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Gloria a Hong Kong

Imagen de una de las protestas en Hong Kong.

Los policías antidisturbios de Hong Kong tienen el gatillo fácil… bueno, en realidad, todos los antidisturbios del mundo lo tienen ahora. Se saben impunes: nada de lo que hagan contra los manifestantes, por desproporcionado y feroz que sea, les va a costar ni tan siquiera una suspensión temporal de empleo y sueldo, ya no digamos un despido o un encarcelamiento. Al contrario, todas y cada una de sus actuaciones van a ser aplaudidas de oficio por el gobierno de turno, los grandes medios de comunicación y el amplio sector conformista de la opinión pública. Décadas de sacralización de aquellos funcionarios que detentan el monopolio de la violencia han conseguido que los meros conceptos de abuso o brutalidad policial desaparezcan del debate público, como si fueran tan mitológicos como el Can Cerbero.

El caso es que, en el último tercio del año 2019, mientras los carabineros chilenos se especializaban en dejar tuertos a cientos de manifestantes por el procedimiento de soltarles granizadas de perdigones, los antidisturbios de Hong Kong creaban un serio problema de salud en la antigua colonia británica con sus intensivos lanzamientos de granadas lacrimógenas contra los disidentes. A los bebés y niños de Hong Kong les salían ronchas, los pájaros de la ciudad morían asfixiados y miles de adultos que jamás los habían tenido sufrían ahora problemas respiratorios, según informaba la revista médica The Lancet. Tras varios meses de intentar reprimir las protestas callejeras con, entre otras cosas, el lanzamiento de unas 10.000 granadas de gases lacrimógenos, la Policía de Hong Kong había conseguido contaminar amplias zonas de la sobrepoblada ciudad. Sus gases, fabricados en China, terminaban produciendo dioxina, un compuesto altamente tóxico según la Organización Mundial de la Salud.

La revuelta de Hong Kong luchaba por el mantenimiento de un mínimo de libertades en la antigua colonia británica y se enfrentaba al deseo de la República Popular China de ir terminando con las peculiaridades democráticas de ese territorio. La protesta había arrancado en junio y continuaba en diciembre, convirtiéndose así en la más larga e intensa de 2019, un año en el que en muchos otros lugares del planeta —como Francia, Líbano, Irak, Egipto, Chile, Bolivia, Colombia…— cientos de miles de jóvenes salieron a las calles para expresar su hastío por el rampante autoritarismo político y la creciente desigualdad socioeconómica. Jamás tanta gente se había manifestado con tanto vigor en zonas tan diversas del mundo desde 2011, cuando la revista Time declaró persona del año en su portada al manifestante (The Protester). 2011, recuérdese, fue el año de la Primavera Árabe —los alzamientos a favor de la dignidad y la libertad que derrocaron a los tiranos de Túnez, Egipto, Libia y Yemen— y también el del movimiento Occupy Wall Street en Estados Unidos, los indignados del 15M español y las protestas en Atenas, tres grandes movilizaciones occidentales que tuvieron en común el malestar por el injusto reparto de los costes de la Gran Recesión.

Ocho años después del 15M, ese malestar se había agravado en muchos lugares del planeta. El capitalismo salvaje no había sido domado lo más mínimo a lo largo de la segunda década del siglo XXI; al contrario, se había asilvestrado aún más, se había hecho más cruel y obsceno. Lo evidenciaba en 2019 la masiva revuelta de la juventud de Chile, un país que llevaba lustros siendo citado por los propagandistas neoliberales como ejemplo de “éxito económico” en América Latina.

Algo había cambiado, sin embargo, a lo largo de la segunda década del siglo XXI. En 2011 Time presentó al manifestante arquetípico como un joven con un gorro de lana y la boca tapada con un pañuelo, más o menos la imagen del personaje tan crítico con el sistema como pacífico que la derecha española llama perroflauta. Pero si la revista hubiera repetido aquella portada a finales de 2019, el manifestante no habría sido el mismo, no. El de 2019 habría llevado algún tipo de casco, unas gafas de soldador, una máscara antigás y un puntero láser, una imagen de estética urbana apocalíptica a lo Blade Runner habitual en las protestas de Hong Kong.

La conversión del manifestante hippie de 2011 en el guerrillero urbano y cibernético de 2019 es el fruto de la falta de respuestas positivas del poder a las reivindicaciones expresadas pacíficamente a lo largo de la segunda década del siglo. Seguros de su fuerza persuasiva y represiva, sin tener que competir con ningún sistema alternativo desde el colapso del soviético, los regímenes del capitalismo salvaje, sean autoritarios como el chino o democráticos como el francés, han hecho oídos sordos a las demandas de un poco más de equidad. A diferencia de lo que ocurría antes de la caída del muro de Berlín (la Francia de De Gaulle, por ejemplo, respondió a Mayo del 68 con concesiones salariales y laborales a los trabajadores), los gobernantes de ahora no dan su brazo a torcer. Consideran una muestra de debilidad todo lo que no sea contestar a garrotazos. En el mejor de los casos, las manifestaciones son disueltas por los antidisturbios con balas de goma y gases lacrimógenos. En el peor, como hizo Al Asad en Siria, a tiros y cañonazos.

Pero donde las dan las toman: el guerrillero urbano y cibernético de Hong Kong replica al policía antidisturbios de nuestro tiempo, y este se inspira a su vez en Robocop, el personaje de una película de ciencia ficción de 1987. Los antidisturbios de ahora son iguales en todas partes: gigantes forzudos y completamente acorazados desde las botas hasta los cascos. Su apariencia mecánica parece corresponderse con un alma también mecánica cuando ejercen su oficio. Cuando bajan de sus autobuses, pisan el asfalto y otean a los manifestantes, un reflejo pavloviano les impulsa a golpear sin piedad a cualquiera que cometa el error de cruzarse en su camino. A esto último se le llama “resistencia a la autoridad” y “agresión a la fuerza pública”.

Y así, con los gobiernos negándose a ceder un ápice y ofreciendo la actuación de los antidisturbios como una única respuesta, ha terminado por reabrirse un debate que parecía cerrado: el que se interroga sobre la eficacia y la legitimidad del uso de la violencia por parte de manifestantes que aspiran a mayor libertad y mayor justicia. Rompió el fuego —nunca mejor dicho— el movimiento francés de los Chalecos Amarillos en el otoño de 2018. Espontáneo, sin organizadores, líderes o portavoces, este movimiento nació a partir de las redes sociales como protesta por una subida del impuesto a los carburantes y pronto asumió otras quejas relacionadas con el deterioro galopante de las condiciones de vida de las clases populares europeas. Pero si algo les distinguió desde el principio fue su falta de complejos a la hora de alterar la ley y el orden. Dejaron claro que les importaba un comino que los políticos y las televisiones les pusieran a caldo por sus formas de protesta: el bloqueo de carreteras y el enfrentamiento con la Policía.

El regreso del cóctel Molotov

La revuelta de Hong Kong, también horizontal, sin ideólogos ni líderes, adoptó una combatividad semejante: resucitó el uso del cóctel Molotov, habitual en los años 1960 y 1970, y le añadió la novedad del lanzamiento de flechas. Allí donde los movimientos de 2011 como el 15M habían tenido un cuidado especial en evitar cualquier cosa que pudiera ser presentada como violencia por parte del poder y sus medios de comunicación, los franceses y los chinos de 2019 no dudaban en enfrentarse con los antidisturbios y destruir contenedores de basura, mobiliario urbano y vehículos aparcados. En el otoño de 2019 su ejemplo ya era seguido en las protestas en Cataluña por la sentencia del procés y en las que se desataban en Chile a raíz de una subida en el precio de los transportes públicos.

En un artículo de Enric Bonet publicado en Público, Romain Huet, profesor en la Universidad de Rennes y autor de Le vertige de l’émeute (El vértigo del motín), declaraba que el uso de la violencia por parte de los Chalecos Amarillos respondía “al sentimiento de que no se puede influir políticamente expresando la indignación tan solo de forma pacífica”. A tenor de la experiencia de lo que llevamos de siglo XXI, los Chalecos Amarillos, señalaba Huet, habían interiorizado que las protestas apacibles, por masivas que fueran, no daban resultados. Enric Bonet recordaba en su artículo cuáles habían sido los argumentos contra la violencia que habían suscitado amplios consensos desde finales de los años 1970: “La acción violenta ahuyenta a las personas más pacíficas e impide manifestaciones masivas. Los disturbios favorecen la represión policial. Los incidentes distraen la atención de los medios que dejan de hablar de las reivindicaciones de la calle. La violencia solo genera más violencia”. Esos argumentos, sin embargo, ya no parecían ahora tan indiscutibles.

Con obras como El fracaso de la no violencia, del anarquista norteamericano Peter Gelderloos, se reabría un debate habitual en los movimientos democráticos y obreros del siglo XIX y las primeras dos terceras partes del siglo XX: ¿no es absurdo renunciar de antemano al uso de la fuerza para defenderse? Como es habitual en este tipo de fenómenos políticos y sociales, la ferocidad de la represión policial servía de gasolina a los disturbios. El lanzamiento masivo de gases lacrimógenos en Hong Kong acrecentaba la rabia de los luchadores por la democracia. Los disparos con munición real de policías y militares provocaban decenas de muertos en Chile, Irak y Bolivia y aumentaban la indignación de los manifestantes. Incluso en Francia la dureza policial provocaba en 12 meses un balance desconocido allí desde Mayo del 68: dos muertos y 2.500 heridos, de los cuales 24 habían perdido un ojo y otros cinco una mano. Y todo ello para que en diciembre de 2019 las protestas sociales volvieran a paralizar el país, esta vez contra la reforma del sistema público de pensiones que planea Macron.

Tampoco disuadía a los manifestantes la legislación represiva en caliente. La ley contra el uso de máscaras por los manifestantes, aprobada a toda velocidad en Hong Kong, provocó que, el 4 de octubre de 2019, decenas de miles de personas salieran a las calles cubriéndose los rostros con paraguas o mascarillas. Entonaban el himno de la revuelta, Gloria a Hong Kong, llevaban carteles que decían “Los pacíficos y los bravos (los que usan la violencia) siempre lucharán unidos” y añadían una nueva demanda, la sexta, a sus protestas: el desmantelamiento de la Policía. Aquellas marchas terminaron con violentos asaltos a bancos y comercios vinculados con el régimen de Pekín.

Puede que en la megalópolis asiática se escribiera en 2019 año el manual de las protestas del siglo XXI. Una de las novedades ensayadas en Hong Kong es la alianza entre los manifestantes pacifistas y los que no descartan la violencia, aceptando todos cualquier táctica empleada en aras del objetivo democrático común. Los bravos van equipados con cascos, máscaras antigás, punteros láser que pueden cegar a los antidisturbios, escudos caseros fabricados con señales de tráfico y sierras radiales para romper cadenas y otras barreras. Una página web (HKMap.live) les informa de los movimientos de los antidisturbios.

El papel de las nuevas tecnologías, que ya fue importante en la Primavera Árabe, es central en Hong Kong. Las acciones se deciden democráticamente a partir de las propuestas hechas en el foro de la web LIHKG y la gente se organiza para ejecutarlas en grupos de Telegram —mensajería usada por su mejor sistema de encriptación—. A través de teléfonos móviles conectados a Internet, las protestas son retransmitidas en directo en redes sociales y medios de comunicación digitales e independientes. Todos los gastos se recaudan con campañas de mecenazgo (crowdfunding) y grupos de abogados ofrecen gratuitamente en Internet sus servicios a los detenidos.

Las calles nuevamente

Las calles nuevamente

Esta revuelta ha creado asimismo su propio terreno simbólico. Ha hecho viral la etiqueta #Chinazi para referirse al régimen de Pekín y ha retocado su bandera (las estrellas amarillas sobre fondo rojo) para asemejarla a la esvástica hitleriana. Ha inventado un himno propio, Gloria a Hong Kong, que dice: “A través de las nieblas se oye una solitaria trompeta. ¡Ahora a las armas! Por la libertad lucharemos, con todo el poder atacaremos. Con el valor y la sabiduría avanzamos. Ahora amanece, liberen a Hong Kong”. Incluso ha inventado un videojuego sobre la liberación de Hong Kong.

Los hongkoneses están luchando contra la más poblada dictadura del planeta. Su combate, el de David contra Goliat, tiene pocas posibilidades de victoria, y, no obstante, está inspirando a movimientos que luchan por la libertad, la justicia y la dignidad en otros continentes. Quizá sea porque los hongkoneses tienen claro que Pekín podrá encarcelarles a todos ellos, pero no podrá hacer lo mismo con sus ideas. Al final, nada hay más poderoso que una idea.

*Este artículo está publicado en el número de enero de tintaLibre. Puedes consultar todos los contenidos de la revista haciendo clic aquí.aquí

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