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Trump, el americano feo

Máscaras del presidente electo estadounidense, Donald Trump.

Un niño con una chaqueta de camuflaje, una escopeta al hombro y un pájaro muerto en la mano: la portada del último número de 2016 de la revista Jara y sedal fue polémica en España. La asociación de un menor con una escopeta no parecía muy adecuada en una publicación patrocinada por RTVE, es decir, por los impuestos de aquellos que los pagamos. Además, la portada se asemejaba a la publicidad de la Asociación Nacional del Rifle (NRA, en sus siglas en inglés), la organización que agrupa a cinco millones de estadounidenses partidarios del derecho de los ciudadanos a poseer armas de fuego. Hasta el cabello rubio y los ojos claros del chaval recordaban a la NRA.

La americanización de la vida cotidiana de los españoles ha continuado a buen ritmo durante los ocho años que Obama ha pasado en la Casa Blanca. Pese a que estamos lejos de la bonanza económica, en nuestros suburbios han seguido alzándose centros comerciales calcados de los estadounidenses, como el granadino Nevada. Celebraciones como el Halloween y el Black Friday han terminado por añadirse a nuestro calendario. Las conversaciones de las cenas de amigos han girado cada vez más en torno a series televisivas producidas en Nueva York o California. Y en un alarde de sandez, mucha gente se ha acostumbrado a decir que practica running en vez de correr y hace shopping en lugar de compras.

No ha habido con Obama ninguna acción internacional de Washington que haya despertado la indignación de la mayoría de la opinión pública española como sí lo hizo la guerra de Irak en tiempos de George W. Bush. Si Estados Unidos no comete barbaridades ostentosas, si no se lanza a bombardear o invadir un tercer país por meros intereses económicos o por voluntad de exhibir sus músculos, los españoles no se enfadan con Washington. El supuesto “antiamericanismo visceral” de los españoles –un mantra a ambos lados del Atlántico de la derecha neoconservadora- es una falacia.

Una encuesta del pasado junio del Pew Research Centre mostraba que el 59% de los españoles tiene una opinión favorable de Estados Unidos (63% en Francia, 61% en Reino Unido, 57% en Alemania y 38% en Grecia). Ahora bien, es cierto que los españoles no son tan incondicionalmente proamericanos en cuestiones de política internacional como otros pueblos europeos. Y tienen sus razones. Los españoles tienen poco que agradecerle a Estados Unidos, pese a que nuestro país, siguiendo a Francia, tuvo una modesta pero eficaz participación en su independencia del Reino Unido (1775-1783). O al menos, cabría precisar, los demócratas españoles andan escasos de razones para la adhesión inquebrantable. A diferencia de los franceses y los italianos, Estados Unidos no nos liberó de regímenes dictatoriales como los de Pétain y Mussolini. Ni, como hizo con el Reino Unido, nos ayudó a ganar dos guerras mundiales contra Alemania. Ni, como sienten tantos polacos, checos, húngaros y otras gentes del este de Europa, nos sostuvo frente al oso ruso.

Al contrario, en los últimos dos siglos, Estados Unidos nos ha dado unas cuantas puñaladas. Empezó arrebatándole a México en la guerra de 1846-1847 buena parte del territorio que este país había heredado de la presencia española en América del Norte. Siguió haciéndose con Cuba, Puerto Rico y Filipinas, las últimas colonias de ultramar españolas, en una guerra, la de 1898, justificada con el turbio incidente del Maine. Y si la conciencia anticolonial comparte el deseo de liberación de los cubanos, puertorriqueños y filipinos, no puede felicitarse por el hecho de que quedaran sujetos a un nuevo imperialismo.

La doblez que ha caracterizado la acción internacional de Estados Unidos desde que renunció a su aislacionismo fundacional y prefirió convertirse en la nueva Roma, comenzó en 1898. Pero los españoles no necesitamos remontarnos a los tiempos de nuestros bisabuelos para prestar testimonio de que la hemos sufrido en nuestras propias carnes. Todavía somos varios millones los que podemos decir que vivimos nuestra infancia, adolescencia e incluso primera juventud bajo la dictadura del general Franco. Y este agravio sigue picando.

En diciembre de 1959, tras fotografiarse en Madrid con el recién llegado Eisenhower, Franco dijo: “Ahora sí que he ganado la guerra”. La frase, recogida por Carlos Elordi en su libro El amigo americano. De Franco a Aznar una adhesión inquebrantable (Temas de Hoy, 2003), contenía una gran verdad. Hasta ese momento, Franco había vivido con el temor de que, de uno u otro modo, los norteamericanos decidieran derrocarle y terminar así la limpieza de caudillos autocráticos que ya había barrido a sus colegas Hitler, Mussolini y Pétain. Sin embargo, la visita de Eisenhower lo absolvía de sus pecados. Franco pasaba a formar parte de ese “mundo libre” que se enfrentaba con uñas y dientes al comunismo, como lo harían los coroneles griegos, el chileno Pinochet, Videla y los milicos argentinos, el indonesio Suharto y las marionetas que oficialmente gobernaban Vietnam del Sur.

Estados Unidos ya había dado poca cal y mucha arena en la Guerra Civil española. La valentía de los combatientes de la Brigada Lincoln y los intelectuales y sindicalistas norteamericanos que apoyaron a la II República no alcanzó al presidente Roosevelt. Elogiable por tantas otras cosas, Roosevelt se sumó a la política de no intervención de Londres y París, en un intento de apaciguar a Hitler que, como el de Múnich, sólo sirvió para envalentonarle. La democracia checa pagó la factura de Munich; la española, la de la no intervención. Británicos, franceses y norteamericanos terminaron cosechando el deshonor y la guerra.

Ello no fue obstáculo para que, a lo largo de la década de 1950, la que culminaría con la visita de Eisenhower a Franco, en España se fuera desarrollando un cierto sentimiento de admiración hacia Estados Unidos que todavía perdura, el sentimiento del que es pobre y paleto y está dispuesto a reírle casi todas las gracias al extranjero adinerado. Ya en 1953, Berlanga lo contaría en Bienvenido Mr. Marshall con una inteligencia y una gracia que hasta hoy no han sido superadas. España se había convertido en un inmenso Villar del Río deseoso de que le lloviera el maná del Plan Marshall, y sus gobernantes franquistas, en la encarnación del alcalde interpretado por Pepe Isbert. Pero, por no tener, España ni tan siquiera tuvo el Plan Marshall que ayudó a la recuperación de otras economías europeas. Y, dicho sea de paso, aún sigue esperando hoy la explicación que le debe el alcalde. Sobre este y sobre muchos otros asuntos.

De las bases al trío de las azores

Con las honrosas excepciones de Suárez y Zapatero, nuestros gobernantes, desde 1959 hasta hoy, han interpretado el papel del buen gobernador de una provincia que tiene como máximo honor el ser recibido por el emperador. Fraga hizo de Pepe Isbert en 1966, cuando se puso el meyba, llamó a un equipo del No-Do y fue a bañarse en las aguas de Palomares donde había caído una bomba nuclear estadounidense. Y es que el precio a pagar por la aceptación del franquismo como un aliado de tercera división había sido el uso del territorio español para bases militares norteamericanas y de su cielo para los vuelos de la US Air Force.

Felipe González garantizó la pertenencia de España a la OTAN, con la aquiescencia de la mayoría de los votantes, y a cambio recibió unas cuantas dádivas: el desmantelamiento de dos bases militares (aún siguen las de Rota y Morón), la consideración de socio en asuntos europeos y latinoamericanos y la visita a España de Ronald Reagan en mayo de 1985. Pero antes escribí que Villar del Río está dispuesto a reírle casi todas las gracias a Mr. Marshall y el uso del adverbio tenía su intención. Reagan no era popular en la España de los años 1980: buena parte de nuestra opinión pública lo asociaba con prepotencia, juego sucio, retroceso en derechos sociales y belicismo. Hubo caceroladas y manifestaciones callejeras e incluso dos dirigentes socialistas de entonces se negaron a participar en los actos de pleitesía: Enrique Tierno, alcalde de Madrid; y Gregorio Peces Barba, presidente del Congreso.

En todo caso, la actitud de Felipe González respecto a Estados Unidos fue muy digna en comparación con lo que vendría poco después: la alegría infantil de Aznar porque George W. Bush lo tuviera como amigo, le permitiera calzarse botas vaqueras y hasta poner los pies encima de la mesa, lo incluyera en la foto del Trío de las Azores de marzo de 2003 y en la consiguiente guerra de Irak. Aznar se mimetizó tanto con Bush que hasta hacía declaraciones en spanglish de Texas; ni tan siquiera el alcalde de Villar del Río había llegado tan lejos. Ya sabemos cuál fue el precio de sangre que pagó la ciudadanía española.

Donald Trump tiene de antemano muchas papeletas para caer mal en España. Nuestros medios de comunicación han sido unánimes en presentarle como machista, racista y chulo, y, sin duda, lo es. En cambio, Obama es popular en España (75% de aprobación según la citada encuesta del Pew Research Center). Lo es por haber sido el primer negro en la Casa Blanca, por su calidez y simpatía personales, por su agradable familia y por no haber metido al mundo en nuevos líos. Durante su presidencia, la americanización de nuestra vida cotidiana no ha entrado en contradicción con graves divergencias en asuntos internacionales que sacaran a las calles a cientos de miles de ciudadanos. Pero ahora muchos españoles barruntan que la de Trump puede suponer el regreso, y hasta la exacerbación, del unilateralismo y el belicismo imperiales de Nixon, Reagan y Bush. Se ha convertido en algo común decir que Trump es imprevisible. Tal imprevisibilidad en alguien que tiene capacidad para enviar el planeta a hacer gárgaras con tan solo apretar un botón, no es tranquilizadora. Mucho menos en un momento histórico en el que millones de personas ya tienen muchos dolores de cabeza para llegar a fin de mes.

Españoles contra Trump, en tintaLibre de enero

Españoles contra Trump, en tintaLibre de enero

A diferencia de los franceses, italianos, alemanes y japoneses, los españoles no le debemos nuestra actual democracia a la sangre derramada en nuestro suelo por soldados norteamericanos. Estados Unidos apuntaló a Franco y, cuando recién inaugurada esta democracia se produjo el golpe de Estado del 23-F, tampoco fue demasiado rápido y demasiado contundente a la hora de condenarlo. No por antiamericanismo, como se apresurarían a decir los cenutrios, sino por dignidad e independencia de criterio, una probable gran mayoría de españoles no aplaudiría aventuras guerreras de Trump.

Estados Unidos tampoco ha tratado nunca demasiado bien a nuestros parientes latinoamericanos. Desde el expolio de México al embargo a Cuba, pasando por la promoción de tantos dictadores al sur del Río Bravo, sus políticas en América Latina no han sido de las que despiertan nuestro aplauso. Si Trump persiguiera a los hispanos de Estados Unidos y levantara un muro en su frontera con México, eso no mejoraría su popularidad en nuestra península. En 1958 Eugene Burdick y William Lederer publicaron una novela titulada The ugly american (traducida al castellano como El americano feo en ediciones ya descatalogadas de Grijalbo, Bruguera y Martínez Roca) que causó conmoción en Estados Unidos. Ambientada al comienzo de la intervención en Vietnam, planteaba la cuestión de cómo y por qué la simpatía que habían despertado los marines cuando liberaron Europa occidental se había transformado en desconfianza y rechazo. Trump tiene en estos momentos muchas más posibilidades de ser visto aquí como el americano feo que como el amigo americano que personificaron Kennedy, Clinton y Obama.

*Este artículo está publicado en el número de enero de tintaLibre, a la venta desde el día 3. Puedes consultarla haciendo clic aquí. aquí

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