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Democracia y referéndum: medias verdades y falacias

Manifestantes independentistas en la plaza de Sant Jaume en 2014.

Javier de Lucas

Brexit y Trump. Basta con esos dos ejemplos para entender que 2016 ha ofrecido cumplida satisfacción a quienes denuncian el cúmulo de simplificaciones que hay detrás de la reducción del juego democrático a los sondeos. Pero identificar democracia y encuestas de opinión no es la única de esas reducciones. Probablemente resulta más discutible aún la tesis que se ha ido abriendo camino entre nosotros y que, sorprendentemente, vuelve a poner sobre el tapete la afirmación de que la democracia referendaria, en su versión de democracia directa e instantánea, supone la quintaesencia de la democracia a la que hoy deberíamos regresar.

Hablo de sorpresa, porque los debates acerca de que ya G. Bourdeau a comienzos de los años setenta acuñara la distinción entre “democracia gobernante” y “democracia gobernada” y de que se asentara la etiqueta de “democracia referendaria” (antes que Barber y, desde luego, antes que Mouffe y Laclau), no significa ninguna novedad. Es verdad que hoy se recurre a ella en el contexto de lo que Crouch (2004) dio en denominar “la era de las postdemocracias”, vinculadas, como se ha dicho, a la crisis y al “desempoderamiento” de las democracias representativas, que parecen exigir la necesidad de reconocer las consultas populares como los mecanismos idóneos de ejercicio de la verdadera democracia.

Conste que recurro a esa noción amplia de “consulta popular” sin entrar por el momento en sus diferentes manifestaciones, desde las iniciativas populares legislativas al referéndum simple, los referendos consultivos no vinculantes, los referendos vinculantes o los plebiscitos, un concepto, a su vez, susceptible de diferentes modalidades. Lo que pretendo es tratar de argumentar acerca de esa modalidad de lo que se ha dado en llamar “democracia manifestante”, que opone como campo de acción preferente la actuación constante del demos en la calle y, en todo caso, la sumisión de toda decisión de interés general al veredicto de las urnas, por encima de las instituciones propias de la democracia representativa.

Creo que los ya conocidos argumentos de los principales críticos (Bourdeau, Sartori, Offe Wolff, Young, Merkel...) de esa noción de “democracia referendaria” como el paso necesario para recuperar el papel del pueblo o, como se dice con desparpajo, de la calle, entendida como el auténtico demos (suplantado por mediaciones casi mixtificadoras, las instancias de representación) siguen siendo más sólidos que el de tantos entusiastas apóstoles del recurso al referéndum (la voz de la calle) como verdadera, última e infalible instancia democrática. Y creo que eso tiene algunas consecuencias en torno al aparente callejón sin salida en que se encuentra la relación entre el Gobierno del PP que preside Mariano Rajoy, de un lado, y el Gobierno de la Generalitat y el Parlament de Cataluña, de otro, acerca de la convocatoria de un referéndum como exigencia ineludible y vía exclusiva del ejercicio del “derecho a decidir” del pueblo catalán.

Advierte el sentido común que siempre que se adjetiva el sustantivo democracia debemos ponernos en guardia. En efecto, creo que en esta discusión que ha vuelto hoy a primer plano, la de la relación entre democracia y consultas populares, democracia y referendos, sobran bastantes calificativos. En realidad, creo que deberíamos fijarnos en los aparentes truismos (verdades obvias, perogrulladas) que sirven para dar fundamentación a esa pretensión que un referéndum como el que Generalitat y la mayoría del Parlament presentan en términos de inexorabilidad, en tanto que genuina expresión de la voz del pueblo. El catalán, claro, no el español.

El primero de ellos es, a mi juicio, la media verdad que consiste en identificar la esencia de la democracia con el ejercicio de lo que hemos aceptado más o menos acríticamente entender por derecho a decidir o, si se prefiere, según la fórmula al uso, con el ejercicio del derecho al voto como expresión genuina de la democracia. De donde se deduce que todo aquel que pretenda limitar o no digamos prohibir poner las urnas en la calle es un feroz antidemócrata.

No creo que merezca la pena dedicar mucho espacio a la necesidad de matizar lo que insisto en considerar media verdad, si no, al menos también en no poca medida (como mínimo en el uso habitual en la discusión hoy, en el contexto del “problema catalán”) como una falacia. Por supuesto que la democracia tiene que ver ante todo con la autonomía, con el proceso de emancipación de quienes alcanzan la condición de ciudadano y salen así de la de súbdito: recuperar la capacidad de decidir por uno mismo sobre el propio plan de vida es condición sine qua non de la libertad y por tanto, de la legitimidad democrática. Otra cosa es si podemos equiparar ese genuino derecho a decidir, entendido como expresión de la autonomía del sujeto moral y político que debe ser reconocida a todo ser humano, con una condición constante de todo ciudadano a decidir directamente sobre todo lo que le pueda afectar, como individuo y como ciudadano. Y tomo aquí la noción de ciudadano sobre todo en la condición de sujeto del espacio público, es decir, como miembro de un grupo, del demos, que es quien debe definir el interés común.

Cuando hablamos de referendos vinculantes, como el que exige que se celebre “sí o sí” la mayoría del Parlament de Cataluña y el actual Gobierno de la Generalitat, como es bien sabido, es preciso evitar el recurso a una primera falacia. Me refiero a la que afecta a la identificación de la democracia con el principio bruto de gobierno de la mayoría, reconducido en la práctica al dominio de la minoría más relevante. Algo que planteó y no resolvió bien Rousseau, como es más que sabido.

Habrá que recordar otro principio que, en teoría de la democracia es casi otro truismo: el núcleo de la idea de democracia no es tanto el gobierno de la mayoría, cuyo riesgo es la no menos conocida hipótesis de “tiranía de la mayoría” (Tocqueville), sino las condiciones de control y rendición de cuentas del gobierno de la mayoría, lo que nos remite a la separación de poderes y al establecimiento de límites a lo decidible, para garantizar los derechos individuales y los de las minorías.

Sumisión al Estado de derecho

¿Someteríamos hoy a referéndum vinculante un tema de naturaleza constitucional como, por ejemplo, la tortura o la cadena perpetua real a los terroristas o a los violadores de menores? ¿Aceptaríamos la legitimidad de un referéndum vinculante sobre la reducción de los derechos de los refugiados a meras expectativas o recomendaciones, en Alemania en Austria, en el Reino Unido, o, no digamos, en países como Polonia, Chequia o Eslovaquia? ¿Aceptaríamos la pertinencia de la pretensión del presidente Erdogan de “escuchar la voz del pueblo” sobre el retorno de la pena de muerte a la Constitución turca? ¿Podemos y debemos considerar legítimo que a una parte de la población, en función de sus características lingüísticas o religiosas, se le reduzcan los derechos o se les prive de la ciudadanía? La respuesta es no, porque la legitimidad democrática reside en la garantía de esa barrera intocable, incluso para una abrumadora mayoría, la de los derechos humanos individuales, la de la garantía de que esos derechos no pueden rebajarse so pretexto de la condición de pertenencia a una minoría.

Sin la sumisión de la mayoría a lo que llamamos Estado de Derecho y hoy denominaríamos Estado constitucional no hay democracia. Por eso, como se ha dicho, la vía del referéndum para resolver la independencia o no de Cataluña no es la más aconsejable, pues resulta inexorablemente en una exclusión de derechos básicos y de ciudadanía (y también de plan de vida) de una parte de la sociedad civil, la que pierde la consulta. Por eso, como hace notar Sartori, el tipo de referéndum como procedimiento de decisión que se plantea en Cataluña representa un ejemplo de ejercicio democrático de suma cero: el que gana lo gana todo y el que pierde lo pierde todo. En definitiva, lo que gana uno es lo que pierde el otro. No existe, pues, un lugar real para la negociación en la que las renuncias parciales de todos los sujetos que participan en la adopción de decisiones permiten ganancias parciales de todos ellos.

Por otra parte, está claro que cuando hablamos del sujeto, del pueblo como demos, no es posible aceptar subterfugios como el del recurso a la vaga noción de “sociedad civil”, porque sabemos bien de la capacidad de suplantación de ese pretendido equivalente del demos por grupos de presión con medios suficientes como para manipular la opinión pública al servicio de intereses particulares, alejados e incluso contrapuestos al interés de la voluntad general. Ante todo, porque, como sostiene Ferrajoli, para que hablemos de demos, para que hablemos de gobierno del pueblo, ha de haber Constitución o, si se prefiere, legitimidad constitucional,demos que no existe sin el respeto a esos criterios de legitimidad que son los instrumentos jurídicos internacionales de derechos humanos.

La pretensión de enfrentamiento entre ley y democracia es un error de concepto. Como lo es la noción de soberanía en el original sentido formulado por Bodin: la no sujeción del sujeto soberano a otra regla que su voluntad. Eso vale para el autócrata, pero también para el demos: una soberanía que pretende ignorar esas limitaciones no es legítima.

Todo ello no excluye, obviamente, la pertinencia de consultas de referendos si, además de respetar esos límites de principio, reúnen determinados requisitos que han de ser negociados y la clave, insisto, se refiere a quién y cómo decide la agenda de la consulta. El primero de ellos es que, precisamente para que esas consultas populares no devengan en la suplantación del pueblo por parte de una minoría relevante, ese tipo de consultas han de venir precedidas por elementos que despejen las imprecisiones relativas al sujeto. Así, se debe establecer previamente y de forma inequívoca quién es el pueblo a los efectos de la consulta, qué porcentaje de ciudadanos se entiende suficiente como quórum (votos emitidos) y cuántos para admitir que se ha pronunciado en este o aquel sentido la voz del pueblo: ¿basta en ambos casos con una mayoría simple, el 50,1%? ¿Se ha de exigir una mayoría cualificada para lo primero, pero no para lo segundo?

El segundo de los requisitos tiene carácter formal y guarda relación con las condiciones de conocimiento que habilitan la competencia del sujeto consultado. A este respecto, no creo que sea pertinente en el caso del referéndum propuesto por el Parlament y la Generalitat el argumento de la complejidad en los procesos de decisión que invalidaría la consulta porque el demos carece de la cultura y el conocimiento que le habilitaría como competente para la decisión. No me parece así cuando se trata de un referéndum como el que aquí estaría en juego. Por eso creo que no vale la objeción de lo que Sartori denomina enfáticamente “acantilados de la incapacidad cognitiva” en lo que se refiere al pueblo. No, si se avanza en este segundo tipo de requisitos: la formulación clara, inequívoca y suficiente, acerca de la opción y de las consecuencias de la misma.

Cerca de 40.000 inscritos en la protesta contra el juicio a Mas, Ortega y Rigau por la consulta del 9N

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El problema es que si se opta por una formulación plebiscitaria, como ya he recordado, la vía del referéndum se muestra excesivamente simplificadora y difícil (por no decir, imposible) de revertir, lo que va en contra del carácter relativo de los procesos democráticos, de la posibilidad de contraargumentar y convencer para volver atrás en la decisión.

*Este artículo está publicado en el número de enero de tintaLibre, a la venta en quioscos. Puedes consultarla haciendo clic aquí.aquí

 

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