Memoria histórica

Camposancos, la "puerta del infierno" franquista devorada por la maleza y la desmemoria

Fotografía de época del colegio jesuita de Camposancos.
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Cuando Santos Vidal llegó a la comarca gallega de Baixo Miño tras el golpe de Estado de 1936 apenas superaba la mayoría de edad. Pero a pesar de su juventud, el compromiso político de este minero natural de Santa María del Sil, en pleno Bierzo, siempre fue inquebrantable. Durante la Segunda República, tomó parte en la Revolución de 1934. Y tras el levantamiento militar contra el régimen democrático, participó en la resistencia en Ponferrada y Matarrosa. Sin embargo, terminó cayendo en manos de las tropas sublevadas poco tiempo después del comienzo de la Guerra Civil. Dio con sus huesos en A Guarda (Pontevedra). En concreto, en un colegio jesuita levantado en los últimos compases del siglo XIX en Camposancos, a orillas del Miño. Un edificio por el que desfilaron, como Vidal, miles de presos políticos y que, en la actualidad, está en plena descomposición, devorado por la maleza. "En algún momento se va a venir abajo", dice José Manuel Domínguez Freitas, quien fuera alcalde de A Guarda durante casi una década y que ahora lucha por mantener viva la memoria alrededor de aquel campo de concentración.

Los enormes muros blancos cuentan con décadas de historia a sus espaldas. Fueron levantados en 1875, sobre la base de unos grandes almacenes que los jesuitas compraron a un importante industrial de la zona y con el objetivo de montar un colegio-internado de referencia en la zona. Durante un cuarto de siglo, la construcción vivió su época de máximo esplendor. De hecho, se considera uno de los embriones de las universidades de Deusto o Comillas. Luego, llegó una edad de plata de la mano de los jesuitas portugueses, que se prolongó hasta que, en 1932, el Gobierno de la Segunda República decidió disolver en España la orden religiosa. El recinto pasó entonces a manos estatales, que decidieron darle un uso social. Se planteó, incluso, poner en marcha en las instalaciones el mayor sanatorio mental de toda Galicia. Un proyecto que, sin embargo, quedó inconcluso con el estallido de la Guerra Civil. Tras el golpe de Estado, las autoridades franquistas tomaron el control de la construcción. Tenían para ella otros planes bien diferentes.

El colegio terminó convertido en campo de concentración. Uno más dentro de la inmensa red de casi trescientas construcciones de estas características que el régimen franquista puso en marcha por toda la geografía española y que el periodista Carlos Hernández se ha encargado de detallar en profundidad en su obra Los campos de concentración de Franco (Ediciones B, 2019). En concreto, los planos de la época dibujan un centro de internamiento con tres patios, dos cocinas, una zona para los presos, otra para las tropas y un dormitorio para los falangistas. Las instalaciones fueron utilizadas desde el primer minuto: los primeros encierros se produjeron antes de finalizar julio de 1936. Sin embargo, el apogeo de la construcción y su uso oficial como campo de concentración llegó en 1937, a raíz de la caída del frente norte. El 28 de octubre de ese año, más de 3.000 personas que iban a bordo del vapor Ariachu, todos ellos procedentes de Asturias –acababa de caer en manos golpistas–, fueron trasladados en camiones al viejo colegio jesuita

"La vida en aquel campo de concentración era muy parecida a la del resto: torturas, malos tratos, pésimas condiciones de vida...", explica Hernández en conversación con infoLibre. Los testimonios, recogidos por el investigador, son numerosos. "Te daban con un garrote o con un vergajo. Te daban con todo lo que pillaban. Un sargento de la Legión, que era el jefe del campo. Me metió una paliza, me retorció hasta las partes. Aún no me puedo tirar al suelo", recordaba décadas después el minero Santos Vidal. Otros, por su parte, no se olvidaban de las enfermedades. "Si había enfermos era de la piel. Sarna, piojos es lo que más había", rememoraba en su día el médico de profesión Carlos Iglesias. Insectos de los que no se olvidaba tampoco Evaristo Olea, otro viejo preso con el que charló Hernández: "Los pantalones los ponías en el suelo y marchaban ellos solos andando. Los piojos por miles".

"De lo que no se morían era de hambre", cuenta el autor de Los campos de concentración de Franco. Al fin y al cabo, dice, el "régimen de alimentación" no era "tan malo como en otros campos de concentración". Para desayunar, relatan algunos testigos, un bollo y un poco de leche. Para comer, "las lentejas, la fabada, el arroz". Y siempre había algo más para cenar. Las instalaciones tenían una capacidad oficial de 868 personas, tal y como señaló la Inspección de Campos de Concentración en un informe de 1938. Sin embargo, la población real solía ser mucho mayor, más del doble en muchos casos. Por el campo de concentración se calcula que pasaron, señala Freitas, unas 6.000 personas. Hubo algún que otro intento de fuga. Como la de siete prisioneros que lograron salir sin levantar sospechas vestidos con uniformes falangistas. Desgraciadamente, la evasión fue atajada por las tropas franquistas antes de que los cautivos consiguiesen llegar a Portugal, su objetivo final.

"Incertidumbre y miedo" de ser asesinados "en cualquier momento"

Durante los años en los que estuvo en funcionamiento, el lugar fue sinónimo de muerte. Primero, por las sacas y paseos que practicaron los miembros de la Falange tras el estallido del golpe de 1936. Y luego, por ser el lugar elegido para situar el Tribunal Militar número 1 de Asturias. De ahí que se denominase a Camposancos como la "puerta del infierno". Los primeros juicios sumarísimos allí se celebraron en junio de 1938. En total, el investigador Marcelino Laruelo tiene documentados durante todo el periodo, tal y como recoge Hernández en su obra, algo más de una treintena. Procesos que se tradujeron en 222 penas de muerte –156 se ejecutaron finalmente–, 143 cadenas perpetuas, 118 condenas de 20 años, 9 penas de 12 años y 51 penas de 5 años. "Vivían con la incertidumbre y el miedo de poder ser asesinados en cualquier momento", apostilla el periodista.

El periodista asturiano Juan Antonio Cabezas, que fue apresado a bordo de un barco pesquero –el Montseny– interceptado por la Marina franquista tras el derrumbe del frente del norte, fue uno de los que tuvo que enfrentarse en Camposancos a estos consejos de guerra, cuya duración media solía ser de una hora a pesar de que se juzgaba en grupos de veinte personas. "Poco más de diez minutos a cada procesado. Había prisa", recordaba hace algunos años quien fuera colaborador de El Sol y redactor del diario de orientación socialista Avance durante los primeros compases de la Guerra Civil, quien llegó al campo de concentración procedente de otro ubicado en Cedeira. El tribunal, que ya desde el principio asumió que las acusaciones estuviesen definidas como "hechos probados", acabó condenándolo a muerte, una pena que al final le fue conmutada.

Domínguez Freitas tampoco se olvida de la solidaridad vecinal con los presos durante el tiempo en el que las instalaciones estuvieron en funcionamiento. "Buena parte de los habitantes de Camposancos, Salcedo o A Guarda se volcaron con esta gente", recalca. Es algo en lo que insiste también Hernández. "Les ayudaban con todo lo que podían", cuenta el periodista. Cuando pasaban los camiones con personas cautivas, algunos vecinos se arriesgaban, en cuanto podían, a meter un paquete con alimentos por las ventanillas del vehículo. Sin embargo, el periodista recuerda que las mejores "aliadas" de los presos eran las mujeres. "Se creó la figura de la madrina. Las vecinas amadrinaban a algunos de estos prisioneros y, por ejemplo, se encargaban de lavarles la ropa", cuenta. Relaciones que, en muchos casos, terminaron convirtiéndose en matrimonios o en amistades que perduraron toda la vida.

De un proyecto urbanístico al abandono total

El fin de la Guerra Civil trajo consigo el cierre del campo de concentración. No obstante, las instalaciones siguieron empleándose como prisión algunos meses más. En 1941, el centro es devuelto a los jesuitas, que reanudan las labores educativas entre aquellos muros testigos de tanto sufrimiento. En la década de los sesenta, la construcción entró en desuso. Ya en democracia, hubo alguna propuesta revivir la zona. En concreto, de la empresa Valery Karpin SL, que propuso al Ayuntamiento de A Guarda un convenio urbanístico para poder actuar sobre los terrenos con una lujosa urbanización de viviendas unifamiliares. El consistorio encargó un informe sobre la viabilidad económica del proyecto a una consultora, que no vio con malos ojos la iniciativa. "Toda la actuación está situada en la mejor ubicación del Concello de A Guarda y, por tanto, con las mejores expectativas de precios futuros", señalaban desde Mur&Clusa Associats.

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Estado del colegio jesuita de Camposancos en los últimos años. | Carlos Hernández

La sociedad del famoso futbolista del Celta de Vigo se comprometía a conservar "las ruinas" y el "muro perimetral de fábrica" al considerarse parte del patrimonio cultural del municipio. En 2007, poco antes de las elecciones municipales, PP y PSOE sacaron adelante el convenio urbanístico, con una recalificación tildada de ilegal por parte del BNG. Sin embargo, el proyecto se derrumbó, según explica Domínguez Freitas, quien asumió el bastón de mando tras los comicios posteriores al convenio y se mantuvo al frente del Ayuntamiento de A Guarda hasta 2015. Ahora, buena parte del antiguo campo de concentración está devorado por la maleza y en un estado de semirruina. "Hay partes del edificio donde el tejado se sostiene sobre puntales de madera y en algún momento se va a venir abajo", cuenta el exalcalde.

Domínguez Freitas se muestra preocupado por el riesgo de "desaparición" del edificio. "Cuando desaparece la cosa física también desaparece la historia", apunta. Por eso, ha decidido impulsar una asociación para la recuperación de la memoria del centro de Camposancos, que fue presentada en público a comienzos de junio. La idea es trabajar en varios frentes. Por un lado, recogiendo todo el material y testimonios posibles sobre aquellas instalaciones, aunque reconoce que cada vez hay menos vecinos que puedan aportar información al respecto. Además, están ultimando una unidad didáctica con contenidos, fotos y actividades que permita a los profesores de historia enseñar lo que sucedió en aquel lugar, además de en un libro. Pero su gran objetivo es el de poder poner en marcha en el municipio un centro de interpretación sobre el campo. Les encantaría, reconoce, poder armarlo en uno de los espacios del viejo colegio jesuita. "Eso sería miel sobre hojuelas", sentencia.

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