere presionar a Esquerra para dificultar cualquier acuerdo con el Gobierno PSOE-Unidas Podemos, especialmente en materia presupuestaria, y, al mismo tiempo, impulsar la candidatura de Junts per Catalunya (JxC) con la que planea acudir a las elecciones catalanas.

Camino de la desobediencia

Para presionar más a Esquerra, Torra juega estos días con la posibilidad de negarse a acatar la inhabilitación del Supremo, si es que definitivamente llega. En ese caso, obligará a tomar partido a su vicepresidente, Pere Aragonès, más que probable cabeza de cartel de los republicanos en las elecciones en ausencia de Oriol Junqueras, inhabilitado y en prisión. Aragonès tendrá que elegir entre reconocerle como president pese al fallo del Supremo o aceptar la legalidad constitucional y estatutaria y asumir la Presidencia del Govern. Una vez que Torra haya sido inhabilitado, la ley dice que Aragonès será president hasta que el Parlament elija un sustituto. En caso contrario, habrá elecciones entre noviembre y febrero, según la mayoría de los analistas políticos catalanes.

La decisión de Torra de remodelar el Govern esta semana parece sugerir que no tiene intención de convocar elecciones a corto plazo. Pero aun así, todo apunta a que su mandato no pasará de octubre.

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El pulso vuelve a ser entre la estrategia de la confrontación, que lidera Puigdemont, y la del diálogo, que impulsa Junqueras. El líder de Esquerra se lo advirtió esta semana: “Si iniciamos una confrontación con el Estado en las condiciones actuales iremos a perder, y nosotros lo que queremos es ganar”. “Si queremos resultados diferentes deberemos prepararnos mejor”, añadió en una entrevista concedída a Europa Press.

Las discrepancias son tan profundas que han acabado por dividir el espacio posconvergente. Puigdemont no sólo ha ordenado romper con el PDeCAT sino que esta semana consumó el cisma expulsando del Govern a la consellera de Empresa, Àngels Chacón, muy bien situada para ser cabeza de cartel electoral de la antigua Convergència, en donde siguen muchos alcaldes y el expresident Artur Mas. El espacio independentista a la derecha de Esquerra vive tiempos de ebullición, a la espera de saber lo que da de sí el Partit Nacionalista de Catalunya (PNC), liderado por Marta Pascal y escisión también del PDeCAT, que debe ahora decidir qué hace con los cuatro diputados que le quedan en el Parlament y, sobre todo, con los cuatro que tiene en el Congreso —la mitad del grupo original de JxC—.

La expulsión de Chacón del Govern, así como del conseller de Interior, Miquel Buch, este sí de JxC pero en el punto de mira del president desde hace tiempo, sugieren que Torra se prepara para un escenario de confrontación en el que sólo quiere leales a su alrededor. Unos preparativos que recuerdan a los que llevó a cabo Puigdemont justo antes de poner en marcha el referéndum del 1 de octubre al echar del Govern a los consejeros menos dispuestos a sumarse a la ruptura constitucional.

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