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Crisis del coronavirus

Por qué el uso generalizado de mascarillas no ha frenado la propagación del virus

Un coche de la policía municipal patrulla por un parque en el madrileño barrio de Aluche, este fin de semana.

La mascarilla como medida de protección ante el virus ha sido una de las grandes protagonistas del día a día español desde que al SARS-CoV2 le dio por cruzar nuestras fronteras. En las primeras semanas, antes y después del estado de alarma, las autoridades tanto estatales como supranacionales insistieron en que su uso no debía ser generalizado: solo para sanitarios, personas contagiadas o de riesgo. Pero con la desescalada y la llegada de la nueva normalidad cambió el criterio: todos debíamos taparnos la boca y la nariz en espacios públicos. Primero cuando no se pudiera garantizar la distancia: y posteriormente en casi todos los escenarios que se desarrollaran de puertas para afuera del domicilio habitual.

A pesar de que el mensaje de la Salud Pública siempre ha sido claro, insistiendo en que no basta una mascarilla para contener una pandemia, es inevitable hacerse la pregunta: ¿Cómo es que somos líderes en incidencia en el continente durante la segunda ola del covid-19 si somos el país europeo que más las usa, al menos de cara a la galería? La rápida escalada de casos de las últimas semanas, sin llegar al colapso de marzo y abril, nos deja varias lecciones, según los expertos. En primer lugar, hay situaciones de riesgo en las que no las estamos utilizando. Y en segundo lugar, centrar la conversación en la responsabilidad individual quita el foco a la única vía de escape a una crisis sanitaria: una respuesta colectiva, común y profundamente política, en el sentido amplio de la expresión. 

España usa mucho la mascarilla. Es un hecho. Relacionado indisolublemente con su obligatoriedad, la más estricta de Europa. Un estudio del grupo de investigación Biocomsc de la Universitat Politècnica de Catalunya (UPC), basado en observaciones a más de 3.000 personas en Barcelona, refleja que el 71% la lleva por la calle, un porcentaje que se eleva al 94% en el caso de supermercados. No hay atisbo de una tasa similar en ningún país de nuestro entorno, tampoco en los más castigados. Italia cuenta con una normativa similar a la vigente en España hasta el último endurecimiento generalizado por parte de las comunidades autónomas: obligatoria en espacios cerrados y abiertos siempre que no se pueda cumplir la distancia de seguridad. En Irlanda e Inglaterra se deben poner en el transporte público, en áreas comerciales y en otros espacios como museos, teatros y bibliotecas: pero Escocia, Gales e Irlanda del Norte solo se insta a su uso en metros, trenes o autobuses. Francia, por su parte, obliga únicamente en espacios cerrados.

Enric Álvarez, uno de los investigadores principales a cargo del estudio –financiado por la Comisión Europea–, explica a infoLibre que el trabajo es una parte de una investigación completa que intenta responder a la pregunta del millón: ¿por qué estamos peor en España? Analizando no solo las medidas de protección individual, también el ritmo de la desescalada, la efectividad de la vigilancia epidemiológica y los factores socioeconómicos. Cuatro patas para una mesa que se tambalea. "La bibliografía que analizamos", afirma Álvarez, "insiste en que si todo el mundo toma medidas de protección, no puede haber subida de casos. Así que nuestra pregunta era: ¿España pone en duda que esto sea así?". Sin embargo, se han encontrado que en escenarios en la vía pública en los que no se respeta habitualmente la distancia de seguridad de metro y medio o dos metros no se suele usar la mascarilla cuando se debería: las terrazas.

La normativa autonómica establece que, en estas terrazas, se debe usar la mascarilla cuando no se esté comiendo o bebiendo. Sin embargo, en base a la observación del equipo de la UPC en Barcelona, solo el 2% se quita la mascarilla para ingerir alimentos y luego se la vuelve a poner. "Era algo que veíamos cada día", asegura Álvarez. "Más de un tercio del tiempo lo pasas esperando la consumición", y en ese lapso una exigua mayoría se pone el también llamado tapabocas. Y la evidencia, tanto desde un punto de vista estrictamente virólogo como uno más amplio, relacionado con la epidemiología, es clara: las reuniones sociales –con amigos o familia–, sobre todo en espacios cerrados pero también en espacios abiertos, son el gran foco de contagio, junto a las situaciones derivadas del puesto de trabajo. Y tanto la transmisión por gotitas que expulsamos al hablar o solo respirar como los aerosoles –aire con carga viral que permanece durante horas– son el principal enemigo a combatir. Muy por encima de otros riesgos, como tocar una superficie contaminada por el SARS-CoV2. Por lo tanto, nos quitamos la mascarilla justo cuando más falta hace: cuando estamos más de quince minutos a menos de un metro y medio de otras personas. En un espacio cerrado, como un bar o restaurante sin terraza o un domicilio, la mascarilla se convierte en esencial. 

Es un asunto complejo. La mascarilla no impide realizar casi ningún tipo de trabajo, ni dar un paseo, ni comprar ropa u otro tipo de producto, más allá de la evidente molestia. Pero sí que impide comer y beber: no solo la actividad social favorita de la mayoría de los españoles, también la base de un modelo de negocio, la restauración, que representa casi el 5% del Producto Interior Bruto. "Es muy difícil cambiar nuestras costumbres sociales. Tenemos ciudades densas, donde la interacción social es mayor. Y tenemos querencia a los bares y restaurantes", considera uno de los científicos de referencia de Castilla-La Mancha contra el covid-19, el catedrático de Sanidad Animal Christian Gortazar. "Sin embargo, Italia y Portugal están mejor, por ahora", por lo que la explicación cultural no basta. Allí también se tiran cañas, allí también se quiere la gente. Tampoco vale la respuesta individual en solitario: es necesario priorizar y poner el foco del debate público la respuesta colectiva a la crisis sanitaria. 

"La mascarilla se usó para desviar el discurso de lo colectivo a lo individual"

Nadie con un mínimo de conocimiento sobre la crisis del coronavirus niega la importancia de la responsabilidad individual a la hora de enfrentar la pandemia. Mascarilla, higiene de manos, distancia física y respeto a las medidas de confinamiento dictadas por las autoridades políticas, así como a la cuarentena dictada por los responsables sanitarios en caso de dar positivo o haber tenido un contacto estrecho con un caso. Sin embargo, el experto en Salud Pública y coautor de Epidemiocracia Pedro Gullón cree que esa necesidad de actuar correctamente ha servido a la clase política para desviar el foco tanto de sus obligaciones como de las reformas de carácter estructural necesarias. "La mascarilla, políticamente, se usó para desviar el discurso de lo colectivo a lo individual", asegura. Pone el ejemplo de Cataluña: fue una de las primeras comunidades en imponer la mascarilla obligatoria, con o sin distancia, mientras los casos crecían rápidamente debido a los brotes asociados a temporeros.

Gullón entiende que la mascarilla obligatoria puede ayudar a su "normalización": siendo más estrictos podemos lograr que una persona que no la llevaba en el anterior escenario se la ponga ahora. Sin embargo, considera que "se ha generado un círculo vicioso de respuestas individualistas": como sociedad, ponemos el foco en que, si estamos tan mal, es porque no hacemos caso, señalando al que no lleva la mascarilla. Cuando, tal y como analiza el estudio de la UPC, hay otros factores que influyen con más fuerza. El segundo de los trabajos del equipo se centra, explica Álvarez, en si la desescalada fue demasiado rápida, y la conclusión es clara: en España se abrió considerablemente antes que la mayoría de los países de nuestro entorno, y es "una hipótesis, como mínimo, razonable" asegurar que estamos peor por, entre otras razones, esa precipitación, empujada por el comienzo de la temporada turística y el impacto económico del confinamiento. La vigilancia epidemiológica ha sido también cuestionada: comunidades con brotes graves, como Aragón, Cataluña o Madrid, contaban con una Atención Primaria escasamente reforzada y un número muy bajo de rastreadores. "Se decía, cuando Madrid no impuso la mascarilla obligatoria, que los casos estaban subiendo por eso", apunta Gullón: un análisis, como mínimo, simplista. 

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Hay ámbitos, sin embargo, en los que la responsabilidad individual y colectiva influyen. Es el caso de los espacios cerrados: interior de bares y restaurantes, comercios, centros comerciales, cines, teatros, domicilios... Todas las recomendaciones sanitarias insisten en que aquí, la mascarilla es más que esencial y marca la diferencia. Pero, opinan los expertos, las administraciones deberían insistir más en la ventilación. Tanto en los hogares, como en los recintos destinados al ocio, como en los puestos de trabajo. "Hay muchas empresas que están pensando en ello, pero todavía no está totalmente asumida la importancia de la ventilación", opina Gortazar. Apuesta por un modelo mixto: abrir las ventanas, también en invierno, cuando la ocupación del espacio sea baja, y renovar el aire con aparatos específicamente diseñados para ello, como filtros HEPA portátiles, cuando sea alta y haga frío. Y teletrabajo siempre que sea posible, claro. 

"Tengo varios amigos en Manhattan y están todos en casa. Pero la Castellana está hasta arriba", lamenta Gullón, con respecto al teletrabajo. El experto en Salud Pública quita hierro al debate que mantiene la comunidad científica, con rectificación del Centro de Control de Enfermedades estadounidense de por medio, sobre si la vía "principal" de transmisión es por gotitas o por aerosoles. Es decir, si el coronavirus se contagia de una persona a otra por las pequeñas secreciones de saliva al hablar, o si la vía preferente no es esa sino la carga viral que dejamos en el aire y que puede contagiar, como si fuera una especie de humo. "Es una lucha de egos científica", considera: da igual cuál sea la vía preferente del coronavirus, hay que actuar teniendo en cuenta que sí sabemos que es una transmisión mixta. 

Por lo tanto, explica el epidemiólogo, debemos evitar los espacios cerrados siempre que sea posible y, si no queda otra, usar mascarilla. Eso depende de nuestra responsabilidad individual. Pero debemos asumir que determinadas cuestiones no son "nada fáciles", no interviene solo la Salud Pública: también la economía. "A los empresarios les molesta la incertidumbre. Y muchos no pueden permitirse tener terraza", por lo que Gullón apuesta por un gran paquete de ayudas para el sector que les ayude a afrontar el trago de clausurar sus interiores. Sin olvidar una apuesta ambiciosa por el teletrabajo, apoyo sociosanitario para la cuarentena de los sectores más vulnerables y una educación pública que no renuncie a la presencialidad, pero tampoco a la seguridad. Porque no todo depende de la mascarilla. 

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