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Del colegio a la jubilación: así pesa la mochila de la desigualdad a lo largo de una vida

Ada Santana, Laura Baena y Isabel Matute

"Por ser mujeres". Es el lema que ha escogido el Gobierno para conmemorar el Día Internacional de la Mujer. Junto al rostro de Kathrine Switzer, primera mujer en correr una maratón, el Ministerio de Igualdad recuerda que "a todas nos unen situaciones y desigualdades que vivimos por ser mujeres". Con la imagen de la atleta, el mensaje más que a la superación apela a las barreras: las brechas que atraviesan a todas las mujeres por el simple hecho de serlo.

Cuando Ada Santana reflexiona sobre el primer momento en que los roles de género hicieron acto de presencia, piensa en el patio del colegio. "La típica historia de todos los niños", comenta. En su colegio había una pelota y no todos podían tenerla, pero curiosamente "siempre se asignaba a los niños para jugar al fútbol". Aquello que Ada tilda como "la típica historia" es una realidad cada vez más estudiada por urbanistas y sociólogos. En el patio del colegio empiezan a sembrarse las primeras desigualdades, con una pista de fútbol que ocupa el 80% del espacio pero utilizada por una minoría, habitualmente masculina.

Ada y sus amigas decidieron tomar cartas en el asunto. "Cuando tenía nueve años, les quitábamos la pelota y la llevábamos al baño de las niñas", una respuesta que nacía con vocación de rebeldía. No reclamaban el balón, sino su derecho a poseerlo. "A mí no me importaba la pelota, pero caí en la pregunta de por qué no podíamos tenerla nosotras". Las alumnas recogieron en ese momento su primera victoria: abrieron un debate en su clase, pelearon por la titularidad de la bola de cuero y consiguieron un reparto más equitativo.

Ada tiene ahora 22 años y aquello, aunque anecdótico, le sirvió para abrir los ojos. Las barreras no están ya en el patio del colegio, pero sí en las aulas. "Tienes que demostrar el doble o el triple lo buena que eres" y abanderar un discurso crítico aviva una réplica paternalista generalizada. "Todavía no tienes experiencia, ya vivirás, ya aprenderás". La joven, estudiante de Derecho en la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria, participa en órganos de representación estudiantil y la sensación es siempre la misma: "Se tiende a infravalorar y a infantilizar a las mujeres".

Tampoco el ocio es espacio para la igualdad. "Los hombres pueden salir donde quieran y como quieran, nosotras siempre tenemos que andar con cuidado". Ada tiene memorizadas, como una suerte de protocolo, todas las pautas cuando la noche baña las calles: "No pasar por ciertas zonas, estar pendiente de cómo te miran y en los locales controlar que no te echen algo en la bebida". Aunque lo dice con una reconocida normalidad interiorizada, ella misma repara en que "esa incomodidad no es normal".

"La maternidad me empujó a renunciar"

Laura Baena hace años que terminó su carrera de Publicidad y Relaciones Públicas. Hace algo más de un lustro, un hecho determinante en su vida le conduciría a abandonar su puesto de trabajo. "La maternidad me empujó a renunciar a mi carrera profesional". Laura, de 39 años, recuerda los motivos: "Ya no estaba disponible todo el tiempo, necesitaba conciliar y se hizo muy complicado. Tanto que renuncié".

Laura tuvo que enfrentarse a una encrucijada que también se ha convertido en lo normal para ellas: escoger entre maternidad y carrera profesional. "Un sistema laboral que no apoya la maternidad, que no permite flexibilidad ni trabajar por objetivos, no tiene futuro", clama. En 2020, el 87,17% de las excedencias para el cuidado fueron solicitadas por mujeres. También eran mujeres el 93,20% del total de personas inactivas que no buscaron empleo para dedicarse al cuidado de personas dependientes.

"Cuando llega la maternidad, se destapan los roles tradicionales. Las mujeres asumen la carga de los cuidados", cuenta Laura. Habla en primera persona, después de haber experimentado en sus propias carnes la frustración de no llegar a todo. La carga física y la mental. "La conciliación es una utopía y ser madre y trabajadora en este país" sólo es posible a costa de "los abuelos, abuelas, las extraescolares y los malabares diarios que se llevan por delante nuestra salud mental". Pero la cuerda no siempre aguanta la tensión: con la maternidad llegan "las renuncias en forma de excedencia y reducciones". Las mujeres, una vez más, tienen que elegir.

Y con la elección, las barreras no se esfuman. "Las brechas de género están en el hogar, en la empresa, en la sociedad, en las pensiones, en los cuidados, en cada rincón", lanza la madre. De pronto, abandona la primera persona para instalarse en el plural: "Nos queda mucho camino por andar".

Isabel Matute ni siquiera pudo elegir. Madre de dos hijos, tuvo que ejercer de cuidadora mientras se dejaba la piel en el trabajo. En sus seis décadas de vida, suma 46 años de trabajo y sólo seis cotizados. Sus palabras pesan como una losa al otro lado del teléfono: "No he tenido vida". Isabel es la cuarta de cinco hermanas, todas mujeres. Cuando era pequeña, su padre decidió dejar su tierra y llevar a toda su familia a Elche. En el campo no había futuro. "Con doce años, en vez de meterme a la escuela me metieron en un taller", aquello se parecía a la esclavitud, rememora, un lugar hostil para una niña. Isabel pelea por ir al colegio y lo consigue, pero la experiencia dura un año. "A los catorce tengo que trabajar, me meto a aprendiza y voy aprendiendo el oficio".

El oficio es el de aparadora. Las manos de estas trabajadoras –habitualmente agrietadas, deformadas, marcadas por el trabajo– son las que se encargan de coser el calzado que marca nuestros pasos. Una profesión que intersecciona dos condiciones: feminización y precariedad. A partir de la década de los sesenta, el oficio brota con fuerza en suelo alicantino y mira directamente a las mujeres. Son ellas las que mejor encajan en los talleres clandestinos o en sus propias casas, asumiendo de esta manera la carga del trabajo y las tareas del hogar.

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Futuro negro

Cuando Isabel apenas arañaba los diecisiete años, cierran la fábrica y la mandan a casa. En los escasos ratos libres que le concede la máquina, la trabajadora es quien de construir una familia. "Estás con el barrigón delante de la máquina", recuerda de su primer embarazo. Sus hijos no crecen entre sonajeros, sino enredados entre hilos y retales. Cuando era un bebé, su hija mayor "iba gateando y metió los dedos en el motor de la máquina, casi los pierde". Entre susto y susto creció. "La ves crecer y no has disfrutado de ella", las aparadoras son "madres ausentes", dice. "A pesar de vernos, no estábamos". Todos los aspectos de la vida familiar, lamenta, están condicionados por el trabajo.

Sin pensión y con enfermedades crónicas que jamás serán reconocidas como laborales, Isabel ve el futuro "totalmente negro". No es la única: las voces de las mujeres que han vivido en precario resuenan desde hace tiempo entre las empleadas del hogar o las camareras de piso. "Es injusto", se repite como un mantra. Isabel ha logrado ser una mujer "independiente, emancipada y trabajadora", pero los costes han sido demasiado elevados. A sus sesenta años, sus aspiraciones se resumen en una frase lapidaria: "Yo lo que quiero es conseguir dignidad y tranquilizarme, porque me estoy dejando la vida".

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