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Elogio del conocimiento

Elogio del conocimiento

Antonio Muñoz Molina

No sé si hay un rasgo más singularmente humano que el instinto de aprender, en su doble sentido de adquirir una habilidad y descubrir algo nuevo. Nacemos mucho más torpes y más indefensos que las crías de cualquier otra especie. Nuestra supervivencia depende de manera inmediata del amparo prolongado de nuestros mayores y de nuestra capacidad de adquirir mediante la curiosidad y la imitación destrezas que no recibimos en la herencia genética. Las primeras frases rudimentarias que aprendemos a decir son preguntas. Salvo respirar y succionar la leche materna casi todo hemos tenido que aprenderlo, y es probable que ni siquiera fuésemos capaces de caminar completamente erguidos si no nos hubiéramos fijado en los adultos.

Aprendemos con cautela y aprendemos con temeridad; a saltos súbitos y con perseverancia. Cada niño es un filósofo presocrático que se hace las preguntas fundamentales sobre el origen y la naturaleza del universo y sobre los fenómenos más comunes. Obtiene conclusiones fantásticas de la observación directa y establece hipótesis que explican satisfactoriamente la forma de la Tierra, el motivo de que el fuego queme y el hielo dé frío, de que pegue el pegamento y la luna aparezca en el horizonte al anochecer. Cada niño es una máquina de aprender que imita, que pregunta, que imagina, que se muere de ganas de saber el final de una historia apenas se le ha contado el principio, que señala cada cosa y cada animal con el dedo para saber sus nombres, que nos agota con sus preguntas insaciables sobre todo. Empieza a aprender laboriosamente las primeras letras porque ha hecho el descubrimiento de la equivalencia artificial entre esos signos y los sonidos familiares, y entonces va por la calle queriendo descifrar cada uno de los letreros que encuentra, tirando impaciente de la mano adulta que lo guía.

En esa actitud no somos distintos de los otros primates superiores: lo que nos distingue de ellos es el volumen de todo lo que tenemos que aprender y la capacidad intelectual equivalente, dado que nos adaptamos al medio a través no sólo de la evolución sino de los procesos mucho más rápidos de la innovación, los cuales por fuerza, han de ser adquiridos. Absorbemos de una manera tan profunda lo que hemos aprendido que se nos vuelve natural y nos parece instintivo, lo mismo las palabras de la lengua materna que adquirmos a los tres años que las del otro idioma en el que nos sumergimos en la edad adulta. Aprender bien es olvidar que hemos aprendido.

Verdades obvias, desde luego. Pero conviene no perderlas de vista para apreciar el valor y la dificultad de lo que damos por supuesto, que suele ser lo más importante de la vida. Nuestra existencia entera depende del hábito de la respiración, pero sólo pensamos en ella a no ser que notemos un ahogo. Y quizás, cuando nos hemos convertido en personas razonablemente cultivadas, nos cuesta más apreciar nuestro privilegio y recordar los años de esfuerzo que hemos dedicado al aprendizaje, y la diferencia enorme que hay entre saber algo y no saberlo, entre el analfabeto y el letrado, entre la explicación racional de los hechos y la confusión de la mentalidad supersticiosa o fanática. Tristemente nadie aprecia lo que ha tenido desde siempre. Pero lo que no se aprecia no se defiende, y basta que algo se dé por seguro para que esté en peligro, porque no hay nada valioso que no sea también muy frágil. Quizás por eso algo que sorprende de la España democrática es el poco apego que parece tenerse a la democracia, y el poco prestigio que se concede al saber.

No es una impresión subjetiva, una muestra más de esa cansina pesadumbre con la que los españoles miramos a nuestro país. Tenemos uno de los índices más altos de abandono escolar de la Unión Europea y uno de los más bajos de gasto en investigación científica. Ni una sola de nuestras universidades aparece en las listas de las mejores del mundo. La productividad de nuestra economía no ha dejado de caer en los últimos años, y una de las explicaciones más habituales entre los economistas es la baja cualificación educativa y profesional de mucha gente en nuestro país. Por eso nos encontramos sin alternativas de desarrollo una vez que se ha hundido la burbuja inmobiliaria. No hay político en el poder que no diga esa tontería triunfal de que la actual generación es la mejor preparada de nuestra historia, pero el estado de ánimo habitual entre los que se dedican de verdad a la enseñanza en las aulas –por distinguirlos de la caterva de los pedagogos y los entendidos- ronda con mucha frecuencia la desolación. Desolación ante el bajo nivel de conocimiento que se arrastra de un curso a otro, de la escuela al instituto, del instituto a la universidad, y más desolación todavía ante la dificultad de mantener en las clases una atmósfera propicia al aprendizaje. Algunos levantamos la voz queriendo alertar de esta degradación de la enseñanza hace ya más de 20 años, y se nos llamó alarmistas y reaccionarios. Pero llegaron uno por uno los demoledores informes internacionales a partir de 2007 y la clase política y sus aliados en el establishment pedagógico se mantuvieron inamovibles en su ceguera interesada, en su optimismo catastrófico, en su astucia para eludir responsabilidades.

Reducir el déficit recortando en educación

Ahora, en medio de la que sin duda es la emergencia más grave desde el principio de la Transición, el único remedio que se le ocurre a esa clase política para atajar el déficit es castigar todavía más la educación y la sanidad pública y acabar en la práctica con la investigación científica. Reducen aulas, camas de hospitales, laboratorios, pero no cargos de confianza ni televisiones consagradas al adoctrinamiento partidista o a la simple brutalidad.

Mi indignación es civil y política, pero también personal. Pertenezco a una generación que nació en la mitad del siglo pasado y por lo tanto ha vivido a medias entre dos mundos. Nos hicimos adultos en un país que empezaba a ser próspero, pero tenemos recuerdos muy nítidos de la pobreza y el atraso. Muchísimos de nosotros fuimos los primeros en nuestras familias no ya en llegar a la universidad, sino en terminar la escuela primaria y hacer el bachillerato. Los escritores tienden a atribuirse pasados singulares en los que muy prematuramente ya se insinuaba la predestinación para la literatura. Pero que yo me hiciera escritor no es más significativo, en términos de cambio social, que las carreras profesionales de otros coetáneos míos de parecido origen: profesores, médicos, ingenieros, periodistas, abogados. Cuando nos encontramos por el mundo nos reconocemos sin vacilación, con una fraternidad instantánea basada en la memoria común, que nos alivia de la necesidad de explicarnos.

Algunas veces tenemos recuerdos que parecen más antiguos que nuestras propias vidas. Nuestros padres pertenecen al país del pasado; nuestros hijos al del porvenir. Nosotros, que hemos vivido con plena conciencia el tránsito del uno al otro, no nos identificamos por completo con ninguno de los dos. Dibujamos las primeras letras sobre una pequeña pizarra con un marco de madera y ahora escribimos en un ordenador portátil en el que acarreamos sin peso toda la biblioteca de nuestros trabajos y todas nuestras conexiones instantáneas con el mundo exterior. Nuestros padres segaban con hoces y cavaban la tierra con azadas y nuestros hijos envían a toda velocidad mensajes por el teléfono móvil en un lenguaje cifrado que a nosotros nos cuesta comprender. Nos acordamos de cómo era el mundo antes de la televisión y ahora navegamos con soltura por Internet y mantenemos conversaciones intercontinentales por Skype. Nuestros hijos se mueven por Europa sin fijarse mucho en las fronteras que cruzan, después de haber dado caza en la Red a las tarifas más baratas de vuelos. Nosotros nos acordamos de cuando hacía falta un certificado de buena conducta expedido por la policía para solicitar un pasaporte, y los hombres de la generación de nuestros padres apenas salieron de jóvenes de su pueblo natal para ir al Ejército. Y cuando salían a Europa era para trabajar en tareas agotadoras y muchas veces serviles en países de gente arrogante y hostil que les daba órdenes en lenguas que ellos no entendían. Y cuando nos va a ganar el fatalismo sobre nuestro sistema político una punzada instintiva nos recuerda siempre que por muy defectuosa que sea la democracia nunca es lícito renegar o capitular de ella, porque hemos vivido en una dictadura y recordamos la experiencia de su grosería y su fealdad, y conocemos de primera mano la diferencia entre tener libertad y no tenerla, entre ser un súbdito y ser un ciudadano.

Transmitir la experiencia

Y nos damos cuenta, según cumplimos años y tenemos hijos, de que una de nuestras obligaciones es contar lo que nosotros hemos vivido, explicar con cuidado cómo fueron las cosas para que quienes no las vivieron sepan calibrar cómo son ahora, qué reciente es todo lo que ellos tienden a dar por supuesto qué poco tiempo ha pasado desde que parecía imposible lo que ahora resulta casi aburridamente cotidiano. Pero ésta ha sido inmemorialmente la tarea de la enseñanza y la responsabilidad de las generaciones mayores hacia las jóvenes: la transmisión de conocimientos fundamentales para explicar con veracidad el mundo y para sobrevivir con dignidad en él. La historia entera de la especie humana se basa en ese trasiego permanente de la experiencia acumulada y renovada por las generaciones sucesivas.

Como a mucha gente de mi edad, me criaron personas que poseían saberes prácticos muy valiosos y sutiles y que profesaban una reverencia temerosa hacia las formas abstractas del conocimiento, para ellos inaccesibles. En la mayor parte de los casos escribían y leían con dificultad, pero al decir la palabra “saber” parecía que la pronunciaban con mayúscula. “El Saber no ocupa lugar”, decían. “El que no sabe es como el que no ve”. En 1936, cuando estalló la guerra, mi padre tenía ocho años, y mi madre seis. Los dos dejaron entonces la escuela para no regresar, él forzado a trabajar en el campo ayudando a su abuelo mientras su padre estaba en el frente; ella en una casa de muchos hermanos en la que las obligaciones domésticas le hicieron olvidar pronto una afición precoz a la lectura.

Hombres y mujeres eran conscientes con la misma agudeza de las limitaciones que la falta de instrucción formal imponían en sus vidas, pero las experimentaban de manera distinta. Los varones, a los que uno veía moverse con tanta seguridad y soltura en los trabajos del campo, se volvían medrosos cuando trataban con personas que tenían sobre ellos una posición de poder basada en los privilegios misteriosos del dinero y el conocimiento: funcionarios, médicos, abogados, jueces, inspectores, sacerdotes, figuras de autoridad casi siempre despectiva y muchas despótica que habían accedido a ella por nacimiento o porque tenían estudios. Para defenderse de esa gente hacía falta un dominio de las palabras habladas y escritas equiparable al suyo. Por mucho que se esforzara en su trabajo, un campesino o un artesano sabía que sus posibilidades de progreso eran muy limitadas. Pero abogados, jueces, inspectores, recaudadores, podían quitarle lo que era suyo y arruinarle la vida. La ignorancia era una debilidad y una humillación; un insulto de clase.

Para las mujeres esa conciencia de inferioridad era aún mayor porque reforzaba su posición subordinada hacia los hombres. Nosotros, de niños, imaginábamos que ese era el orden natural de las cosas, y ni siquiera cuando empezamos a alimentar conatos adolescentes de rebeldía política se nos ocurrió que las mujeres en nuestras familias sintieran alguna forma de disgusto hacia el papel que se les asignaba. Para las mujeres de clase trabajadora que no pudieron seguir yendo a la escuela ni tener derechos civiles después de la victoria franquista, la falta de educación formal era una injuria todavía más inmediata, porque confirmaba su dependencia absoluta de padres y maridos, su encierro en la casa y en las labores domésticas, la pura imposibilidad del libre albedrío. Muchos años después, en la democracia, muchas de esas mujeres, quizás en mayor medida que los hombres, acudieron a las escuelas de adultos, queriendo desquitarse de una ignorancia a la que secretamente no se habían resignado nunca.

Una educación pública

Pocas veces ha habido un salto tran grande entre las generaciones como el que hemos vivido muchos de nosotros. Hemos tenido suerte con la época histórica en la que nos tocó hacernos mayores, del mismo modo en que nuestros padres fueron infortunados con la suya. Ahora la incertidumbre angustiosa es cómo será el mundo en el que se están haciendo adultos nuestros hijos. Estamos aquí gracias a dos cosas: la primera, el sacrificio enorme que nuestros mayores hicieron, levantando con su trabajo un país atrasado y en ruinas; la segunda, el acceso a la educación, en el que tanto empeño pusieron nuestros padres. Sería revelador hacer una encuesta entre los hombres y las mujeres que han destacado en cualquier campo de la vida pública desde los primeros tiempos de la Transición hasta el pleno asentamiento de la democracia y la modernidad en los años noventa para saber cuál es su origen social y qué nivel de formación tuvieron sus padres. Cuántos de los legisladores, líderes políticos, investigadores científicos, escritores, cineastas, que han protagonizado el cambio formidable de nuestro país en los últimos 30 años tuvieron la oportunidad de desarrollar sus mejores cualidades gracias, no al privilegio económico ni a la posición social, sino a la educación pública.

Perspectivas insospechadas se abrían con el desarrollo de los años sesenta, propiciado en gran parte por la llegada de millones de turistas y los ahorros enviados de vuelta por millones de emigrantes; pero la más importante de todas fue que muchos de nosotros, al llegar a los 11 o los 12 años, en vez de abandonar la escuela para unirnos a nuestros padres, pudimos seguir estudiando en lugares como un instituto. Las becas eran escasas, y el sacrificio familiar considerable. Pero el ansia de saber más y de tener vidas menos estrechas y el aliento de algunos maestros y de algunos profesores que nos abrían el mundo en el bachillerato cambiaron literalmente nuestro destino. Otros mejor situados socialmente tenían bibliotecas familiares y padres que podían orientarlos y llegado el momento proporcionarles el acceso a redes de influencia. Nosotros dependíamos en exclusiva de lo que aprendiéramos en la escuela y en el instituto. Lo que no nos enseñaran allí no lo podíamos estudiar en ninguna otra parte. El lujo de los libros sólo nos era accesible en la biblioteca pública.

Habría que poder calcular cuántas vidas han sido mucho mejores gracias a la existencia de un lugar como un instituto, a las generaciones de profesores que se han sucedido en sus aulas en el último medio siglo. Con la educación pública no se juega. Sin educación pública sólida, exigente y volcada al impulso de las mejores capacidades de cada persona no hay justicia, ni hay libertad, ni hay progreso.

Nuestros padres veían cumplirse en nosotros un sueño inaccesible para ellos, pero en su satisfacción, en la de los padres más que la de las madres, sospecho, había una nota de melancolía. Notaban que la educación multiplicaba y aceleraba la lejanía inevitable de los hijos al salir de la infancia. El conocimiento que ellos habían reverenciado y que les daba cierto miedo y cierta desconfianza ahora sentían que nos apartaba de ellos. Deseábamos cosas que ellos no comprendían, adquiríamos gustos que los irritaban o los alarmaban. Peor aún, mostrábamos una indiferencia hostil hacia casi todo lo que a ellos les importaba más, precisamente los saberes y los oficios gracias a los cuales nos habían sacado adelante. Repetían, machaconamente: “El saber no ocupa lugar”. Estaba bien que estudiáramos, pero qué daño podría hacernos aprender también los oficios que ellos amaban, el trabajo de la tierra, la capacidad de hacer cosas con las manos.

En el fondo lo que les daba más pena era que no supiéramos apreciar los saberes que ellos dominaban, el conocimiento que no habían adquirido en las aulas y gracias a los libros sino a través de la experiencia directa, de las destrezas aprendidas de sus mayores. Nosotros, los que hemos vivido a medias entre dos mundos, recordamos aún lo que en gran parte ya se ha perdido, el legado de saberes populares que no dejan huella porque se transmitían al margen de la cultura escrita, y porque pertenecían a la gran cultura universal de los pobres, que se borra para siempre como un idioma que nunca se escribió y que ya no habla nadie, pero que contenía todos los nombres y los matices del mundo. No hago romanticismo de la pobreza: simplemente atestiguo la desaparición de una cultura popular que existió hasta ayer mismo, y en la que muchos de nosotros hemos nacido, de la que no sentimos nostalgia, pero hacia la que sería indigno no mostrar lealtad.

Era una sabiduría de la escasez, de la perseverancia, de la autosuficiencia; también, por supuesto, de la confianza en la rutina y el recelo ante los cambios. Era un talento forzoso para aprovecharlo todo al máximo y no desperdiciar nada, para apurar una tajada de carne hasta que no quedaba una brizna en el hueso, para alimentar con sobras a las gallinas o a los cerdos de los que dependía la alimentación de la mitad del año, para zurcir con un primor admirable un calcetín o una camisa, para hacer jabón con el aceite usado, para cocinar un plato sabroso con los materiales más humildes de modo que se aprovecharan y además duraran más en aquellas casas en las que no había frigoríficos.

El valor de la democracia

También esta biografía ha determinado en gran parte mis posiciones políticas y mi militancia apasionada en defensa de la instrucción pública. Como me crié en una dictadura procuro no olvidarme del valor supremo de la democracia, que no es un logro definitivo y por lo tanto seguro y estático, sino un proceso en el que casi todo está en juego cada día. Si no defendemos cada día lo que es evidente corremos el peligro de que nos lo arrebaten. Cada día hay que defender el imperio de la ley, la igualdad de los ciudadanos ante ella, la presunción de inocencia, la libertad de expresión, negándose a rajatabla a admitir coacciones o rebajas. Una de las lecciones que estamos aprendiendo de esta crisis es la escala del despilfarro y de la irresponsabilidad a que puede llegar una clase política cuando no funcionan los controles automáticos de la legalidad, cuando los medios practican con más eficacia el halago cortesano que la crítica y cuando una ciudadanía distraída o anestesiada abandona la vigilancia exigente sobre las decisiones que le conciernen.

Cuando un derecho se ejerce sin conciencia de su valor se convierte en un privilegio. Todo necio, dice Machado, confunde valor y precio, y por eso en España las cosas que se disfrutan gratuitamente no se valoran ni se cuidan, y se piensa que la educación privada es mejor porque es más cara, igual que se cree absurdamente que el agua embotellada y vendida a un precio de estafa es más limpia que el agua del grifo. En este tiempo en que las conquistas del Estado del bienestar están en peligro es más urgente que nunca, si queremos salvarlas, transmitir a quienes las han disfrutado desde que nacieron el conocimiento de lo recientes que son y del esfuerzo de responsabilidad personal y patriotismo civil que es necesario para mantenerlas. Y cuando digo patriotismo me refiero a una actitud muy precisa: no el orgullo bruto del que agita agresivamente una bandera o se considera superior al que tiene otro idioma u otro acento, sino la conciencia lúcida de las cosas fundamentales que nos unen racionalmente a quienes son iguales que nosotros por encima de nuestras diferencias legítimas, y del esfuerzo personal y colectivo que hace falta para salvaguardar el bien de todos.

Una sociedad civil débil

Pero es que la plena ciudadanía en ningún caso es posible sin el conocimiento. Tal vez por eso la clase política española lleva décadas poniendo tanto interés en propagar la ignorancia. La hegemonía abrumadora de las redes políticas y clientelares en un país de sociedad civil tan débil como el nuestro se sustenta en gran medida sobre la resignación o la indiferencia de las inmensas mayorías, que carecen de influencia sobre la selección de candidatos para las elecciones y de cauces de control y de exigencia de responsabilidades una vez los representantes han sido elegidos.

Libres de control efectivo, forzados a la obediencia a los aparatos partidistas de los que dependió su candidatura y de los que dependen por completo sus carreras y sus medios de subsistencia, los miembros de la innumerable clase política española han parasitado cada ámbito de la vida pública y de una administración hipertrofiada que ha de proveer cuantiosas colocaciones para todos ellos. Una administración profesional se basa necesariamente en la austeridad y en el mérito, y es la espina dorsal del Estado de derecho y del Estado del bienestar (maestros, médicos, profesores, jueces, técnicos competentes, policías, administrativos). Pero el contagio clientelar y la intromisión política en el ámbito de decisiones que deberían ser estrictamente legales o técnicas subordinan el mérito a la adhesión partidista y minan a la vez el imperio de la ley y el prestigio del conocimiento. Una cosa que sorprende cuando se vuelve a España de países socialmente más asentados es la omnipresencia de los políticos, de sus trifulcas y sus declaraciones.

Y sorprende todavía más la cantidad de cargos decisorios y bien remunerados para los cuales no se exige más cualificación ni más credencial que el carnet del partido en el poder. ¿En qué país serio cambia el director de un museo o el gerente de un hospital o de un teatro porque ha habido un cambio de gobierno? ¿En qué país decente sobra dinero para coches oficiales y sueldos desmedidos y cadenas de televisión y asesores fantasmas y viajes internacionales suntuosos e inútiles y falta para cubrir sustituciones de médicos o de profesores? ¿En qué país se gasta mucho más dinero público en subvenciones a las corridas de toros y a las procesiones y a los carnavales y a los sanfermines y a los rocíos y a las tomatinas y a las danzas vernáculas que en la investigación científica?

Sin una ciudadanía formada y responsable, el debate político se reduce a palabrería de charlistas, sectarismo partidario y publicidad electoral. Toda la educación obligatoria en una democracia es, en este sentido, una educación para la ciudadanía. El fundamento está en la escuela primaria, y la universidad ofrece especializaciones valiosas, pero donde se adquieren los saberes y las actitudes imprescindibles para ser ciudadano es en el instituto. Sin un conocimiento sólido de la Historia y de la Geografía universales no es posible situarse en el tiempo y en el espacio.

La ignorancia sólo embrutece

Hace falta una rigurosa introducción a las Ciencias físicas y naturales para adquirir una conciencia racional del mundo y de la posición del ser humano entre los demás seres vivos, y para fortalecer la conciencia contra el fanatismo y la superstición. Y es necesario que desde niños se nos vaya introduciendo con sensibilidad, imaginación y rigor en el conocimiento de las artes (la literatura, la plástica, la música) porque es el contacto temprano con ellas lo que nos educa la sensibilidad y nos permite descubrir nuestras mejores inclinaciones estéticas. En un mundo muy competitivo en el que no hay fronteras, no queda más camino hacia la prosperidad que la preparación más completa para el mayor número posible de ciudadanos, unida a un debate público tajante y verdadero sobre los lujos y los gastos inútiles a los que hay que renunciar para mantener lo que es imprescindible.

La ignorancia no libera, simplemente embrutece; la falta de exigencia impuesta en nombre del igualitarismo en la enseñanza pública favorece sobre todo la desigualdad, porque quien tenga medios los invertirá en dar a sus hijos la educación que no reciban en la escuela. Democratizar la enseñanza no es garantizar que todo el mundo tenga un puesto escolar y que cualquier alumno, por ignorante que sea, pueda llegar a la universidad. Democratizar es asegurarse de que cada persona, independientemente de su origen social y educativo y de los medios económicos de su familia, tiene la oportunidad de desarrollar al máximo sus capacidades. Democracia no es que el alumno haga en clase lo que le venga en gana o que el padre o la madre puedan insultar al profesor si le da el antojo: democracia es que un chico encuentre en la escuela los libros que no hay en su casa, y que gracias a ella descubra su vocación para las matemáticas o para la literatura o para la mecánica, y que al cumplir los 18 años pueda votar evaluando racionalmente las posibilidades que se le ofrecen y sabiendo detectar las mentiras halagadoras que se le cuenten. Cuando uno defiende la necesidad de alentar la excelencia y celebrar el mérito, enseguida lo acusan de elitista. Pero no hay ningún elitismo en la excelencia verdadera, porque se la encuentra y se la reconoce por igual en cualquier trabajo y en cualquier forma de saber. Y todos queremos que el piloto o el cirujano a los que confiamos nuestra vida sean, a ser posible, los mejores.

Nadie nace sabiendo, decían los mayores machaconamente. La vida es aprender siempre y disfrutar de ese aprendizaje. Todo puede ser apasionante si se explica bien, porque llevamos la curiosidad en los genes. Bien explicada la astronomía es mucho más apasionante que la astrología, y la historia que cualquiera de las leyendas de pasados novelescos con que los nacionalistas se obstinan en alimentar sus quejumbrosos narcisismos colectivos. La política, con frecuencia, consiste en crear diferencias irreconciliables: la ciencia nos enseña que todos los seres humanos somos una extensa familia; y la descodificación del genoma humano confirma los que ya sabíamos por la literatura: que siendo cada uno de nosotros un ser único nos parecemos tanto que podemos conmovernos con las experiencias de los desconocidos.

El conocimiento racional nos da la medida de nuestras fuerzas pero también la de nuestros límites. Nadie nace sabiendo, y algunos parece que además nacen condenados a la ignorancia y a la miseria, pero gracias a la instrucción pública y a la voluntad personas eminentes han salido de la nada para mejorar modesta o radicalmente el mundo. Las utopías radicales de mayo del 68 se mezclaron con éxito a los intereses del capitalismo de consumo para inculcarnos la idea de que cualquier deseo o capricho es un atributo de nuestra libertad personal: pero la biología, la ecología y la psicología nos avisan de que la gratificación instantánea del capricho sólo produce frustración y ansiedad, y de que los recursos del planeta no son ilimitados.

El Príncipe de Asturias de las Letras, para Antonio Muñoz Molina

El Príncipe de Asturias de las Letras, para Antonio Muñoz Molina

Cómo vivir con dignidad

Nuestra tendencia natural, también alentada por la publicidad, es creer que cada uno de nosotros es el centro del mundo, que nuestra época es la culminación del tiempo, que como en nuestra comarca no se vive en ninguna parte, que nuestros hijos son los más guapos y los más listos, que pertenecemos al pueblo más antiguo, al más perseguido, incluso al pueblo elegido. Desde que Copérnico desbarató la idea de que la tierra era el centro del universo, el conocimiento racional no ha hecho más que ponernos saludablemente en nuestro sitio: somos primos hermanos del gorila y del chimpacé y parientes próximos de la rata de laboratorio y de la mosca del vinagre. El orgullo de las raíces y del origen que tanto les gusta celebrar a los demagogos de la política nos lleva a todos exactamente a la misma patria, las sabanas del África oriental de las que emigraron algunos de nuestros antepasados hace unos 70.000 años.

La idea tan original que tú piensas que acaba de ocurrírsete la pensó hace milenios un egipcio o un griego, y la podías haber aprendido antes y mejor formulada en cualquiera de los libros que no te molestas en leer. Tu soledad no es tan amarga porque la reconoces en un poema escrito por un desconocido. El ser humano no es el rey de la creación ni la medida de todas las cosas: más lúcida y más cercana a la ciencia que la soberbia occidental es la intuición budista y taoísta de que formamos parte de una malla infinita de conexiones entre todos los seres vivos y la materia inerte, y por lo tanto al universo. Aspirantes a caudillos políticos o religiosos quieren robarnos el albedrío en nombre de la adhesión a la patria o a la causa o al reino de los cielos: el conocimiento fortalece nuestra soberanía personal y la fraternidad con nuestros semejantes y nos ayuda a desbaratar las mentiras que nos cuentan. También nos descubre el saber que más falta nos hace: cómo vivir con dignidad, aquí y ahora mismo, honrando a los que vivieron antes que nosotros, cuidando los dones valiosos y frágiles de este mundo, que es el único mundo y el único paraíso posible, trantado de no hacerlo inhabitable para los que vengan detrás de nosotros.

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