tintaLibre

Colombia, en la puerta del horno

colombia

Héctor Abad Faciolince

Dos organizaciones terroristas han azotado a Colombia en los últimos decenios. La más vieja, las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), viene de la Guerra Fría, y empezó a mediados del siglo pasado como un movimiento campesino con ideales comunistas afines al castrismo. Su ideología en parte se mantiene (ahora con matices más afines al movimiento chavista bolivariano), pero con el fin de la Guerra Fría, con la crisis cubana, con la caída del bloque comunista, derivó hacia una banda armada que se financiaba con un delito atroz, el secuestro de civiles, y otro menos atroz, pero no menos sucio: el narcotráfico.

En los años ochenta a esta organización le surgió un antagonista en parte espontáneo y en parte financiado y apoyado por los sectores más reaccionarios del Estado: los paramilitares de las AUC. Un anticuerpo suele parecerse al parásito que quiere combatir. Los paramilitares usaron y perfeccionaron, especularmente, los más salvajes métodos guerrilleros: masacres, secuestros, pueblos arrasados, narcotráfico, asesinatos selectivos. Gracias a estos dos grupos Colombia llegó a ser, en el último decenio del siglo XX, uno de los países más violentos del mundo.

El Gobierno anterior, el de Álvaro Uribe Vélez, consiguió la desmovilización del grupo terrorista menos viejo: los paramilitares. Unos 35.000 combatientes abandonaron las armas (sin entregarlas todas, por supuesto) y la mayoría de ellos se integraron a la vida civil. Pese a los delitos de lesa humanidad, la inmensa mayoría de la tropa no pagó ninguna pena de cárcel. Varios capos mafiosos se acogieron a este paraguas de paz para lavar sus culpas. Los cabecillas aceptaron pagar unos cuantos años de cárcel (se contabilizarían como tales incluso el par de años que duraron las conversaciones), aunque los castigos pactados fueron muy blandos. Catorce de ellos, los más importantes, siguieron delinquiendo desde las prisiones –sobre todo en negocios de extorsión y narcotráfico– y fueron extraditados a Estados Unidos. A esto los paramilitares lo llamaron una “traición del gobierno Uribe”. A partir de ahí, y desde antes en algunos casos, prendieron un ventilador de denuncias que ha salpicado a decenas de congresistas, militares y exmilitares, y a muchos peones y alfiles de Uribe, que están en la cárcel por nexos con las AUC. Entre ellos su jefe de inteligencia (DAS), su primo hermano, senadores, embajadores, gobernadores, alcaldes, etc.

Con el acuerdo de desmovilización de las AUC, hubo mucha impunidad, mucha injusticia, muy poca verdad, pero la violencia en Colombia disminuyó; al fin y al cabo los paramilitares eran –con las FARC– los más grandes asesinos. Las cifras de homicidios, desde esos pactos, han venido bajando bastante, año tras año. Muchos de ellos han regresado a la vida civil, y no son delincuentes. Otros han vuelto a integrar otras bandas armadas dedicadas al chantaje, a la minería ilegal y al narcotráfico en regiones lejanas, donde no alcanza a llegar el latido del corazón del Estado. Pero el proceso de paz con los paramilitares, en últimas, ha sido benéfico, pese a todo, para el conjunto de Colombia.

En esos mismos años de desmovilización paramilitar el gobierno de Uribe –bajo el liderazgo de su ministro de Defensa, Juan Manuel Santos– atacó sin piedad a la guerrilla, que pasó de tener más de 20.000 combatientes a unos 8.000, que son los que ahora tiene. Eso también ayudó a disminuir en Colombia los índices de homicidios. Las Fuerzas Armadas del país llegaron a ser las más grandes de toda Suramérica, dotadas con armamento sofisticado y con el mejor presupuesto. Los secuestros se volvieron mucho más raros, y después de entender que el repudio del país contra esa prácticas era total, las FARC anunciaron incluso que dejarían de usarlo como arma de lucha.

En el año 2010 salió elegido el candidato apoyado por Uribe, su ministro Santos. Sin embargo, casi desde el mismo momento en que se posesionó, el expresidente y el nuevo presidente se distanciaron. La primera iniciativa de política exterior de Santos, restablecer las relaciones diplomáticas y comerciales con Chávez y con Venezuela, que estaban rotas, enfureció a Uribe. El tono de los discursos de Santos (menos obsesionado con la derrota militar de la guerrilla), sus nombramientos en cargos clave de personas no afines al uribismo, el hecho de que no siguiera a pie juntillas las ideas del ex presidente, hicieron que Uribe lo llamara traidor. Y más traidor aún le pareció cuando anunció que –así como su predecesor había pactado con los paramilitares– él intentaría llegar a un acuerdo de paz con las FARC, para lo cual se dialogaría en La Habana con representantes del grupo guerrillero. Y en eso estamos.

Siguen los combates

Así, mientras el ex presidente Uribe trina desde twitter que no se dialoga con terroristas (olvidando que él trató con los terroristas paramilitares de las AUC), al mismo tiempo, Santos tiene a un ponderado y serio grupo negociador en La Habana: un exvicepresidente, un general en retiro, el ex presidente del gremio de los industriales, el excomandante de la policía, un exministro... Mientras ellos se encargan de conversar en medio de gran sigilo con las FARC, en Colombia siguen los combates. Como una manera de mantener la presión militar, el Gobierno no ha aceptado cesar el fuego, y la guerrilla y el Ejército siguen combatiendo, con muertos de parte y parte, en buena parte del país.

Como en el caso de los paramilitares, lo más probable es que, si se llega a la paz con las FARC, se tratará de un proceso en el que habrá una alta dosis de injusticia, de impunidad, y muy poca verdad. Las víctimas de más de 50 años de extorsiones, asesinatos, secuestros, atentados terroristas, no pueden ver con ojos serenos que todo se les perdone. La Corte Penal Internacional no debe ver con buenos ojos una dosis tan alta de perdón. Y además, algo que no ocurrió con los paramilitares (que ya tenían aliados en el Congreso), es posible que entre los acuerdos se llegue a aceptar que algunos guerrilleros se integren en la vida política del país, como congresistas. Quizá por esto mismo, a diferencia de otros procesos de paz del pasado –todos los presidentes de los últimos 40 años intentaron acuerdos– el actual proceso de paz no es muy popular. Y al mismo tiempo, paradójicamente, quizá sea también el que tiene mayores posibilidades de éxito. ¿Por qué? Por el contexto internacional.

De alguna manera el movimiento bolivariano de América Latina tiene banderas muy afines a los objetivos ideológicos planteados por las FARC, y son esos gobiernos (Venezuela, Cuba, Nicaragua, Ecuador, Bolivia) quienes más presionan al grupo guerrillero para que deje las armas y se integre a un movimiento de izquierda que en Colombia no ha tenido ningún éxito ni ninguna popularidad, precisamente por el odio que decenios de crímenes de las FARC ha producido en casi toda la población. Mientras haya FARC y guerrilla, la izquierda colombiana será siempre vista como contaminada por ese grupo sanguinario.

“O vende usted sus tierras o las vende su viuda”

“O vende usted sus tierras o las vende su viuda”

Existe al menos un movimiento político legal, afín al grupo bolivariano, donde las FARC podrían desembocar si volvieran a la vida civil: Marcha Patriótica. Pero también lo tuvieron en los años ochenta (la Unión Patriótica), solo que en ese entonces casi todos sus militantes fueron asesinados por los paramilitares –en muchos casos con apoyo estatal y militar directo o indirecto–. Ahora el gobierno de Santos no está persiguiendo y menos masacrando al movimiento legal, ni hay por el momento paramilitares disponibles que se estén encargando de ese trabajo sucio. También esto habla a favor de una desmovilización de las FARC, que podría integrarse en un movimiento político legal, sin temor a padecer un exterminio.

Lo más paradójico, sin embargo, es que en los procesos de paz anteriores había un gran entusiasmo popular, con marchas muy concurridas, banderas y palomas blancas, con anhelos ingenuos de armonía y reconciliación, en un ambiente casi navideño, que se terminó estrellando siempre con un regreso redoblado a la violencia. Hoy el país ya es muy escéptico y mira el proceso con distancia y desconfianza. Tantas veces la paz ha sido traicionada, que el tono general es no ilusionarse demasiado, para no decepcionarse tanto si el proceso fracasa. Si esto ocurriera, al fin y al cabo, volveríamos a una situación que ya conocemos: una guerra casi perpetua de mediana intensidad, que no se pelea en las ciudades, sino en los territorios más apartados. Volveríamos a nuestra anomalía continental: un país que combate, único en todo el continente, una guerra de guerrillas perpetua, donde se jubilan generales y donde hasta los líderes guerrilleros, a veces, se mueren de viejos.

Mientras tanto, en La Habana, las conversaciones siguen y se redactan y firman documentos que por el momento no se hacen públicos. Hay avance en los acuerdos. Nunca se había llegado tan lejos en unas conversaciones de paz con las FARC y ya muchos hablan de la forma en que el país debe encarar al posconflicto, que muchas veces es más difícil de manejar que el conflicto. Santos y la guerrilla tienen cierta urgencia de firmar, pues a partir de octubre Colombia vuelve a entrar en periodo preelectoral, y a nadie le conviene que los acuerdos de paz sean el tema de la campaña, pues todo podría desbaratarse. Al fin y al cabo el documento “para la terminación del conflicto” concluye con esta frase lapidaria: “Las conversaciones se darán bajo el principio de que nada está acordado hasta que todo esté acordado”. El pan se puede quemar en la puerta del horno.

Más sobre este tema
stats