Elecciones catalanas 27-S

La protesta catalana, más allá del independentismo

Miles de personas llenan la plaza de la Font de Tarragona para protestar contra la suspensión del 9-N por el TC, en septiembre del pasado año.

Josep Fontana

Cuando se analiza desde fuera lo que ocurre en Cataluña se suelen cometer errores, como el de atribuir la movilización social a un único factor: un “soberanismo” que sería un movimiento de reciente aparición, fruto de la actuación de los partidos nacionalistas. Es el mismo error que cometió Salvador Sánchez-Terán, gobernador civil franquista de Barcelona, cuando interpretaba la manifestación de 11 de septiembre de 1977 en estos términos: “La manifestación fue verdaderamente impresionante y demostró (…) la realidad política de Cataluña: la adhesión abrumadoramente mayoritaria de los catalanes a las instituciones que son expresión de su personalidad histórica”.

Era esto, pero no sólo esto, como lo demostraba el hecho de que en ella participasen inmigrantes andaluces. Era, sobre todo, el resultado de una movilización colectiva de movimientos sociales, asociaciones de vecinos, sindicatos y grupos católicos, organizados alrededor de la Assemblea de Catalunya, que respondía a la voluntad de dar una respuesta conjunta a la vulneración por el franquismo de las libertades democráticas y de los derechos sociales. Durante la Transición, los dirigentes de los partidos se ocuparon de desmovilizar estas fuerzas con el objetivo de tomar la gestión de la política en sus manos. Se iniciaba una nueva época en que las libertades concedidas por la Constitución española de 1978 y por el Estatuto de autonomía catalán de 1979 parecían hacer innecesaria la continuidad de la protesta en la calle.

Pero las perspectivas de profundización de la democracia no se cumplieron. Bartolomé Clavero ha examinado en La amnesia constitucional (Marcial Pons, 2014) la deriva que ha ido transformando la Constitución en un sentido regresivo. Y el caso del Estatuto catalán de 1979 es todavía más escandaloso. El Gobierno autónomo fue sometido desde el comienzo a un acoso constante, ejercido habitualmente a través del Tribunal Constitucional, cuyos resultados ha descrito así Santiago Muñoz Machado: “Los gobiernos catalanes sucesivos, desde los años ochenta, habían reclamado sin desmayo contra las violaciones continuas del pacto estatutario de 1979, producidas mediante leyes, reglamentos o simples decisiones administrativas que intervenían en cuestiones propias de las competencias de Cataluña, que resultaban laminadas en consecuencia”.

Las reacciones a la sentencia del Tribunal Constitucional   

La sentencia del Tribunal Constitucional de 27 de junio de 2010, que desguazaba el Estatuto que en 2006 habían aprobado las Cortes españolas, provocó una nueva manifestación de protesta como las de 30 años atrás. Sin ningún efecto, puesto que las agresiones siguieron produciéndose igual que antes. Este proceso de “laminación” de la autonomía acabó volviéndose contra el propio Gobierno central cuando las políticas de austeridad comenzaron a incidir duramente en el bienestar colectivo. Para los ciudadanos de Cataluña estaba claro que medidas como el decreto de reforma laboral de 10 de febrero de 2012, cuyo principal objetivo era el recorte general de los salarios a través de la “flexibilización” de los contratos, eran obra única y exclusiva del Gobierno central. Y el de la Generalitat podía escudarse en el hecho de que no tenía atribuciones ni recursos para obrar de otra manera, lo que le valía, cuando menos, para disimular la naturaleza de sus prácticas y ocultar su corrupción.

De esa forma se fue alimentando un sentimiento colectivo de protesta que recordaba cada vez más al de 1977. Sólo así se puede entender lo sucedido en la manifestación del 11 de septiembre de 2012, que tuvo una participación multitudinaria (de 600.000, según las estimaciones más bajas, a un millón y medio, según los cálculos de la Guardia Urbana) cuando en su transcurso, y ante la sorpresa de los propios políticos nacionalistas, que no lo habían previsto, se generalizó el grito de “Independencia”. Un grito que expresaba una voluntad de ruptura global respecto de una política a la que atribuían la extensión que estaban tomando el paro y la pobreza y que incluía en su condena a los propios partidos parlamentarios catalanes, como lo pudo comprobar Artur Mas cuando convocó elecciones dos meses más tarde, el 25 de noviembre de 2012, con la esperanza de capitalizar el malestar general, y se encontró con que su partido perdía 12 diputados y cerca del 8% de los votos que había obtenido en las elecciones de 2010. Algo parecido a lo que ocurrió posteriormente, cuando los mismos ciudadanos que el 9 de noviembre de 2014 optaron por participar en una consulta que se les había prohibido, con el objetivo fundamental de desafiar esta prohibición y reivindicar el derecho a ser escuchados, arrebataron seis meses más tarde a Convergència la alcaldía de Barcelona que había ganado en 2011.

La iniciativa política está hoy en Cataluña en un terreno amplio, indeciso y fragmentado, con la diferencia, respecto de 1977, de que no existe en la actualidad una Assemblea de Catalunya que pueda dar un sentido de unidad a las actuaciones de protesta. De modo que resulta difícil hacer previsiones sobre lo que puede ocurrir en las próximas elecciones, tanto autonómicas como generales.

El “bloque constitucionalista” tiene escasas posibilidades.

El Partido Popular está prácticamente desaparecido: la encuesta de La Vanguardia de 12 de julio pasado daba a la señora Sánchez Camacho una valoración de 1,74, por debajo incluso de Rajoy. Ciudadanos tiene un techo que resulta difícil que sobrepase; al señor Rivera, antiguo militante de Nuevas Generaciones y funcionario de La Caixa, lo conocemos demasiado bien, y su sustituta en el terreno autonómico, la señora Arrimadas, a quien sólo conoce un 29,3% de los encuestados, tiene una valoración del 2,97%. Y en cuanto a los socialistas, a quienes las encuestas auguran un descalabro que los dejaría cerca del PP, ¿cómo esperan que se confíe en las promesas federalistas de un partido que nos engañó por dos veces, con Felipe González y con Rodríguez Zapatero?

El papel de la sociedad civil

Los movimientos “en común” y las nuevas propuestas de coaliciones electorales parecen apuntar a un cambio importante en la práctica política. La idea de formar listas integradas por miembros de la sociedad civil, prescindiendo de los “políticos en activo”, ofrece más posibilidades de futuro de lo que parece a primera vista, puesto que no es verdad que los políticos sean indispensables para una gestión que realizan en realidad los funcionarios y los técnicos.Lo cual no tiene nada que ver con un rechazo del “soberanismo”, sino con el descrédito de unos políticos que usaron el nacionalismo para amparar prácticas corruptas. Tras 40 años de franquismo y cerca de medio siglo de un constitucionalismo tramposo, resulta lógico que las aspiraciones a un gobierno de proximidad, más atento a nuestra necesidades y a nuestros problemas, vuelvan a resultar tan importantes como lo fueron en 1977, durante la salida del franquismo.

En contrapartida, parece difícil que satisfaga las demandas del electorado el ardid de montar una lista civil -¿escogida por quién?- para emboscar a los dirigentes de los viejos partidos, donde la trampa es tan visible que previamente se anuncia cómo van a repartirse el poder los emboscados. Uno de los déficits principales de esta fórmula se refiere a que su programa no va más allá del soberanismo y no tiene nada que decir sobre los graves problemas sociales que nos afectan, sino que da por supuesto que la independencia los resolverá milagrosamente. Todo su crédito depende de que se cumplan sus promesas de conseguir a muy corto plazo, seis meses, un resultado improbable, sin precisar cómo se espera negociar una secesión con el Estado español. De no conseguirse este objetivo, está claro que todo lo que tendremos serán tres años y medio más de “postpujolismo”.

Un planteamiento que responda a las aspiraciones reales de la sociedad catalana no puede ignorar la situación a que nos han llevado unas políticas de austeridad que han convertido en un sarcasmo que el Partido Popular hable de “puestos de trabajo” para referirse a contratos precarios, condenados por su misma inseguridad a remuneraciones de miseria (¡Y el gobernador del Banco de España pide todavía una “nueva reforma laboral”! ¿Qué más querrá recortar?)

Sólo el PSC tiene programa a un mes de las elecciones catalanas

Sólo el PSC tiene programa a un mes de las elecciones catalanas

De lo que nos espera por este camino puede servir de muestra la propuesta de Cameron que, según The Guardian del 13 de julio, proyecta que “los trabajadores abonen en cuentas de ahorro flexibles los recursos con los que financiar sus bajas por enfermedad o los subsidios del paro”.

O, en términos más generales, el ejemplo de una Grecia condenada a la miseria por haber seguido durante muchos años las mismas políticas que el Partido Popular ha seguido y nos propone para el futuro, cuyos frutos han sido la precariedad laboral, la privatización de los servicios sociales, los desahucios y una degradación de los niveles de vida que ha hecho aumentar peligrosamente la pobreza infantil. Nuestro nivel de endeudamiento público y la amenaza de los efectos que puede producir un aumento de los tipos de interés, apuntan a un futuro amenazador e incierto, si no cambiamos de rumbo. La falta de confianza, plenamente justificada, que tenemos en nuestros partidos y en sus dirigentes nos ofrece un estímulo para seguir experimentando con las posibilidades de reinventar la política desde abajo. Cualquier cosa será mejor que seguir dependiendo del mismo personal que nos ha llevado a donde estamos.

Josep Fontana es profesor emérito de la Universidad Pompeu Fabra y uno de los historiadores españoles más prestigiosos. Sus últimos libros son Por el bien del imperio. Una historia del mundo desde 1945 y El futuro es un país extraño, ambos en la editorial Pasado&Presente.

Más sobre este tema
stats