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Cabeza de gardenia

Jane Bowles, en un retrato de Carl Van Vechten.

No conocí personalmente a Jane Bowles: cuando fui por primera vez a Tánger, hacia 1980, ella ya llevaba unos cuantos años bajo tierra. Había muerto un día de mayo de 1973, en una clínica psiquiátrica de Málaga llevada por monjas. Las monjas, según denunciaba su viudo, el escritor y compositor Paul Bowles, se habían aprovechado de la debilidad de Jane para empujarla a convertirse al catolicismo antes de exhalar su último suspiro. Asilo y conversión, una salida de escena doblemente triste para la mujer que se definía a sí misma como “coja, judía y lesbiana”.

Jane Bowles es una de las escritoras más fascinantes del siglo XX. Su obra literaria es corta, muy corta —“una novela, una obra de teatro y seis relatos breves”, informa Millicent Dillon en la web que preserva el legado de Paul Bowles—, y su público siempre ha sido minoritario –es “una escritora para escritores”, dice Dillon—. Así que, en realidad, es su personaje lo que hace que Jane Bowles fuera y siga siendo tan atractiva. Ella fue la gran dama del Tánger internacional de los años 1940-1950, aquel período en que la capital del Estrecho era de todos y de nadie, un prodigioso refugio para disidentes de todo pelaje. Frágil e independiente, brillante y neurótica, mística y divertida, Jane Bowles cautivó, entre otros muchos vecinos o visitantes de aquel Tánger, a los norteamericanos Truman Capote y Tennessee Williams, al marroquí Mohamed Chukri y al español Emilio Sanz de Soto. Un magnetismo que se prolonga en lo que llevamos de siglo XXI. El cineasta José Ramón Da Cruz la hace interactuar con William Burroughs en su filme Tangernación (2013); yo mismo la revivo, para que tenga una aventura con la ficticia Olvido, en mi novela Tangerina (2015).

Su nombre de soltera era Jane Auer. Nació en Nueva York en 1917, en el seno de una ilustrada familia judía de origen búlgaro, y fue una niña enfermiza que, entre otras cosas, contrajo tuberculosis y tuvo que pasar una larga temporada en un sanatorio de Suiza. En su infancia y adolescencia, señalan sus biógrafos, Jane desarrolló tanto una intensa pasión por la literatura como unos cuantos temores y obsesiones. También adquirió una ligera cojera, fruto de una caída de caballo. Ninguna de estas señas de identidad la abandonaría jamás.

Parejas legendarias

La primera juventud de Jane se situó en el barrio bohemio e intelectual de Greenwich Village, donde la -en esto, muy desinhibida- muchacha tuvo relaciones sentimentales y sexuales con hombres y mujeres, descubriendo poco a poco que prefería las segundas. No obstante, en 1937 conoció en Nueva York a Paul Bowles, con el que se casó el año siguiente. Pasaron su luna de miel en América Central y Jane situó allí algunas localizaciones de Dos damas muy serias (Two serious ladies), la novela que publicaría en 1943. El matrimonio Bowles vivió en Nueva York hasta 1947, año en el que se trasladó a Tánger, ciudad que Paul ya había explorado con fascinación durante la década anterior por consejo de Gertrude Stein.

En Paul Bowles, el recluso de Tánger (1996), Mohamed Chukri escribió: “Paul y Jane formarán parte del grupo de parejas célebres que pasarán a la memoria de este siglo, como Aragon y Elsa, Sartre y Simone de Beauvoir, Dalí y Gala o Fitzgerald y Zelda, entre otras”. La naturaleza del pacto íntimo entre los Bowles fue durante sus vidas objeto de múltiples especulaciones, pero hoy ya lo tenemos claro. “El matrimonio tuvo relaciones sexuales durante un año y medio más o menos; Jane y Paul tuvieron después vidas sexuales separadas”, escribe Millicent Dillon en la web antes citada. Chukri, por su parte, sostenía que aquel matrimonio era una fórmula para blindar a cada uno de sus miembros frente a propuestas de heterosexuales. Así lo escribió: “Cuando le preguntaban a Paul Bowles por los motivos de su matrimonio con Jane, él contestaba: 'Para librarnos, yo de las mujeres y ella de los hombres”.

Paul y Jane Bowles se convirtieron en un faro en el Tánger internacional, tan relevante como los de Espartel y Malabata. Su presencia en la ciudad atrajo a dos generaciones consecutivas de escritores norteamericanos: la perdida y la beat. Truman Capote, Tennessee Williams, William Burroughs, Jack Kerouac, Allen Ginsberg y Patricia Highsmith fueron de los que cruzaron el Atlántico para visitar al matrimonio Bowles y se quedaron encantados con la liberalidad, también en materia sexual y de drogas, de aquel Tánger internacional. A Jane le gustaba contar que el autor de A sangre fría había dicho una vez que algunos se sentían en “estado de gracia” ante San Pedro del Vaticano y otros en “estado de sabiduría” ante la Acrópolis de Atenas, pero que todos se sentían en “estado de libertad” en el Zoco Chico.

Aquel Tánger luminoso, cosmopolita y tolerante era un imán para artistas heterodoxos, homosexuales perseguidos, luchadores por la libertad, amantes de los estupefacientes y toda una patulea de espías, contrabandistas y estafadores. Pero también era sorprendentemente seguro y pacífico. Además de los ya citados, así lo sintieron el fotógrafo Cecil Beaton, el pintor Francis Bacon, los escritores Jean Genet y Juan Goytisolo y hasta los Rolling Stones en las temporadas que pasaron allí. Y así lo contaron dos hispano-tangerinos geniales, los dos homosexuales y amigos de Jane Bowles: Ángel Vázquez, Antoñito, autor de La vida perra de Juanita Narboni, y ese maestro de diletantes que fue Emilio Sanz de Soto.

El estatuto de ciudad internacional de Tánger obedecía, evidentemente, a una situación colonial. No obstante, los Bowles se esforzaron por promocionar a artistas marroquíes. Sin la ayuda de Paul, el pintor Ahmed Yacoubi, el escritor Mohamed Chukri y el narrador oral Mohamed Mrabet jamás habrían salido del anonimato y la marginalidad. Paul, afirma el escritor francés Daniel Rondeau, era “un activista del mecenazgo directo”.

En aquel Tánger el castellano era la lingua franca de sus diversas comunidades religiosas, nacionales y culturales, y tanto Paul como Jane lo leían y hablaban con toda naturalidad. Pero, por supuesto, escribían en su inglés natal, y en esa lengua Paul alumbró su novela El cielo protector (The sheltering sky, 1949), la historia de una pareja neoyorquina que llega a Tánger y desde ahí emprende un viaje hacia el sur de Marruecos en el que ambos terminan disolviéndose; una historia que Bertolucci llevaría al cine en 1990. En cuanto a Jane, escribió a la vera del Estrecho su obra de teatro En la casa de verano (Summer house), escenificada en Broadway en 1953 con una tibia acogida de la crítica y el público. Esa reacción y sus muchas inseguridades le provocarían a Jane el bloqueo del escritor ante la página en blanco. Jamás pudo terminar una segunda novela. Eso la hizo sufrir mucho.

Jane —Yeini, en transcripción fonética, para los amigos— se consagró a la vida social. Ninguna de las fiestas de los más célebres expatriados en Tánger –el aristócrata inglés David Herbert, la multimillonaria estadounidense Barbara Hutton y compañía— tenía gracia sin la presencia de aquella mujer con aspecto de golfillo, mirada pizpireta, una leve cojera, amplia cultura, hilarante humor judío y reacciones sorprendentes. Pero Jane se entregó también a la bebida hasta la náusea. “Se podía liquidar ella sola, y de una tacada, una botella entera de ginebra”, contaba Chukri, otro tremendo bebedor. Su salud física y mental empezó a quebrantarse seriamente.

Mientras Paul llevaba su homosexualidad con mucha discreción, Jane se vanagloriaba de su pasión por las mujeres, contaba Chukri. En 1952, en la casa tangerina de los Bowles habitaban también el pintor Yacubi, del que Paul estaba enamorado, y una sirvienta marroquí llamaba Cherifa, con la que Jane estaba desarrollando una relación de peligrosa dependencia. Jane tenía celos de Yacubi y se quejaba de que siempre estaba intentando sacarle dinero a Paul. Paul, por su parte, decía que Cherifa había encantado a Jane con sus pociones mágicas.

Sabemos que Jane conoció a Cherifa en la primavera de 1948. Se la presentó el propio Paul, que la había conocido previamente en el mercado de granos donde la marroquí vendía cereales. Cherifa, poco agraciada físicamente, amén de grosera, pesetera y hasta cruel, no tenía el menor encanto a los ojos de los amigos de los Bowles, pero Jane se enamoró locamente de ella. Decía que lo que la que más le gustaba de Cherifa era, precisamente, su fealdad física y moral. Se la llevó a casa y la convirtió en su amante.

La relación entre Jane y Cherifa fue adquiriendo con los años unos tintes sadomasoquistas que inquietaban a Paul. Este desasosiego aumentó cuando Paul comenzó a sospechar que Cherifa había envenenado a su querido loro Cotorrito y embrujaba a su esposa con recetas de la hechicería tradicional marroquí. La propia Jane contaba que había encontrado un día debajo de su almohada un pañuelo de tela que contenía un amasijo de uñas, pelos y coágulos de sangre. Los Bowles, muy interesados en la cultura popular marroquí, no menospreciaban este tipo de cosas.

Cherifa se convirtió en la criada, la amante, la hechicera y hasta la dueña de Jane, lo que no impidió a la neoyorquina tener aventuras esporádicas con otras mujeres. En Tangerina la imaginé seduciendo en 1956 a mi personaje Olvido. Así relaté su primer encuentro: “Jane Bowles sonrió y eso casi la afeó: la parte superior de su dentadura era prominente como la de un equino. Vestía con una camisa masculina a cuadros —de leñador canadiense, habría dicho Carlos— que llevaba abotonada hasta el cuello. La falda era larga e informe, calzaba chanclas artesanas de cuero y una pulsera bereber de plata rústica ceñía su muñeca izquierda. Su pelo era oscuro y rizado y lo llevaba muy corto: despejado en la nuca, dejando las orejas al aire y formando un simpático casquete sobre una frente abombada. Era delgada y no muy alta. A Olvido le cayó bien instantáneamente”.

El 13 de marzo de 2015, recién publicada esa novela, quise agradecerle a Jane Bowles su colaboración —tonterías de escritores, ya saben—, y, de la mano de mi amigo Antonio García Maldonado, visité su tumba en el cementerio de San Miguel, en Málaga. Guardé un minuto de silencio ante una robusta lápida de mármol negro, donde habían sido grabadas dos inscripciones. En la parte central se leía: Málaga a Jane Bowles 1917-1973. En la inferior, en blanco, figuraba el calificativo con el que la llamaba Capote: Cabeza de gardenia.

Una deliciosa mentira y una compleja verdad

En 1957 Jane Bowles sufrió en Tánger un derrame cerebral y terminó siendo ingresada en una clínica psiquiátrica de Málaga. Allí pasó sus últimos tres lustros de vida y allí murió en 1973, a los 56 años de edad y no sin que antes las monjas la convirtieran al catolicismo, a ella, que nunca fue religiosa, pero siempre se identificó con la cultura judía. Fue enterrada en el cementerio de San Miguel, en una tumba sin nombre adornada con una cruz de madera. Y a punto estuvieron sus restos de terminar en una fosa común.

Lo impidió la tenacidad de Alia Luque, una joven estudiante malagueña admiradora de su obra y su personaje. En 1996, al conocer que los olvidados restos de la escritora Jane Bowles iban a pasar pronto a un osario, Alia Luque pagó para que le permitieran a ella llevárselos a Marbella y darles allí la sepultura que merecían. Este gesto individual removió las conciencias de un puñado de intelectuales y escritores malagueños, que emprendieron una campaña para que el Ayuntamiento de la ciudad andaluza asumiera la dignificación del enterramiento. El resultado, en 1998, fue la tumba ante la que yo me recogí en 2015.

Emilio Sanz de Soto solía decir que el Tánger internacional fue “una deliciosa mentira”, y los dos términos de la ecuación —“deliciosa” y “mentira”— me parecen muy bien traídos. Jane Bowles, no obstante, fue una compleja verdad. Con sus dudas y rabietas pueriles que alternaba con aquellos momentos de viveza y humor en los que se convertía en el centro de atención de reuniones que incluían a algunos de los más grandes cerebros y las más grandes fortunas del momento. Con su enrevesada relación con Paul, en la que ninguno de los que los conocieron a los dos duda de que se quisieron mucho, cada cual a su manera. Con su valentía para asumir su lesbianismo y su debilidad para ser esclavizada por Cherifa. Con su ardiente deseo de ser una escritora profesional y su temprano bloqueo ante la página en blanco.

La enfermedad de la belleza

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Quizá nunca fue feliz. Ello la hace aún más adorable.

*Este artículo está publicado en el número de verano de tintaLibre. Puedes consultar todos los contenidos de la revista haciendo clic aquí.aquí

 

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