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¿Cuándo se jodió Madrid?

Vecinos de la calle Núñez de Balboa de Madrid durante las caceroladas contra el Gobierno y el estado de alarma.

A Antonio Machado le sonaba muy bien el nombre de Madrid incluso en el momento más trágico de su historia, cuando sufría hambre, frío y muerte a causa del cerco al que la sometían las tropas del general Franco. En el célebre poema en que la llamó “rompeolas de todas las Españas”, Machado puso el acento en el tenaz vitalismo de la ciudad del oso y el madroño, capaz de sonreír con plomo en las entrañas durante aquel otoño de 1936 en el que el cielo tronaba y la tierra se desgarraba. 

Madrid sigue siendo una ciudad vitalista, por supuesto, pero en este otoño de 2020 su nombre tiene un sonido más bien inquietante para la gente que la habita y para los otros españoles y europeos. El nombre de Madrid, convertida en el epicentro continental de la pandemia del coronavirus, hasta llega a dar susto. “Ten mucho cuidado”, me dicen mis vecinos en la aldea de La Alpujarra desde la que estoy escribiendo cuando les cuento que pronto tendré que ir allí para unas inexorables revisiones médicas.

Este susto tiene el rostro de un personaje errático, desaforado y belicoso llamado Isabel Díaz Ayuso. Como otros dirigentes nefastos de la historia de la humanidad, la actual presidenta de la Comunidad de Madrid aúna el fanatismo en la aplicación de sus dogmas políticos e ideológicos con la impresión de padecer una seria perturbación personal. Resulta francamente desestabilizadora. 

Pero no es solo el azote de la pandemia y el modo de afrontarla —o, mejor dicho, de no afrontarla— de Díaz Ayuso. El Madrid del distópico año 2020 es también preocupante por otras cosas. Crecen la pobreza, la desnutrición infantil y la precariedad laboral. Se ahondan las desigualdades sociales y económicas entre sus ciudadanos y entre sus barrios más ricos y los más pobres. La sanidad y la educación públicas están hechas unos zorros. Se apaga el brillo cultural e intelectual que la convirtió en un faro de Europa y se encienden los odios políticos y comunitarios. Sus casos de corrupción son tantos que no caben en los periódicos, y hasta el ánimo de sus habitantes ilustrados, democráticos y solidarios se encuentra tan o más bajo que en los muchísimos más duros momentos en que la ensalzó Antonio Machado.

¿Cómo hemos llegado hasta aquí? ¿Qué fue del Madrid vibrante y esperanzado al que llegué para vivir y trabajar a comienzos de la década de 1980? Todo era posible en aquel Madrid que acababa de salir de la larga noche del franquismo y comenzaba a pintarse con los colores del arcoíris. Gobernaba la ciudad un alcalde, Enrique Tierno Galván, el Viejo Profesor, que nos invitaba a ser libres, creativos y felices. La habitaban gentes que no te preguntaban de dónde y a qué venías, que te daban la bienvenida a un proyecto de resurrección de Madrid que la convertiría no solo en la capital política y administrativa de España, sino en el motor de su modernidad y europeidad. Los barrios populares iban a dejar de ser grises, sucios e insalubres; la sanidad y la educación públicas iban a asemejarse a las del norte de los Pirineos; los trabajadores y los emprendedores iban a cumplir sus sueños. Y la cultura estaba tan bien vista que Almodóvar podía ser un gran cineasta y Antonio Muñoz Molina un gran escritor.

A aquel Madrid terminaría llamándosele el de la Movida y no tengo nada en contra de esa fórmula. Se movía y, además, hacia adelante. Era una sola ciudad, pero grande y plural. Albergaba muchas tribus urbanas cuyas relaciones se regían por la tolerancia. Nada ni nadie impedían que pijos, fachas, ultracatólicos, conservadores y otros colectivos que no habían votado a Tierno Galván ni en sus pesadillas llevaran las vidas que quisieran. La revancha estaba excluida de los sentimientos madrileños.

Desencanto y codicia

España se había ido organizando en autonomías y, finalmente, Madrid, que se había quedado sola en el centro, terminó constituyendo la suya propia. Tuvo que inventarse una bandera y un himno, pero tan libérrimos eran los tiempos que la letra de ese himno la escribió Agustín García Calvo, un filósofo anarquista muy ajeno a cualquier tipo de localismo o nacionalismo. Lo dejó claro en este párrafo: “¡Viva mi dueño, que solo por ser algo soy madrileño!” 

Aunque, bueno, el auténtico himno de aquella ciudad dura y dulce a la vez era Pongamos que hablo de Madrid, cantado por Antonio Flores o Joaquín Sabina. O La chica de ayer, de Nacha Pop. O Cuatro rosas, de Gabinete Caligari. O Escuela de calor, de Radio Futura. O todas esas y algunas otras canciones a la vez. Madrid tenía su propia banda sonora y así se le reconocía desde París, Londres y Nueva York.

Tengo para mí que aquella primavera madrileña comenzó a marchitarse con la muerte de Tierno Galván, a comienzos de 1986. No es que piense que la historia la escriben exclusivamente las personalidades, no. Son factores objetivos —económicos y políticos, sociales y demográficos, científicos y culturales— los que mueven la historia, pero las personalidades pueden frenar o acelerar su movimiento y pueden ponerle música y letra. Pero ocurrió que la muerte del Viejo Profesor coincidió con el cambio que se estaba produciendo bajo la presidencia de Felipe Gonzalez, el socialista que había mutado la pana por la complicidad con banqueros, empresarios y cortesanos. Las ilusiones democráticas de la Transición daban paso a las ganas de hacer dinero rápidamente. Las clases populares mejoraban económicamente y se hacían más conservadoras. Los artistas e intelectuales se instalaban en el conformismo de los premios y saraos palaciegos. Al desencanto le seguía la codicia.

No hay democracia sin alternancia en el poder, así que no hubo nada alarmante en el hecho de que en 1991 el inspector de Hacienda José María Álvarez del Manzano se convirtiera en el primer alcalde del PP de la ciudad de Madrid. Era un tipo ancien régime —beato y funcionarial—, pero de buen talante. Abriendo un camino que sus correligionarios políticos seguirían hasta nuestros días, Álvarez del Manzano privatizó parcialmente la Empresa Municipal de Servicios Funerarios en una operación que desprendía el inequívoco tufo de la corrupción y que la Audiencia Provincial terminaría sentenciando como dañina para los intereses públicos. Álvarez del Manzano también fue precursor de otra seña de identidad de los políticos del PP: la de vivir muy bien con el dinero de los contribuyentes. Como dictaminaría el Tribunal de Cuentas, usaba para sus gastos personales los fondos de una cuenta municipal. Y, amén de sus otros cargos y negocios, ocupó durante 24 años la presidencia de IFEMA a cambio de 5.000 euros netos al mes.

Signo del cambio de los tiempos, Álvarez del Manzano consiguió tres mayorías absolutas consecutivas. Aunque estaba empeñado en construir en el municipio una red de autopistas subterráneas —de pago, por supuesto—, se le recuerda sobre todo porque pasaba buena parte de su tiempo asistiendo a misas, que si por la incorporación de la mujer a la Policía Municipal, que si por las fiestas de San Cayetano, que si por las obras de la catedral de La Almudena… Se llevaba mejor con el arzobispo fundamentalista Rouco Varela que con su compañero de partido Alberto Ruiz-Gallardón, presidente de la Comunidad de Madrid desde 1995 y que sería su sucesor en la alcaldía. 

Desparecían entretanto los movimientos populares —obreros, vecinales…— y se asentaba el institucionalismo. Dentro de las instituciones se podía hacer todo, incluso enriquecerse; fuera de ellas, nada. Los socialistas madrileños se hundían en el pozo sin fondo de sus querellas personales y de aparato, y las fuerzas a su izquierda se enrocaban en el sectarismo. El PP no perdía un voto e incluso los ganaba en territorios antaño rebeldes y los progresistas se desmovilizaban.

Primero como presidente de la Comunidad y luego como alcalde de Madrid, Alberto Ruiz Gallardón disfrutó durante mucho tiempo de la simpatía del centroizquierda rosita. Le reían todas las gracias, le tenían como un tipo centrista, culto y dialogante. Hasta que, en 2013, siendo ministro de Justicia del Gobierno de Mariano Rajoy, se empeñó en impulsar una contrarreforma legal que redujera a mínimos el derecho al aborto, una maniobra reaccionaria que llegó a asustar a compañeros suyos como Cristina Cifuentes y Celia Villalobos. Tuvo que dimitir y así concluyó su sueño de llegar a La Moncloa.

Lo más memorable de Ruiz Gallardón fue su megalomanía faraónica. Tenía Madrid abierta en canal con sus obras grandiosas y fantaseaba con celebrar los Juegos Olímpicos a la vera del Manzanares. Los vecinos lo pagamos con subidas de impuestos, multas hasta por respirar y una deuda pública colosal. Cuando nos mencionan su nombre, echamos mano a la cartera. En cambio, el de su sucesora en la alcaldía, Ana Botella, esposa de José María Aznar, nos hace aflorar una sonrisa irónica. Su invitación al mundo para que tomara una “relaxing cup of café con leche”relaxing cup of en la Plaza Mayor fue considerada por Time como una de las grandes meteduras de pata políticas de 2013.

La sombra del ‘tamayazo’

Pero la debacle de Madrid ya había llegado en 2003 con la conquista de la presidencia de la Comunidad de Madrid por Esperanza Aguirre. Por las formas: el tamayazo, el soborno de dos diputados socialistas para que impidieran la investidura de Rafael Simancas, que con los votos del PSOE e Izquierda Unida contaba con la mayoría parlamentaria. Y por el fondo: Aguirre era la heredera de José María Aznar, una desacomplejada guerrera del conservadurismo político y el neoliberalismo económico carpetovetónicos. Aristócrata castiza, tan mandona o más que su admirada Margaret Thatcher, implantó el más salvaje capitalismo de amiguetes.

Ahí terminó de joderse Madrid. Aguirre pregonaba a toque de corneta el dogma neoliberal: la empresa privada es la única y legítima fuente de riqueza y empleo. Y lo aplicaba al modo hispano-mafioso, con la empresa privada colgada de las ubres públicas. Si soltabas la correspondiente comisión a los recaudadores del PP, te beneficiabas de las mamandurrias municipales y autonómicas, de los servicios y obras públicas pagados por los que no tienen forma alguna de evadir impuestos. Si pasabas por la caja b, o colocabas en tu consejo de administración a derechistas, te beneficiabas de las privatizaciones de la sanidad y la educación públicas que promovía Aguirre. Hasta con el agua del Canal de Isabel II podían conseguirse botines fabulosos.

Ni que decir tiene que ninguno de los empresarios amiguetes creó patentes, industrias o servicios nuevos. No, lo de inventar seguía siendo cosa de extranjeros. Tras la palabrería, a la hora del negocio real, iban a lo de siempre: el ladrillo, el turismo, la hostelería y los toros. Soñaban con convertir Madrid en Las Vegas de la meseta castellana.

De aquellos polvos vinieron los lodos de la terrible debilidad de la sanidad pública madrileña revelada en 2020 por el coronavirus. Y de los casos de corrupción que abren los telediarios españoles en los últimos años: Gürtel, Bárcenas, Púnica, LezoGürtelBárcenasPúnicaLezo… Por ellos terminaron ante los tribunales, e incluso en prisión, empresarios amiguetes como Gerardo Díaz Ferrán, Arturo Fernández, Miguel Blesa o Rodrigo Rato. Y también las muchas “ranas” de los Gobiernos de Aguirre: Francisco Granados, Nacho González, Alberto López Viejo, Cristina Cifuentes…

Bajo el reinado de Aguirre, Madrid continuó siendo abierta y laboriosa, pero su tejido moral y social se fue degradando. Muchos madrileños votaban al PP —y les siguen votando, aunque cada vez menos—, pero en elecciones dopadas financieramente. La derecha madrileña gastaba a manos llenas en sus campañas con el fruto del tráfico de influencias, el blanqueo de capitales, la asociación ilícita, la malversación de caudales públicos, la prevaricación continuada, la falsedad en documento mercantil, el fraude y el cohecho, delitos todos ellos mencionados en los documentos judiciales sobre los innumerables casos de corrupción en los que está implicada. 

Aguirre y los suyos también eran —y siguen siendo— artistas de la manipulación mediática, del permanente lavado de cerebros. Ellos y sus muchos periodistas, presentadores y tertulianos afines practican con eficacia las técnicas de comunicación que importó de Estados Unidos Miguel Ángel Rodríguez, en su tiempo mano derecha de Aznar y ahora de Isabel Díaz Ayuso. Repetición hasta la saciedad de frases cortas, simplonas y pendencieras; sustitución de la verdad por la permanente crispación política que enardece a los tuyos y desanima a los rivales. Lo de Trump, vamos.

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La alcaldía madrileña de Manuela Carmena jamás llegó a alcanzar la intensidad de la del Viejo Profesor; apenas fue un breve espejismo. En 2020 el PP vuelve a gobernar en el palacio de Cibeles, sede de la alcaldía, y la Puerta del Sol, sede de la Comunidad. En Sol está Isabel Díaz Ayuso, la que le llevaba la cuenta en Twitter a Pecas, el perro de Esperanza Aguirre. Y es que el legado de Aguirre es tan fecundo que también nutre a la ultraderecha de Vox: Santiago Abascal, Hermann Tertsch, Fernando Sánchez Dragó… En un ejercicio obsceno de travestismo, unos y otros, derecha extrema y extrema derecha, se proclaman ahora campeones de la libertad. En tiempos de pandemia, la libertad de ir a comprar a las tiendas de la calle Serrano, la de saltarse el aforo en bares, restaurantes y discotecas, la de celebrar corridas de toros… Y sobre todo, la de hacer negocios particulares con fondos públicos como el rastreo de los contagios por coronavirus. Todo debe estar permitido mientras se lleve la bandera rojigualda en la mascarilla.

Muy triste, sí. Y sin embargo, volveré a Madrid dentro de unos días, volveré a mi hogar.

*Este artículo está publicado en el número de noviembre de tintaLibre, a la venta en quioscos. Puedes consultar todos los contenidos de la revista haciendo clic aquí.aquí

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