Crisis del coronavirus

Amnistía denuncia violaciones de derechos humanos en las residencias y exige al Gobierno una "investigación independiente"

Así funcionan las residencias de mayores que resistieron al virus: en ellas Pedro sigue siendo Pedro, no "el usuario de la 214"

Hay ocasiones en las que las cifras repetidas de forma permanente terminan por desdibujar las miles de historias personales ocultas tras ellas. Relatos de dolor, de sufrimiento, de desesperación. Lo sabe bien Elena Valera, que tuvo que ver cómo a su padre se le escapaba la vida en una residencia de la Comunidad de Madrid sin que nadie hiciera nada por evitarlo. De sus palabras, en ocasiones entrecortadas, se desprende un sentimiento de rabia e impotencia. Ha sido el peor año de su vida. “No le derivaron a un hospital a pesar de estar grave. Estuvo cuatro días muriéndose. Hablé con el médico desesperada para que le derivaran, pero me dijo que les habían prohibido llevar a los enfermos de las residencias a los hospitales, que solo podían ponerle oxígeno y paliativos hasta que su cuerpo aguantara. Fue horrible porque vivo a 300 metros de la residencia y cada vez que me asomaba al balcón era horrible saber que mi padre se estaba muriendo tan cerca y no podía cogerle la mano, despedirme de él…”, cuenta la mujer. Su caso es solo uno más detrás del tsunami de números en los que se ha convertido la actual crisis sanitaria.

El testimonio de Valera forma parte del trabajo de campo que durante meses ha realizado Amnistía Internacional y que se ha terminado plasmando en el informe Abandonadas a su suerte: la desprotección y discriminación de las personas mayores en residencias durante la pandemia. El estudio se centra en dos comunidades concretas: Madrid y Cataluña. Y llega a una conclusión contundente. “En las residencias se ha violado el derecho a la salud, a la vida y a la no discriminación de las personas mayores. Además, las decisiones de las autoridades han impactado también en el derecho a la vida privada y familiar y en el derecho a tener una muerte digna”, asevera el presidente de la organización, Esteban Beltrán. Algo que, dicen, podría volver a suceder en las diferentes oleadas que estén por venir. Por eso, ponen deberes a las autoridades. Desde revisar los protocolos de derivación de residentes a los hospitales hasta dotar a los centros de los recursos humanos suficientes o impulsar una investigación independiente para saber en qué medida “el acceso de las personas mayores de residencias” a los servicios sanitarios “estaba sujeta a restricciones indebidas durante la pandemia”.

El informe de Amnistía Internacional vincula el drama en las residencias a “las medidas de austeridad e infrafinanciación” de la sanidad en España. Un desmantelamiento que se tradujo, en suelo madrileño y catalán, en una nefasta atención a las personas mayores en los geriátricos durante la primera ola de la pandemia. El ejemplo más sangrante fue el freno a la “derivación hospitalaria de manera generalizada” entre la población residente. “La denegación, sin una valoración individualizada, vulneró manifiestamente el derecho a la no discriminación de las personas mayores”, recoge el informe. En este sentido, la organización pone sobre la mesa el Protocolo del Servicio de Emergencias Médicas de Cataluña en el que se recomendaba no ingresar en la UCI “a determinados pacientes de más de 80 años con coronavirus” bajo el “criterio de futilidad”. Allí, en una residencia catalana, Vicente Arberola, de 89 años, falleció sin pisar el hospital. Trinidad Sastre, de 88 años y con discapacidad física, sí que lo hizo tras la insistencia de su hija Marisol. Pero para cuando eso ocurrió, ya era demasiado tarde.

El traslado de pacientes enfermos desde las residencias a los hospitales fue muy difícil o casi imposible en Cataluña durante ciertas semanas de marzo y abril. Lo denunciaron en su día ante la Fiscalía familiares de residentes. Y lo confirmaron los datos de la Generalitat que infoLibre publicó hace cinco meses: 2.797 mayores murieron esos meses en un geriátrico catalán sin ser derivados a un hospital, una cifra que equivale al 72% del total de residentes fallecidos en dicho periodo.

En Madrid sucedió tres cuartos de lo mismo. El 18 de marzo, la Consejería de Sanidad aprobó un Protocolo que prohibía trasladar al hospital a mayores de los geriátricos que tuvieran un mayor nivel de dependencia o de deterioro cognitivo. Un documento, desvelado por este diario, que firmó el entonces director de Coordinación Socio-sanitaria, Carlos Mur, y que se envió por correo a los gerentes y directores médicos de los hospitales de Madrid y a los altos cargos del Gobierno de Ayuso que debían garantizar su aplicación. En los días siguientes, se aprobaron otras tres versiones de ese escrito que también establecían, con mayor o menor crudeza en el lenguaje, criterios de exclusión para trasladar a determinados enfermos. Unos protocolos contra los que cargó abiertamente el entonces consejero de Políticas Sociales, Alberto Reyero. Guerra abierta de la que tuvo constancia, precisamente, Amnistía Internacional. El 12 de abril, la organización recibió una carta del propio Reyero en la que denunciaba que la Consejería de Sanidad no estaba implicada en evitar el drama que se estaba produciendo en las residencias.

Los datos publicados en su día por este diario pusieron de manifiesto, justamente, que durante las cuatro semanas más críticas de la pandemia –del 9 de marzo al 5 de abril– las derivaciones hospitalarias desde las residencias no solo no aumentaron de forma significativa, sino que se desplomaron un 36,8% respecto a las cuatro semanas previas. Un frenazo que se produjo, con especial intensidad, entre el 16 y el 29 de marzo. Los tres días con menos traslados fueron, concretamente, el 20, 21 y 22 de marzo, justo después de la aprobación del Protocolo. Es más, el día 20 fue cuando se envió a los hospitales la segunda versión de dicho documento, que contenía la redacción más dura al hablar directamente de “criterios de exclusión de derivación hospitalaria”. Esos tres días hubo 42, 40 y 35 traslados, respectivamente, en toda la Comunidad. En enero y febrero la media diaria fue de 120. Cifras a las que hace referencia Amnistía Internacional en su informe, en el que denuncia la falta de transparencia de las administraciones públicas en relación con la información relativa al zarpazo de la pandemia en estos centros.

Investigación independiente

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El estudio, además, pone de manifiesto la desprotección de los profesionales: “Durante el pico de la pandemia, el personal de las residencias no contó con la protección adecuada ni el acceso oportuno a los test, lo que produjo contagios y dificultades para poder implementar las directrices que se recibían de las diferentes instituciones, colocándolas en una situación de vulnerabilidad”. De nuevo, lo hace a través de varios testimonios de trabajadores de estos centros. “Pedíamos mascarillas, pero nos decían que asustaban a los abuelos”, cuenta Mónica, una auxiliar en una residencia pública de Madrid. Lo mismo pasaba en Cataluña. Natalia, una auxiliar en otro centro público de esa comunidad, hace referencia a mascarillas “de papel de fumar”, que “a la mínima que se mojaban se rompían”. Las profesionales recuerdan equipos de protección hechos con bolsas de basura, ausencia de test, falta de formación para hacer frente a la pandemia y un agujero de personal alarmante. El director de una residencia pública catalana, por ejemplo, asegura que en los días críticos “el 60% del personal padeció covid y estuvo de baja”.

Además del derecho a la salud, a la vida y a la no discriminación, la organización considera que también se violó el derecho a la vida privada y familiar de los más mayores. Lo dicen, principalmente, por el férreo encierro que se aplicó a los residentes. “No deben imponerse restricciones generales en la vida privada y familiar de las personas residentes que no sean apropiadas a sus circunstancias específicas basadas en evaluaciones de riesgo individualizadas”, apuntan en el informe. Se congelaron las visitas. Se cancelaron las actividades normales. Y esto, recoge la organización, contribuyó “a la soledad de las personas residentes, a su rápido deterioro y a la falta de transparencia sobre lo que estaba sucediendo”. Las llamadas telefónicas o videollamadas se convirtieron en la única forma de comunicación. Sin embargo, la mayoría de las familias con las que habló Amnistía Internacional denunciaron que estas comunicaciones remotas eran, en la mayoría de los casos, “limitadas e insatisfactorias”.

Además de construir un amplio relato en base a testigos directos de lo que sucedió en los geriátricos, la organización pone deberes al Estado para que lo que se ha vivido los mayores en estos centros no se vuelva a repetir nunca más. Al Parlamento, que impulse una ley que establezca un modelo residencial que garantice los derechos de los residentes. Al Ejecutivo catalán y madrileño, que revisen y modifiquen los protocolos de derivación hospitalario para que no constituyan ninguna discriminación en el acceso a la atención sanitaria. Y al Gobierno central, que impulse una “investigación independiente” para saber en qué medida “el acceso de las personas mayores de residencias a servicios de salud, servicios médicos generales y atención hospitalaria estaba sujeta a restricciones indebidas durante la pandemia”. Un estudio que, entre otras cuestiones, ponga de manifiesto si se respetaron los derechos y la seguridad del personal cuidador y “el grado” en que las comunidades y el Estado “cumplieron con sus obligaciones de garantizar la calidad de la atención en las residencias y los derechos de las personas mayores”.

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