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Bajarse al moro

Imagen del Café Baba en Tánger.

En 1989 Fernando Colomo dirigió una comedia que se llamaba Bajarse al moro. Contaba la historia de unos madrileños que viajaban al norte de Marruecos para ganarse unas perrillas traficando con hachís. La expresión ya era de uso popular en la España de aquel tiempo: a lo largo de las décadas de 1970 y 1980, Marruecos se había convertido en el Katmandú de muchos jóvenes españoles. Algunos bajaban allí para comprar el cannabis rifeño o tan sólo para fumarlo; otros para adquirir piezas de su extraordinaria artesanía; todos para beber té con yerbabuena, comer cuscús, perderse por las laberínticas medinas o bañarse en unas playas entonces vírgenes en comparación con las españolas.

La mayoría de aquellos viajeros podían suscribir lo escrito por Domènec Badia i Leblich, más conocido universalmente como Ali Bey: “Entré en el Puerto de Tánger el 29 de junio de 1803, a las diez de la mañana. La sensación que experimenta el hombre que por primera vez hace esta corta travesía, no puede compararse sino con el efecto de un sueño, pasando en tan breve espacio de tiempo a un mundo absolutamente nuevo”. Ali Bey, recuerden, fue un espía que, disfrazado de príncipe musulmán, envió Godoy a la corte de Marruecos. No averiguó ningún secreto de Estado, pero terminó siendo un gran explorador del norte de África y Oriente Próximo.

Hoy modernos puertos, aeropuertos y autovías acogen al extranjero que llega al reino jerifiano, pero la peculiaridad del lugar y de sus gentes no tarda ni cinco minutos en hacerse evidente. Marruecos es un país tan diferente social y culturalmente como al alcance de la mano. El buen viajero, por supuesto, es el que sabe disfrutar de esa peculiaridad, el que sólo lleva en su mochila mental el deseo de saborear cada momento que sea distinto a su vida cotidiana. No ese cuñado que, desde el primer instante, no cesa de hacer comparaciones siempre despectivas para los visitados y siempre elogiosas para el terruño propio.

Si el viajero es espabilado, no tardará demasiado en encontrar en la alteridad de Marruecos huellas muy vivas de lo ibérico. Antes de que Ali Bey fuera allí a espiar, cientos de miles de judíos y musulmanes, vecinos seculares de la piel de toro, habían encontrado al sur del Estrecho un refugio frente a las persecuciones inquisitoriales de los Reyes Católicos y sus sucesores. Lo sefardí, lo morisco y lo andalusí impregnan el alma y la vida magrebíes tanto como lo bereber, lo árabe y lo africano. En cierto modo, se podría decir que viajar a Marruecos también es viajar a nuestro pasado.

Apasionados del fútbol español

Las relaciones entre los dos países ribereños del Estrecho son buenas desde que Zapatero puso punto final en 2004 a la belicosidad con que las afrontaba el matamoros Aznar. Esta sintonía oficial ha regado la tradicional hispanofilia de los marroquíes, sobre todo los del norte, y de ello se benefician el más de un millón de españoles que cada año visitan el país magrebí en lo que llevamos de década. En el lenguaje de las medinas, se traduce en la pregunta de si uno es del Real Madrid, el Barça o el Atlético de Simeone. Aunque no sea futbolero, sonría cuando se la hagan. Es una de las maneras que tienen los marroquíes, apasionados por este deporte, de decirle al visitante español que están al corriente de los asuntos de su país. O, por decirlo de otro modo, que lo consideran un pariente, una especie de primo segundo.

Chauen y Marrakech ya no son las de los años hippies, cuando los encantadores de serpientes, las boticas bereberes y los músicos Gnawa no vivían de las propinas de los extranjeros. Siguen siendo lugares vitales, hermosos y divertidos, pero no han podido evitar la tendencia de nuestro siglo a convertir ciertos espacios históricos en parques temáticos para domingueros, como les ha ocurrido a Barcelona o Venecia. La medina de Fez, en cambio, sigue siendo un auténtico vientre medieval y gargantuesco, un “intestino sagrado” como la llamó Manuel Vicent. No sé por cuanto tiempo, así que mejor conocerla hoy que mañana. La ciudad de Tánger, por su parte, conserva su encanto esencial: el de cruce de caminos, el de la noche canalla, el de la liberalidad de su gente.

Y si usted busca aventuras, Marruecos le ofrece todavía muchas no demasiado transitadas: la ruta de las Kasbahs, el desierto del Sáhara, las aldeas montañosas del Rif y el Atlas, tantas playas atlánticas aún vacías de hoteles y urbanizaciones… En todo caso, allá donde vaya, sea viajero y no turista, como diría Paul Bowles. Los marroquíes son grandes actores y actrices, siempre están interpretando un papel. Súmese a la comedia interpretando usted su propio personaje, el que le apetezca, siempre y cuando encaje en la representación teatral de cada momento.

Tengo muchos amigos marroquíes. Son gente que habla varios idiomas, muy al corriente de por dónde va el mundo, maravillosamente hospitalaria y dotada de un gran sentido del humor. También son susceptibles. El error más lamentable que alguien puede cometer en Marruecos es faltar al respeto. Los marroquíes tienen en alta estima su dignidad individual y colectiva y pueden ser ásperos si sienten que el extranjero la pone en cuestión. ¿Quiere usted hacer alguna crítica constructiva? Hágala siempre que sea en manifiesta clave de broma. Verá como le ríen la gracia. Los marroquíes adoran la complicidad.

La religión, material sensible

El cuidado debe ser especial en materia religiosa. La mayoría de los marroquíes son creyentes y hasta practicantes. Asuma este hecho y acepte, por ejemplo, que no le dejen entrar a curiosear y hacer fotos en el interior de las mezquitas. Tampoco se pierde usted gran cosa, se lo aseguro. Ninguna de ellas es un patrimonio de la humanidad tan indiscutible como la Mezquita Azul de Estambul o la Jameh de Isfahán, aunque muchas sean muy lindas vistas desde el exterior, lo que ya es suficiente, y alguna, como la de Marrakech, cuente con un alminar tan esbelto como la Kutubía, pariente, por cierto, de nuestra Giralda.

No se empeñe en husmear. Usted ya sabe lo que hace la gente, tras descalzarse, en el interior de las mezquitas: practicar sus abluciones e inclinarse ritualmente en dirección a La Meca. Algo que sencillamente puede contemplarse en las mismísimas calles al mediodía de cualquier viernes. Sea asimismo respetuoso en materia vestimentaria. No hace ninguna falta ir en bragas o calzoncillos por mucho que apriete el calor. Un pantalón y una camisa de algodón no asfixian a nadie, ni tan siquiera en el agosto magrebí, y pueden evitarle miradas, comentarios o piropos que usted podría considerar subidos de tono o hasta desagradables.

Ahora ya ha pasado el Ramadán del año 2018, pero si alguna vez está en Marruecos durante ese período, haga el favor de no comer, beber o fumar ostentosamente en la calle durante la jornada solar. Hacerlo es una falta de tacto con la gente que lo está pasando fatal porque sigue el ayuno del mes sagrado musulmán. Nadie, se lo aseguro, va a impedirle que usted se ponga ciego en su casa u hotel.

No se empeñe en intentar encontrar en Marruecos la lógica de los alemanes. Está usted en un territorio mental diferente. Por ejemplo, allí hay muchas más cosas prohibidas oficialmente que en España, pero bastantes de ellas pueden hacerse siempre y cuando sea de un modo discreto. La regla vendría a ser más o menos la siguiente: absténgase en el espacio público de tal o cual cosa, pero siéntase libre de practicarla detrás de los muros de una vivienda si no lo hace de modo escandaloso. La tolerancia con la vida privada puede llegar a ser muy amplia. Esto sirve para la fiesta, las relaciones sexuales y las drogas.

Recuerde que el hachís está aún más prohibido que en España. Y sin embargo, todo el mundo sabe que en Marruecos se cultivan las plantas del cannabis y se fuman sus derivados. Pues eso: haga como los autóctonos, sea listo. Fume donde vea que fuman ellos y, si me acepta el consejo, no intente convertirse en camello, muy especialmente en camello pequeñito.

La cárcel de Tánger está llena de españoles que fueron sorprendidos en carreteras, puertos o aeropuertos intentando exportar productos rifeños. La mayoría son traficantes minoristas y algunos de ellos incluso fueron denunciados por sus propios proveedores, a fin de ayudar a la Policía a cumplir con sus cuotas internacionales de detenciones. Si usted quiere de veras ganar pasta con este negocio, compre a lo grande y jamás transporte el material personalmente. Su proveedor se lo colocará al norte del Estrecho.

Regatee. No en el precio del hotel, la comida o la gasolina, por supuesto, pero sí en cualquier compraventa de artesanía o servicios personales. Marruecos ya es Oriente, nuestro Oriente más próximo, y el regateo es allí un modo milenario de alcanzar un precio final tan justo para el cliente como para el proveedor.

Ya sabe usted que no hay reglas en este asunto, salvo las del sentido común. No haga una contraoferta insultante; ármese de paciencia y, de nuevo, de buen humor; haga teatro, tanto teatro como ellos. Que si soy un español pobre y no un rico alemán; que si, mira, puede ser que el precio que pides sea correcto, pero yo no tengo ese dinero, así que no puedo permitirme el lujo de comprar tu alfombra; que si, bueno, en realidad tampoco me gusta tanto… Jamás cometa el error de manifestar desde el primer momento un entusiasmo desmedido por nada. Esto reduce a prácticamente a cero sus posibilidades de obtener un sabroso descuento sobre el precio de salida.

Marruecos es un país bastante seguro, tanto o más que España. Por dos razones: por la religiosidad de su gente y por la dureza con la delincuencia de su Policía y sus jueces. El extranjero, en particular, está muy protegido. A mí me han llegado a robar en Tánger un iPhone que llevaba negligentemente en el bolsillo trasero de mis vaqueros, pero acto seguido unos transeúntes agarraron al ladrón, le arrebataron el móvil y vinieron corriendo a devolvérmelo para mi pasmo. Y digo pasmo porque ni siquiera me había dado cuenta de que me lo habían quitado.

No pretenda cambiar el país

El robo con violencia es muy raro. Más común, sin embargo, es la acción de los descuideros en las aglomeraciones, aquellos pícaros que, como me ocurrió aquella vez en Tánger, te levantan la cartera o el teléfono sin rozarte un pelo. Contra ellos no hay mayores precauciones que adoptar que las habituales en la madrileña Puerta del Sol o Las Ramblas de Barcelona. En cuanto a los vehículos, lo mejor es dejarlos a cargo de esos gorrillas que hay en todas partes. Por cinco o diez dirhams son capaces de dejarse la vida para proteger tu medio de transporte. Es su oficio. Tan digno como el del bombero que apaga un fuego.

Viaje, pues, a Marruecos tan ligero de equipaje como de prejuicios. Dispuesto a participar en un modo de vida tan naturalmente sensual como el de un pueblo andaluz. Buen clima, comida sabrosísima, olores intensos, contrastes tremebundos, gente sonriente en su modestia y hasta su pobreza, alegres musiquillas por doquier, una tradición cultural y urbanística muy bien conservada, mucho mejor que en la mayoría de los otros países árabes.

Y no pretenda cambiar usted solo el país. Si, como es mi caso, cree que sus niveles de incorruptibilidad, derechos humanos y justicia social son manifiestamente mejorables, súmese a los muchos marroquíes que luchan a diario por ello. No vaya de cruzado extranjero.

Me ha gustado que el ayuntamiento de Manuela Carmena le haya puesto el nombre de Juan Goytisolo a una plaza céntrica de Madrid. Goytisolo fue feliz en las décadas en las que vivió en Marruecos, hablando con sus vecinos en su propia lengua, esa variante del árabe llamada dariya. Él era homosexual, progresista y heterodoxo, y siempre me resultó fascinante que hubiera encontrado un paradójico refugio en un país formalmente mucho menos democrático que los de europeos. Las cosas no son tan simples como a veces parecen.

Toma la ruta alternativa

Toma la ruta alternativa

Ahora los restos del autor de Makbara reposan en el llamado cementerio español o cementerio marítimo de Larache, junto a los de Jean Genet, otro gran escritor disidente del siglo XX. Amén de recomendarle a usted la visita a ese camposanto iluminado por el sol atlántico, permítame subrayarle que Goytisolo y Genet jamás fueron turistas, fueron viajeros.

*Este artículo está publicado en el número de verano de tintaLibre, a la venta en quioscos. Puedes consultar todos los contenidos de la revista haciendo clic aquí.aquí

 

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