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La casa como rebeldía

Retrato sin datar de la escritora Víctor Català.

Anna Caballé

¿Qué entendemos por una vida rebelde? La vida es tan tornadiza que resulta difícil encajar a los seres humanos en un solo patrón de conducta… Aun así, lo hacemos y, por ejemplo, solemos asociar la rebeldía a alguna forma de temeridad, pues vida rebelde es aquella que, de algún modo, se pone en contradicción con el mundo en que se vive, en algo disiente abiertamente de él y tiene la valentía de exponerlo públicamente, de vivirlo como realidad, su realidad.

No todos pueden hacer lo que todo el mundo sin preguntarse de dónde viene lo que hacen y adónde va. No siempre se pueden aceptar las cadenas de la opinión dominante, aunque desde el Romanticismo hasta nuestros días sintamos una fascinación extraordinaria por las vidas rebeldes a lo James Dean, una nueva forma, un tanto insensata, de idolatría, que ha invadido nuestra cultura y nuestras costumbres. Por ello, también asociamos la rebeldía a la excentricidad, pero ahora la excentricidad es la norma social, la que tiene más seguidores. Todo es doble y contrario, decía Emerson. La suma de lo que somos es un sistema de compensaciones: lo que es defecto por un lado, se ve compensado por otro… Ese es el núcleo de la complejidad humana. Y eso hace a veces muy difícil marcar los límites entre una vida rebelde y otra que no lo es.

Hay tantas rebeldías que no lo parecen… ¿No era rebelde la poeta Emily Dickinson? Las coincidencias vitales de la estadounidense con la escritora catalana Caterina Albert, conocida por el pseudónimo literario de Víctor Català, son sorprendentes y un día merecerían ser estudiadas. Ambas gestaron en la soledad del hogar la obra más extraordinaria y original que pueda imaginarse, ambas tuvieron vidas sutilmente rebeldes. Las dos un día decidieron recluirse en su habitación y de allí ya no salieron. La vida de Víctor Català (L’Escala, Girona, 1869-1966), sin embargo, no ha sido apenas estudiada, a pesar del indudable interés que ofrece.

Cuando publica sus Drames rurals en 1902 -su primer y gran éxito-, tiene 32 años y un montón de manuscritos y proyectos metidos en un cajón. Algunos verían la luz en años sucesivos, entre ellos su obra maestra, Solitud (aunque para mí todo lo que salió de su pluma tiene la misma maestría), otros quedarían abortados, inertes, fruto del carácter de su autora, tantas veces sobrepasado, sobreexigido por las circunstancias que la rodeaban. La circunstancia, que diría Ortega, funciona siempre como su principal motivo de reflexión, el eje de toda su obra. ¿Qué sería de cualquiera de nosotros sin las circunstancias vitales que nos rodean, que surgen de improviso ante nosotros y marcan nuestro camino en una determinada dirección? Ella misma poseía un talento artístico que no conseguía definirse: el dibujo, la pintura, la arqueología, la literatura… Todo era objeto de su vasta curiosidad intelectual. Una anécdota es suficiente, tal vez, para explicar su temperamento independiente, aunque permanentemente sofocado.

Retrato en la pared

Tenía ocho o nueve años cuando, movida por su pasión por el dibujo, se decidió a pintar en las blancas paredes del comedor de su casa la silueta de un hombre con sombrero de copa y polainas que no le cabía en el cuaderno. Dibujar correctamente la suela de las polainas la tenía más que ocupada y su libro de gramática castellana estaba lleno de bocetos. Un día, se levanta muy pronto, solo las sirvientas trajinan en la casa, y acomete, decidida, su tarea, que va a mantenerla atareada toda la mañana.

Está embebida de su propia y magnífica inspiración, que va ocupando más y más tramos de pared hasta que una de las sirvientas entra en la estancia, horas después, para dar comienzo a los preparativos del almuerzo. Queda estupefacta ante la visión de la pequeña Caterina, despeinada, con la cara tiznada de tanto mojar en su saliva el carboncillo que utiliza y absorbida por el desenfreno pictórico. Va a la cocina y regresa con sus compañeras de oficio, que quedan igualmente estupefactas. La niña no cabe en sí de felicidad, casi ha concluido el espléndido dibujo y el público que tiene enfrente muestra a todas luces su asombro. La gente de la casa va acumulándose en el comedor, incluidas su madre y su abuela.

Nadie se atreve a tomar partido ante aquella insólita situación hasta que, finalmente, llega el padre, malhumorado como era su costumbre cuando se levantaba tarde y mal, y pregunta “Què passa?” abriéndose paso ante aquel concurso extraordinario de gentes. La pequeña Caterina está feliz, disfrutando del asombro generalizado. Pero aquella felicidad, fruto de una idea avasalladora y concluida después de muchas horas de trabajo, le dura muy poco… Los gritos de Lluis Albert empiezan a oírse por toda la casa. Esta sería la única vez que su padre la golpearía con dos o tres sonoras bofetadas, ordenando que borraran de inmediato “aquella porquería”. “Y mi rosada esperanza era expulsada ignominiosamente, desplomada, golpeada, convertida en un harapo. Es el triste destino de las esperanzas infantiles … No creo haber sufrido en la vida un desengaño tan grande, tan completo”.

Pero algo más grave ocurrió a continuación y es que su madre, agobiada por los gritos del marido, cogiendo un elegante cuchillo con el mango de marfil del bufete, empezó a rascar la pared afanosamente para aplacar su enfado. Caterina, sintiéndose traicionada, reaccionó queriéndolo impedir con todas sus fuerzas, lo que agravó la cólera del padre y el desespero de la niña al ver a su querida madre en tan cómplice y destructora actitud. El escándalo creciente entre los tres personajes fue cortado en seco por la abuela, que arrebatando a la niña de los brazos y manos de padre y madre, se la llevó al jardín mostrándole una blanca y larga pared. En lo sucesivo, le dijo tranquilamente, puedes utilizarla como lienzo, hasta cubrirla por completo: “Ya ves, aún sales ganando”. Y así fue. La pequeña Caterina pasaría horas dibujando en las paredes del jardín las figuras que acudían a su mente. Se convirtió en su álbum de estudios, hoy desaparecido. Poco después decoraría los laterales de la tartana de la casa, por encargo del empleado encargado de cuidarla. Para ello se inspiró en paisajes y figuras del natural, sin falsos embellecimientos. No tenía más de 11 años.

En su vejez, Víctor Català recuerda aquellas anécdotas de su infancia y escribe: “Este sentido recto del natural que poseo, rememorado ahora y esclarecido por la reflexión, muy adentro, me permite pensar que yo habría llegado a pintar, de haberme dado la oportunidad apropiada, no sometiéndome sin discernimiento a maestros que violentaran mi temperamento, sino dejándome ir a mi aire (que es lo que, en todo, he tenido que hacer siempre, si quería sacar algún provecho), eligiendo mi propio camino a través del atajo que proporcionan los museos y las colecciones de arte”.

Genio solitario

El genio solitario de la niña Caterina Albert guardaba ya, en ciernes, a la gran naturalista que sería Víctor Català. Hallándose con sus condiscípulas nunca se fundía con ellas. Había cierta atmósfera de alejamiento que nunca le permitió considerarse como una más; no era una alumna de la señora Gràcia, era una niña que iba a la escuela. Toda su vida conservaría esta peculiar distinción: sin ser altanera ni afectada o vanidosa (nada más lejos de su carácter), en todo tiempo puso y guardó cierta distancia entre ella y los demás, lo que hizo que su influencia moral y literaria fuera mucho menor de lo que podía haber sido. Muchas de sus amistades, como la mantenida con el poeta Joan Maragall, debieron limitarse a la correspondencia. Su aislamiento íntimo, hogareño, compensado por una exquisita cortesía que desconcertaba a quienes esperaban vérselas con una virago de campeonato, procedía sencillamente de que no se parecía a nadie.

La única persona a la que Albert permitió cruzar el umbral de su ser más verdadero fue su madre: Dolors Paradís i Farrés. Cuando muere el 12 de octubre de 1932, a los 89 años, su hija (que tiene 63) queda inconsolable: “La muerte de mi madre ha sido para mí un golpe tan fuerte, que toda mi vida ha quedado desencuadernada… Ella lo era todo para mí: madre, hija, amiga íntima, compañera inseparable… El centro de todos mis pensamientos y estímulo de todas mis acciones (…) Y ahora pierdo de pronto tanto bien, sola y desamparada en mí misma, no sé adaptarme a la nueva y tristísima situación”. Se lo confiesa a su amigo Francesc Matheu meses después, sin poder levantar cabeza.

Un año antes del fallecimiento de su madre, y ante la inminencia de la desgracia, la angustia de la escritora era ya imponderable. Se había instalado como una obsesión dolorosa en su mente y no le daba sosiego. “Si no come ni duerme ¿qué fuerzas espera Vd. tener para seguir en la lucha?”, le reprocha dulcemente su amiga Matilde Ras. Después, la muerte le dejaría un enorme vacío en el corazón.

Salomé a solas

Salomé a solas

De la personalidad materna Caterina Albert había extraído la sutileza de pensamiento y la ternura suficiente para sacar adelante su proyecto existencial, hecho, sin embargo, a costa de muchas renuncias personales. Dolors Paradís, a pesar de su fragilidad física, era una mujer de inteligencia despierta, carácter tolerante, sensata y capaz de ofrecer a su talentosa hija, siempre inmersa en vacilaciones y dudas sobre su propia valía e identidad, la seguridad que necesitaba. Creer en su propia mirada sobre el mundo supone la necesidad de todo artista. Cuando muere su madre, la obra de Víctor Catalá casi puede darse por concluida. Pero si digo que el acontecimiento más definitivo en la vida de esta singular escritora fue la muerte de su madre, ¿quién va a creerse que hablo de una vida rebelde?

*Este artículo está publicado en el número de verano de tintaLibre. Puedes consultar todos los contenidos de la revista haciendo clic aquí.aquí

 

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