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El corazón de París

Una barricada en pleno Barrio Latino, durante Mayo del 68.

Cuando hace 50 años los estudiantes de París arrancaron los adoquines de las calles del Barrio Latino para construir barricadas, descubrieron que estaban colocados sobre un lecho de arena. Uno de ellos –no se sabe quién, varios se disputan la autoría- tuvo entonces la feliz ocurrencia de escribir en una pared de la plaza del Panteón una frase que se convertiría en el mejor resumen del espíritu de Mayo del 68: Sous les pavés, la plage (Bajo los adoquines, la playa).

Una sola frase poética puede contener más verdad que un ensayo académico de 500 páginas. De aquella revuelta puede decirse, en efecto, que estaba motivada por el deseo de recuperar la libertad, la alegría y la despreocupación de los juegos infantiles en la playa. No era una rebelión meramente política –una protesta contra el Gobierno del general De Gaulle-, era mucho más. Tan inspirada por Marx y Bakunin como por Rimbaud y Kerouac, deseaba también cambios sustanciales en el trabajo, el consumo, el sexo y el arte. Esto es lo que la hacía -y la hace- tan desconcertante para las ortodoxias ideológicas de derechas y de izquierdas. Esto es lo que hacía -y la hace- tan atractiva para aquellos que sueñan con un mundo y una vida diferentes.

Resultó de lo más natural que semejante explosión de inconformismo naciera en las calles del Barrio Latino de París. A la sombra del Panteón, una iglesia construida por el rey Luis XV en lo alto del montículo de Sainte-Geneviève que la Revolución de 1789 convirtió en templo del libre pensamiento. Cuando hace medio siglo los estudiantes de París comenzaron a arrancar adoquines para construir barricadas, en el Panteón ya estaban enterrados Voltaire, Jean-Jacques Rousseau, Victor Hugo y Émile Zola, pensadores y escritores comprometidos con las causas antiautoritarias de sus respectivos tiempos.

Viví varios años en París a comienzos de la década de 1990. Mi apartamento estaba en el cruce de la Rue de Sèvres con el Boulevard Raspail, a cuatro pasos del Barrio Latino. Visité con frecuencia el Panteón, por supuesto. Con sus columnas corintias y su elevada cúpula, recrea la arquitectura de la Roma clásica, un explícito homenaje a los orígenes del Barrio Latino. Y es que fueron los romanos los que, tras conquistar en el año 52 antes de Cristo la ciudad gala de Lutecia, prefirieron instalar sus villas, su foro, su anfiteatro y su acueducto en la orilla izquierda del Sena, en torno al montículo que los cristianos luego llamarían Sainte-Geneviève.

Cuando yo pateaba el Barrio Latino en aquellos tiempos, se habían cumplido más de dos décadas de Mayo del 68, pero aquella zona seguía siendo el corazón intelectual y rebelde de Francia. Lo era desde que en la Edad Media se establecieran allí las instituciones universitarias parisinas, incluida la más señera, la Sorbona. El nombre del barrio viene, precisamente, del hecho que el latín fuera durante siglos la lengua oficial de los profesores y alumnos que constituían la mayoría de la población de la Rive Gauche. Nuevamente, fue la Revolución de 1789 la que cambió las cosas, decidiendo que en vez de la lengua de Cicerón usaran la de Molière.

No hay ningún modo científico de predecir una revuelta, una insurrección, una revolución. Los levantamientos populares son el fruto de una combinación de causas objetivas y subjetivas que sólo empieza a hacerse evidente después de que el fuego se haya extinguido. En el caso de Mayo del 68 podemos decir que fueron las propias autoridades francesas las que acercaron la chispa a la muy inflamable irritación estudiantil cuando decidieron cerrar las universidades de Nanterre y la Sorbona a comienzos de ese mes. Los estudiantes lo vivieron como un provocador acto de fuerza: las universidades parisinas siempre habían funcionado con autonomía respecto al poder político.

El legado del 68

Un día de comienzos del verano de 1993 pasé una tarde maravillosa con la escritora Marguerite Duras en su piso del número 5 de la Rue Saint-Benoît, en pleno Barrio Latino. Había ido a entrevistarla para El País Semanal, pero los dos nos encontramos tan a gusto que, una vez apagada la grabadora, seguimos hablando de todo lo divino y lo humano. Colaboró en ello el mucho vino que trasegamos. Yo le había llevado una botella de Rioja que había comprado en un Nicolas, pero, una vez terminada, la autora de El amante sacó dos o tres más de tinto francés. Agarramos una trompa monumental mientras saltábamos de Líbano a Indochina, de la República española a la Resistencia francesa, de mis hijas a sus amores. Mayo del 68 también salió en la conversación, faltaría más. Nos reímos como posesos de los connards que decían que no había servido para nada. Bastaba con salir a la calle para ver la informalidad en el vestir, la presencia de mujeres en la vida pública, el desparpajo de los gais, la preocupación por la ecología y tantos otros fenómenos inexistentes antes de aquellas semanas de barricadas.

Mayo del 68 fue mayormente una revolución cultural en el sentido amplio de la palabra, pero también tuvo efectos políticos. En mis años parisinos el presidente de Francia era François Mitterrand, el socialista que en 1981 le había arrebatado a la derecha el monopolio de la Quinta República, en lo que, sin duda, fue una réplica tranquila del terremoto del 68. A Mitterrand, muy amigo de Duras, le entrevisté una vez en el Elíseo, en la Rive Droite. Pero mi recuerdo más significativo de aquel político tan complejo tiene que ver con el Barrio Latino. Es el de la noche en que Miguel Ángel Bastenier y yo cenamos en el restaurante Dodin-Bouffant, a dos metros de distancia de él.

Mitterrand, al que entonces mucha gente llamaba cariñosamente Tonton, estaba solo, en la mesa número cinco, con una servilleta al cuello para protegerse de las salpicaduras del plateau de coquillages que se estaba zampando. Cuando dio buena cuenta de los crustáceos, le trajeron de postre un soufflé à la framboise. Luego se levantó, saludó con un Bon Soir! al resto de los clientes del restaurante, pagó en la caja sacando unos cuantos billetes de su ajada cartera y se marchó caminando despaciosamente, quizá en dirección a su domicilio particular en la cercana Rue de Bièvre. No llevaba ninguna escolta perceptible. Bastenier y yo supusimos que los guardaespaldas presidenciales debían de ser algunos de aquellos jóvenes motoristas con chaquetones de cuero que había esparcidos por los alrededores.

 

Una barricada durante los sucesos de Mayo del 68, en pleno Barrio Latino. / EFE

En aquellos tiempos el Barrio Latino todavía era un paraíso para los amantes de las librerías, los quioscos, las tiendas de antigüedades, las chocolaterías, las vinotecas y los cines. Pero también ofrecía servicios deportivos y familiares. En las mañanas de los sábados que no tenía ocupadas con el trabajo de corresponsal, yo iba a nadar a la Piscine Pontoise, en la calle que lleva ese nombre. Creada en 1933, era una joya del Art Déco. Y los domingos en que no llovía llevaba a mi primogénita –mi segunda hija aún era un bebé- al Jardin du Luxembourg, a dar paseos en los caballitos ponis. Me encantaba el aire de burguesía ilustrada y progresista que emanaba de todos aquellos lugares.

Al terminar el trabajo, también iba algunas tardes a tomar una cerveza al Café de Flore o el Deux Magots. Esos dos establecimientos eran adyacentes en Saint-Germain-des-Prés, y habían sido los favoritos de los artistas e intelectuales protagonistas de las oleadas francesas de vanguardismo de finales del siglo XIX y los primeros dos tercios del XX: dadaísmo, surrealismo, cubismo, existencialismo, Nouvelle Vague, entre otras. Llámenme lo que quieran, pero me hacía feliz pensar que Verlaine, Rimbaud, Apollinaire y Picasso habían sido clientes habituales del Deux Magots. Y que en el Café de Flore había departido André Breton, Jean-Paul Sartre, Simone de Beauvoir y Albert Camus.

El tiempo que siguió a la Segunda Guerra Mundial, los últimos años 1940 y toda la década de 1950, fue la edad de oro de Saint-Germain-des-Prés. Boris Vian tocaba la trompeta en Le Tabou, en el número 33 de la Rue Dauphine, una de las muchas caves o cuevas del barrio donde se estaba produciendo la importación a Europa del jazz norteamericano. Boris Vian, un formidable escritor heterodoxo (“Yo no busco la felicidad de todos los hombres, sino la de cada uno de ellos”, dice en La espuma de los días), era un apasionado del jazz, varios de cuyos maestros, Charlie Parker y Miles Davis entre ellos, tocaban también en Le Tabou.

Un espíritu anarquista (l´esprit anar) reinaba asimismo en los cabarés de la Rive Gauche donde actuaban los cantautores franceses del momento: Juliette Greco, Georges Brassens, Jacques Brel, Charles Aznavour, Serge Gainsbourg… Tan a la izquierda estaba el Barrio Latino que Mitterrand, lejos aún de conquistar la presidencia de la República, se situaba entre los tertulianos más conservadores de la Brasserie Lipp. Entretanto, Camus, asiduo, ya lo dije, del Café de Flore, sostenía la visión vitalista, solidaria y libertaria del existencialismo que terminaría oponiéndole a Sartre. “Il faut imaginer Sisyphe heureux” (Hay que imaginarse a Sísifo feliz), escribía el futuro Premio Nobel.

Territorio de disidencias

En este territorio siempre crítico y disidente estalló la revuelta de Mayo del 68. Los CRS (la Policía antidisturbios francesa) actuaron a través de los dos grandes ejes –los bulevares Saint-Michel y Saint-Germain- abiertos en forma de cruz por el barón Haussmann en el siglo XIX en el dédalo medieval del Barrio Latino. Los estudiantes, en cambio, sacaron todo el provecho posible a sus viejas, estrechas y retorcidas callejuelas. Y a falta de otra cosa, usaron los adoquines para levantar obstáculos a la acción policial. Ayudados, por cierto, por un viejo anarquista madrileño exiliado en París de nombre Cipriano Mera.

Daniel Cohn-Bendit, un estudiante libertario de la Universidad de Nanterre, es el más conocido de los líderes de Mayo del 68. No pude conocerlo en mis años parisinos, pero –la vida puede reservarte hermosas sorpresas- cené con él en enero de 2011, en la residencia del embajador de Francia en Madrid. Cohn-Bendit andaba por la capital española por asuntos relacionados con la coordinación de los partidos y movimientos ecologistas europeos, y Bruno Delaye, el entonces embajador francés, le organizó una cena, a la que invitó a cuatro o cinco españoles amigos de la República francesa.

Me cayó muy bien. Era un tipo jovial y parlanchín, y aunque ya no emanaba el fervor revolucionario de sus años mozos, seguía pensando desde el criterio de primacía de la libertad. La conversación de la velada se centró en la recién comenzada Primavera Árabe y él y yo sostuvimos que Europa debía ayudar sin medias tintas a los jóvenes manifestantes que se alzaban contra las satrapías en el norte de África y Oriente Próximo. Otros asistentes adoptaron la actitud oficial de la diplomacia europea, esa realpolitik que sostenía que Ben Alí, Mubarak, Gadafi y Bachar el Asad eran preferibles a lo desconocido.

Al final nos hicieron una foto juntos. Antes de que el retratista le diera al botón de su teléfono móvil, susurré al oído de Dani, el Rojo: “Moi, je suis aussi un juif allemand”. Rompió a reír y por eso en la instantánea salimos los dos tan contentos. También con aspecto algo achispado, fruto del vino de Burdeos que sirvió el embajador Delaye.

Nous sommes tous des juifs allemands” (Todos somos judíos alemanes), gritaron los manifestantes de Mayo del 68 a partir del momento en que las autoridades francesas decretaron la expulsión de Cohn-Bendit al otro lado del Rin. Una expulsión aprobada implícitamente por el siniestro Georges Marchais, secretario general del Partido Comunista, que había querido desacreditar la revuelta atribuyéndola a los tejemanejes de un “anarquista alemán”. La frase, otro legado de aquella primavera de rabia y esperanza, es desde entonces habitual para expresar el rechazo al racismo y la xenofobia.

Muere Charles Aznavour, mito de la canción francesa

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Ahora el Barrio Latino se ha gentrificado, en el peor sentido de la palabra. La vivienda está allí carísima y las librerías, los teatros y los cines han ido siendo sustituidos por las tiendas internacionales de lujo y moda que pueden verse en cualquier ciudad del mundo. Pero Voltaire y Rousseau, que tanto se detestaron personalmente cuando estaban vivos, siguen juntos en el Panteón, en dos hermosas tumbas situadas justo a la entrada. La historia les ha condenado a dormir el sueño eterno como buenos hermanos. Con razón. Sus pensamientos, complementarios, fueron los tatarabuelos de Mayo del 68.

*Este artículo está publicado en el número de mayo de tintaLibre, a la venta en quioscos. Puedes consultar todos los contenidos de la revista haciendo clic aquí.aquí

 

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