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Democracia Corinthiana

Sócrates, con la camiseta de los Corinthians, en 1983.

Arturo Lezcano

Ocurrió en enero de 1984, a bordo de un avión entre Brasil y Japón. El Sport Club Corinthians Paulista comenzaba una gira por Asia y la expedición charlaba, en el pasillo, de un asunto de calado: uno de sus más jóvenes integrantes, Walter Casagrande, tenía mal de amores. Sus compañeros habían descubierto que el muchacho se había enamorado de una chica semanas antes del viaje y por poco no sube al avión: eran demasiados días sin su proyecto de novia, a quien cortejaba sin saber aún si sería correspondido. Cosa seria. La estampa de Casagrande sorbiendo las lágrimas recostado en el asiento provocó la convocatoria urgente de una asamblea al llegar a Tokio. Un solo punto en el orden del día: ¿Lo mantenemos en la gira o permitimos que vuelva a Brasil para abrazar el amor? Hubo murmullo de dudas. Algunos dijeron que su carrera se resentirían si se iba, otro adujo que por el fútbol llegó a perderse hasta el entierro de su padre. Sólo uno se mostró abiertamente a favor de que el chaval pegase la vuelta: su gran amigo y alma mater del equipo, Sócrates. Finalmente se votó y Casagrande tuvo que pasarse 20 días rumiando la saudade entre vestuarios y aviones al otro lado del mundo. Al regresar, conquistó a aquella chica, que meses después se convirtió en su esposa.

Podría parecer un relato de ficción futbolística, pero es sólo un ejemplo de la organización horizontal del Corinthians de aquellos años, una experiencia colectivista sin comparación en la historia del fútbol. El club funcionaba a base de las decisiones que salían de votaciones en las que todo el mundo tenía el mismo peso, desde el utillero al masajista, pasando por el presidente y, claro, por los futbolistas. “Por primera vez en mi vida me sentí ciudadano”, contó el propio Casagrande en cierta ocasión. No es para menos, pues por entonces Brasil vivía en dictadura. Su ejemplo sirvió además para cambiar la sociedad, no sólo por el proceso vivido dentro del vestuario, sino por su implicación en los movimientos que pedían el fin del régimen militar. Por todo ello, aquel puñado de idealistas vestidos de corto recibió el nombre de Democracia Corinthiana.

Una combinación de carambolas conspiraron a favor del alumbramiento de la Democracia. A inicios de los años ochenta la dictadura brasileña, instaurada en 1964, empezaba a dar signos de apertura, siquiera unas rendijas por donde empezar a respirar algo más que el azufre de los sesenta y setenta. El régimen militar no podía perpetuarse y tampoco las chirriantes estructuras que habían traspasado la política para llegar al fútbol, dominado por cartolas, jerarcas que representaban la figura de hombre fuerte asociado al poder. En el Corinthians gobernaba desde hacía 10 años Vicente Matheus, nacido como Vicente Mateos, pues era emigrante zamorano de Toro. Matheus hizo fortuna en São Paulo con el ladrillo –literalmente: tenía canteras-, y ostentó con mano de hierro el que se consideraba tercer cargo en importancia del Estado de São Paulo, todo un país en términos de extensión y población: tras gobernador y alcalde venía el presidente de Corinthians, el club más popular.

En 1981 no podía presentarse a la reelección y lanzó una candidatura fantasma, con su vicepresidente, Waldemar Pires, como cabeza de cartel. Este ganó, pero se rebeló y desnudó el poder de Matheus apoyándose en otros directivos. Y en esa bola de nieve de contingencias terminó nombrando como director deportivo a un sociólogo llamado Adilson Monteiro Alves, hijo de un consejero y outsider total –había sido dirigente estudiantil y estuvo preso durante la época más siniestra de la dictadura-. Su figura granjeó simpatías inmediatas entre un elenco que dejaba entrever ciertas inquietudes políticas. Su primera medida como mánager terminó de ganárselos. Pidió hacer una reunión (la primera de muchas) y les espetó: “No entiendo mucho de esto. Será cosa de ustedes lo que hagamos de ahora en adelante”. Le tomaron la palabra literalmente. El Jornal da Tarde lo resumió en un titular meridiano: “Os jogadores chegam ao poder”. Pero difícilmente se hubiera hecho realidad sin el carisma de los integrantes de aquel vestuario. Empezando por su hombre más representativo.

Democracia socrática

Tenía nombre de filósofo, era médico de formación, pero pasó a la historia como futbolista. Se llamaba Sócrates Brasileiro Sampaio de Souza Vieira de Oliveira. Melenudo y barbado, estaba fuera del canon: medía 1,91 y calzaba un 38. Sus compañeros le llamaban Magrão (Flaco). El mundo futbolístico lo distinguió, entre otras cosas, por su juego de tacón, con el que era capaz de tirar una pared, hacer un desplazamiento de 30 metros o, incluso, lanzar penaltis (en entrenamientos). Según sus amigos y biógrafos, hacía de la necesidad virtud: su minúsculo pie para su porte de garza le hacía usar el tacón para evitar el giro y que sus articulaciones sufriesen, además de una explicación fisiológica: el hueso le hacía una protuberancia en el talón que le servía de cañón trasero. Cierto o no, su habilidad le dio una visión periscópica única, que acompañada de su tranco inconfundible y su definición fría lo convirtieron en figura de la inolvidable selección brasileña del Mundial de España de 1982, la de Zico, Falcao, Toninho Cerezo y Eder, la de Telé Santana en el banco, la de las exhibiciones de fútbol-arte y, también, la de la Tragedia de Sarrià, el día en que perdieron con la Italia de Rossi. Pero Sócrates fue también estrella en Corinthians: 171 goles en 297 partidos; un ídolo histórico.

Por añadidura, tanto de verde-amarelo como de blanco y negro, vistió el brazalete de capitán, complemento indispensable para entender por extensión la figura de Sócrates dentro del campo: un líder natural que arengaba a la hinchada y dirigía a sus compañeros. Ya era un heterodoxo de origen, nacido en una familia de clase media del interior de São Paulo, con un padre al que vio quemar libros comprometidos después del golpe de Estado de 1964 “por si acaso”. Siguió su particular trayectoria estudiando la carrera de Medicina y todo lo aderezó con una vida bohemia alrededor de la cerveza, su motor y su perdición. Alrededor de la botella construyó un mundo lleno de ideas que transportó luego al vestuario de Corinthians. Rodeado de amigos, proclamaba que entendía la sociedad como una comunidad de iguales, sin patrones ni injusticias. Y lo aplicó en la caseta con un lema escueto: “Un hombre, un voto”.

El halo de rebeldía que dejaba a su paso lo convirtió en un emblema andante. Cuando el entorno se convirtió en un caldo de ideas en ebullición, él levantó el puño, su tradicional forma de celebrar los goles, y el resto lo siguió. “Queríamos poner en práctica la forma en la que a nosotros nos gustaría vivir”, según dijo Casagrande, el joven amigo del Doutor, dentro y fuera del campo. Pichichi, rockero y en continuo devaneo con las drogas –casi pierde la vida en más de una ocasión por sobredosis, ya en este siglo-, fue el compañero perfecto para Sócrates. Pero había más. Si Casagrande fue la sonrisa juvenil de la Democracia, Wladimir fue la muleta indispensable para marcar el nuevo territorio. Lateral zurdo, un obrero del Timão, como le llaman al Corinthians, más de 800 partidos jugados, era el más politizado del grupo, y estaba afiliado desde su fundación al Partido de los Trabajadores de Lula da Silva. Él fue fundamental en aquel grupo donde las ideas brotaban por esporas.

A través de asambleas y votaciones, el Corinthians empezó a darle la vuelta a las relaciones laborales en el fútbol, tradicionalmente jerárquicas, en el que el deportista era más una mercancía a la que extraer plusvalía que el sujeto activo de un deporte cada vez más negocio. Aquí las prioridades se invertían. “Era un sistema perfecto”, decía el propio Sócrates. “Votábamos hasta para decidir si el bus tenía que parar para que alguien bajara a mear”. El primer debate fue básico: la conveniencia de seguir con las concentraciones antes de los partidos. Se tomó una decisión mixta: los casados dormirían en sus casas, los solteros en el club. De ahí se abrió el juego hacia decisiones más ejecutivas dentro del club, referidas a los fichajes, incluidos los del entrenador, o las primas, que pasaron a repartirse entre los empleados del club. Pero había algo más que trascendía el fútbol. En el contexto en el que vivían, en una sociedad donde se levantaban vientos de apertura, ellos se sintieron abanderados de la causa antidictadura. Fue entonces cuando alguien entendió que se gestaba un movimiento digno de bautizar.

Un logo, una marca, un símbolo

Aquello que trascendió como una experiencia colectivista paradójicamente se sirvió de los instrumentos capitalistas más a mano (el marketing, la publicidad) para ganarse un nombre a través de una marca. Monteiro Alves incluyó en la estructura del club a un vicepresidente de marketing, Washington Olivetto, un publicitario que lo vio claro desde su llegada: tradicionalmente asociado a las clases populares, el Corinthians debía ganar visibilidad y espacio en las élites, es decir, entre los posibles inversores y anunciantes para el club. Empezaba a estar de moda, era motivo de charlas y conferencias y, en una de ellas, el propio Olivetto escuchó de boca de un periodista amigo de Sócrates, Juca Kfouri -seguramente el más brillante entre los columnistas deportivos brasileños-, la expresión “Democracia Corinthiana”. Olivetto se frotó las manos e inmediatamente creó un icono para la posteridad. Aprovechando que la camiseta del Timão no tenía patrocinador, le estampó esa frase en la espalda. El logo era un remedo del de Coca-Cola pero tiznado con brochazos de pintura, una explosión de color fuera del molde, un verso libre, democracia en dictadura. Libertad.

El círculo se cerraba: una marca al servicio de un fin loable, con futbolistas icónicos que se autogestionaban y que, también, intervenían como personas públicas en la actualidad del país. Era un movimiento que ejercía un movimiento centrífugo, de dentro del vestuario a las plazas y los mítines en pos del regreso de la democracia que propugnaban desde su mismo nombre. Un detalle: el orgullo de los futbolistas como clase, el hecho de luchar por una sociedad más justa a base de serigrafía y puño en alto, no hubiera sucedido sin que la pelota entrara. Pero la Historia reservaba también para ellos ese punto épico del equipo derrotado que vuelve a ser campeón en ese contexto.

Goles y pancartas

El año 1981 fue horrible para el Corinthians: octavo en el campeonato Paulista y vigésimosexto en el Brasileirão. Pero a fin de ese año, con el advenimiento de la Democracia, todo cambió, también en el campo, con un segundo semestre inolvidable, en el que se alzó con el Campeonato Paulista con imágenes que evocan el imaginario clásico del fútbol brasileño: la hierba por los tobillos, la lluvia torrencial, el juego pausado, los goles acrobáticos. El Corinthians empezó a jogar bola como resucitados por el entusiasmo democrático, con la explosión de Casagrande, el empuje de Biro Biro y el magisterio de Sócrates.

La ebullición dentro del estadio Pacaembú iba en consonancia con la que se vivía en las calles, cada vez más llenas para pedir democracia. Ese año hubo una nueva señal de apertura: la convocatoria de elecciones regionales por primera vez en 17 años. La Democracia no desaprovechó la oportunidad y estampó en su camiseta el lema “Día 15 Vote”, en referencia a los comicios que tendrían lugar el 15 de noviembre. Una iniciativa que, por supuesto, se votó. “Creo que con la decisión conseguimos sensibilizar a mucha gente para que votase”, dijo en ese momento Wladimir.

Fue esa la primera acción política real de la Democracia Corinthiana, y el trampolín para lo que vendría el año siguiente. En marzo de 1983 nació la campaña Diretas Já (Directas Ya), para pedir por medio de manifestaciones que se convocasen elecciones presidenciales y la dictadura cayese por decantación. Fue el momento álgido de la Democracia, que aunaba mensajes políticos con festines sobre el campo. Aquel año repitió título (por primera vez en tres décadas), pero la imagen que quedó para siempre de la final del torneo fue la salida al campo del Corinthians frente al São Paulo. Era 15 de diciembre y más de 88.000 espectadores abarrotaban el estadio Morumbi. Estallaban petardos y fuegos artificiales, salían el árbitro y auxiliares, y por detrás asomaba la alineación del Timão sosteniendo una enorme pancarta que rezaba una frase tan explícita en una dictadura como inusitada en una final de fútbol profesional –o viceversa-: “Ganar o perder, pero siempre con democracia”. Y ganaron, con gol de Sócrates, para locura de una hinchada que a esas alturas veneraba a aquel grupo de diletantes en éxtasis permanente. La fiesta parecía interminable. Pero todo acaba.

El legado

En 1984 continuó la campaña Diretas Já y la Democracia siguió participando. De hecho, fueron invitados para hablar en el palco de la mayor manifestación que se recuerda en la ciudad de São Paulo. En esa época, a Sócrates lo había venido a buscar la Fiorentina para ficharlo, y él, en un alarde de sobreexposición, prometió, a micrófono abierto ante la multitud, que no se iría a jugar a Italia si el régimen aprobaba la enmienda constitucional autorizando elecciones directas a presidente. Aquel proyecto de reforma fue finalmente rechazado y Sócrates terminó yéndose. También se fue Casagrande al São Paulo. El equipo se empezaba a deshilachar y no tardó en ocurrir lo mismo a nivel institucional. A inicios de 1985 Adilson Moreira Alves se presentó a las elecciones del club y las perdió frente a un hombre del viejo Matheus. Se acababa la Democracia Corinthiana, justo cuando la democracia llamaba a la puerta, con la elección del primer presidente no militar en 20 años.

Hoy en día se discute si la Democracia Corinthiana dejó algún legado más que el de la primavera de tres años que sólo cambió la historia del fútbol por un rato. Para algunos seguramente eso supone un fracaso. Para otros, como Sócrates, fue un logro meritorio. Lo dejó escrito en el cierre de su biografía: “Conseguimos probar que cualquier sociedad puede ser igualitaria. Dejamos de lado nuestros privilegios por el bien común, y estimulamos a que todos se reconocieran en otros. Probamos que una comunidad sólo triunfa si se respeta la voluntad de la mayoría. Que es posible darse las manos”.

Golpe de estadio

Golpe de estadio

Al que sus compañeros llamaban Magrão, la Historia le reservó un último detalle redondo. El 4 de diciembre de 2011 falleció en un hospital de São Paulo, por complicaciones derivadas de sus problemas con la bebida. Unas horas después, antes del partido contra Palmeiras, los jugadores del Corinthians lo homenajearon, en un minuto de silencio que puso la piel de gallina, con el puño en alto, el gesto eterno del capitán en el centro del campo de Pacaembu. Había dejado dicho Sócrates: “Quiero morir en domingo y con Corinthians campeón”. Aquel día era domingo y sí, Corinthians se proclamó campeón. Aunque eso, tratándose de la Democracia, es lo menos importante.

*Este artículo está publicado en el número de noviembre de tintaLibre, a la venta en quioscos. Si eres socio de infoLibre, puedes consultar toda la revista haciendo clic aquí.aquí

   

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