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La biblioteca clandestina

Imagen de archivo de un joven picando el muro de Berlín.

Marta Rebón

En la década de 1980, la imagen inequívoca que presagiaba el final de la Guerra Fría detrás del Telón de Acero fue la de las estanterías de casas y librerías que, de repente, se llenaron de títulos prohibidos o bien desprovistos de los tijeretazos de la censura. Entonces, la mejor literatura en ruso no se publicaba, y a menudo no se escribía, en la Unión Soviética. Muchas obras de quienes no se expatriaron dormitaban en los cajones de sus creadores o circulaban clandestinamente, de mano en mano, en copias mecanografiadas o manuscritas (samizdat) cuyas frágiles hojas servían como metáfora de la precaria situación de sus autores. Además del muro físico alzado para frenar las deserciones de disidentes, existía, pues, otro —el literario—, que dejaba fuera los títulos que los lectores soviéticos ansiaban leer, mientras se cedía todo el espacio a los oficiales, la mayoría de los cuales hoy no figuran ni como nota a pie de página de la literatura universal, a la que sí pertenecen, en cambio, los reprobados Ajmátova, Bábel, Aksiónov o Tsvietáieva.

Las filtraciones de obras a través del muro, cada vez más poroso, hasta que se produjo su derrumbe, aportaron paulatinamente otra reunificación anhelada: la biblioteca clandestina, la de los libros peligrosos, con la biblioteca de los títulos permitidos, esos que nunca tuvieron que vivir en la sombra. Poco más de dos años antes del fin de la separación forzosa de Berlín, Joseph Brodsky —el más brillante de los escritores expulsados en los setenta—, en su discurso de aceptación del Nobel, dijo en Estocolmo: “Puesto que no hay leyes que nos protejan de nosotros mismos, ningún código penal es capaz de prevenir un verdadero crimen contra la literatura; aunque podemos condenar la supresión material de la literatura —la persecución de escritores, los actos de censura, la quema de libros—, somos impotentes en cuanto a su peor transgresión: la de hacer que no se lean los libros. Por ese crimen, una persona paga con toda su vida; si el culpable es una nación, paga con su historia”.

Si damos por bueno el dicho “dime lo que lees y te diré quién eres” —aunque, en opinión de François Mauriac, aún se conoce mejor a alguien por lo que relee—, lo ocurrido en Rusia en los seis años de la glásnost (1985-1991) no ha conocido parangón en la historia. El concepto de novedad editorial cobró un sentido distinto, ya que entremezclaba recuperación, descubrimiento y arqueología literaria. Figúrenselo: algunas de las principales novelas del siglo pasado de las décadas anteriores se pusieron a la venta en ese sexenio, rivalizando con la generación de nuevos autores, que de pronto tenían la libertad de escribir sobre y cómo quisieran, es decir, rompiendo con las directrices que desde el congreso de escritores de 1934, con la imposición por decreto del realismo socialista como única corriente artística válida, vaciaron de alma y de todo espíritu crítico la prosa, el teatro y la poesía. Había la urgencia de llenar las lagunas que la censura, en un saqueo despiadado, había ejercido sobre una joven tradición literaria, la rusa, que se había desarrollado en muy poco tiempo. Como afirmó Vladimir Nabokov: “Un solo siglo, el XIX, bastó para que un país prácticamente carente de tradición literaria propia crease una literatura que, en valor artístico, en la importancia de su influencia, en todo salvo en volumen, es equiparable a la gloriosa producción de Inglaterra o de Francia, aunque en estos países la creación de obras que han permanecido se hubiera iniciado mucho antes”.

Los lectores rusos, después de la hambruna de letra impresa, se dieron todo un festín. Las editoriales y las voluminosas revistas literarias —resistiendo al cada vez más pobre abastecimiento de papel— se lanzaron a publicar todos aquellos títulos a los que solo habían tenido acceso los estrechos círculos de la disidencia. Sofia Petrovna, de Lidia Chukóvskaia, se codeaba con El doctor ZhivagoEl doctor Zhivago, de Borís Pasternak; Nosotros, de Yevgueni Zamiatin, con La facultad de las cosas inútiles, de Yuri Dombrovski; Relatos de Kolimá, de Varlam Shalámov, con el Réquiem de Anna Ajmátova; Habla, memoria, de Vladimir Nabokov, con El fiel Ruslán, de Gueorgui Vladímov; Alamedas oscuras, de Iván Bunin, con los versos de Ósip Mandelstam; o Corazón de perro, de Mijaíl Bulgákov, con La zanja, de Andréi Platónov. Junto con ellos, las generaciones posteriores de Dovlátov, Ribakov, Petrushévskaia, Makanin, Aleksiévich… Y, como guinda, dos títulos polémicos e incontestables que causaron el impacto más profundo, Archipiélago Gulag, publicado por primera vez en la Unión Soviética el año de la caída del muro, así como en el año anterior Vida y destino, de Vasili Grossman. En el primero, Solzhenitsyn no dejaba libre de culpa ni al hasta entonces sacrosanto Lenin, responsable de haber plantado la semilla de “el fin justifica los medios” y creador del que serviría como prototipo de campo de prisioneros en una isla del mar Blanco; en el segundo, Grossman confrontaba, como ante un espejo, a los dos totalitarismos más destructores del siglo XX. Eran años en los que cobraba todo su sentido un viejo proverbio ruso citado por Solzhenitsyn en 1970, también en Estocolmo: “Una palabra de verdad pesa más que el mundo entero”.

Palabras verdaderas, datos y análisis: eso era lo que buscaban los lectores después de toda una época de lo que hoy se ha dado en llamar “hechos alternativos”, es decir, realidad falseada. “Como es sabido, en nuestra prensa solo las erratas dicen la verdad”, ironizó Serguéi Dovlátov en Los nuestros. Pero ¿dónde encontrar fuentes fiables para contestar dos preguntas ya formuladas en el siglo XIX? Esos interrogantes eran qué hacer (Nikolái Chernishevski) y a quién culpar (Aleksandr Herzen). Por eso, el género dokumentalnost (documentalismo) eclipsaba a los demás, con especial atención a las memorias, entre las cuales sobresalieron las de Nadiezhda Mandelstam, Yevguenia Guinzburg y Nina Berbérova. En la depuración de la conciencia nacional, primó la exposición de los hechos, como exigían los tiempos, y en algunos casos sobre el refinamiento estético. Había sed de testimonios autobiográficos. Y los hechos de los que se escribían no eran solo pretéritos, sino que también señalaban los del momento: la malograda situación económica, la escalada de la corrupción, el crimen, la degradación medioambiental, el consumo de drogas y alcohol, el empobrecimiento del campo, la guerra ruso-afgana.

Ay, la misteriosa alma rusa… Todos se esfuerzan por comprenderla, buscan desentrañar su esencia en las novelas de Dostoievski. ‘¿Qué hay detrás del alma rusa?’, se preguntan todos. No es más que un alma: nos gusta charlar en las cocinas, leer libros. La lectura es nuestra ocupación favorita. Y también nos gusta ser espectadores… Estamos rodeados de Oblómovs, tumbados en los sofás esperando un milagro”. Después de la reunificación alemana, los rusos abandonaron el papel de figurantes, aunque, como sostuvo la Nobel bielorrusa Svetlana Aleksiévich, no supieran qué hacer con la libertad. Gorbachov declaró que en 1990 se había acabado con la división artificial de Europa y con las razones para la confrontación militar, política e ideológica, pero, advirtió, “hay algunas amenazas muy graves que no se han eliminado: el riesgo de conflicto y los instintos primitivos que lo posibilitan, los conatos de agresión y las tradiciones totalitarias”. Los escritores postsoviéticos tuvieron que aprender a complacer el gusto del mercado.

Lo ocurrido en las décadas siguientes hasta hoy se encuentra en otros libros. Y en el humor. El comunismo fue el camino más largo entre el capitalismo y el capitalismo, rezaba un chiste de la época.

Somos esclavos de nuestras metáforas. Churchill popularizó la del Telón de Acero. Pero incluso el acero —o, mejor dicho, el hormigón armado—, nunca es impenetrable en lo que respecta al intercambio de ideas. Al igual que la música prohibida —el jazz y el rock— se seguía escuchando en los cincuenta en copias realizadas en radiografías de huesos para nutrir el mercado negro soviético (la música ósea o roentgenizdat), los manuscritos también entraban y salían sirviéndose de métodos variopintos. La fuerza de la literatura consigue abrirse paso tarde o temprano, aunque todo conjure en su contra: microfilmada, mediante valija diplomática, en maletas o incluso dentro de pasteles. Al fin y al cabo, como sostuvo Serguéi Dovlátov en 1984, “es absurdo dividir la literatura en oficial y clandestina, en rusa y soviética, en la de dentro y en la de la diáspora. Solo existe una literatura: la mundial”.

Berlín 1989-2019

Berlín 1989-2019

* Marta Rebón (Barcelona, 1976) es escritora y una de las más destacadas traductoras de autores rusos (Tolstói, Grossman, Gógol, Pasternak) en lengua española.*Este artículo está publicado en el número de noviembre de

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