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El trumpismo al acecho

Cartel de los demócratas en la campaña de las presidenciales.

Silvio Waisbord

Desde que resido en Washington hace dos décadas, hago un recorrido por las afueras de la ciudad en la víspera de las elecciones con la intención de salir de la burbuja política-cultural-social del establishment político. Recorro el Piamonte de la Virginia rural, una zona pegada a las majestuosas montañas de Shenandoah, donde flamean banderas conservadoras, libertarias y confederadas, las tiendas de armas son comunes y la apacibilidad de pueblo chico todavía permanece.

En esta zona, Donald Trump obtuvo más del 70% de los votos. Es palpable tanto el entusiasmo por Trump como la antipatía por las élites ilustradas y las causas que representan: el multiculturalismo, el matrimonio igualitario, el antirracismo. Continúa firme la enorme admiración por el magnate inmobiliario devenido celebridad televisiva y reconvertido en demagogo de la derecha. Seduce su menosprecio por las normas, su libertad para hacer y decir lo que piensa y su feroz oposición a las transformaciones socioculturales de las últimas décadas. La realidad pintada por su líder y los medios de (des)información afines es absolutamente creíble.

Esta realidad ayuda a explicar las incógnitas posteriores a la elección, un momento excepcional en la historia política en el que se habla tanto de “elección robada” como de “golpe de Estado” en un país polarizado. Es una anomalía histórica que el presidente Trump no haya reconocido el triunfo de Biden que confirmaron los medios de comunicación, especialmente considerando que la mayoría de las personas encuestadas piensan que la victoria es legítima. Quedan preguntas abiertas sobre qué ocurrirá en la transición hasta el 20 de enero debido a la imprevisibilidad de Trump, que una y otra vez descalificó los resultados como simples mentiras y se proclamó ganador. No es exagerado afirmar que su conducta contradice la tradición de un país históricamente atenido y orgulloso de las formalidades de la democracia.

Cualquier especulación sobre posibles escenarios futuros debe considerar estas tendencias demostradas por las elecciones. El éxito de Biden representa el triunfo temporal del anti-trumpismo, una coalición heterogénea unida por el espanto a un segundo mandato más que por sus propuestas políticas unificadoras. No hubo programa único salvo reemplazar la presidencia de Trump, una Administración caracterizada por una mezcla de culto a la personalidad, legitimación del odio, colocación estratégica de jueces conservadores a nivel federal y provincial, reducción de impuestos para los sectores de mayor poder económico, un cinismo trágico a la hora de (des)manejar la pandemia del covid-19 y el antiglobalismo y apoyo a autocracias del mundo. Frente a esto, Biden, veterano y consumado insider del bipartidismo de Washington, emergió como candidato aun cuando tuvo tremendos traspiés al inicio de la campaña electoral.

Un valioso capital político

La derrota del trumpismo no implica la extinción del movimiento que lo catapultó a la Casa Blanca. Trump consiguió más de 74 millones de votos, una cifra formidable y única en la historia del Partido Republicano, que le otorga un valioso capital político y económico. Trump queda posicionado como líder del conservadurismo, con una prominencia única. Es un power broker más allá de lo que eventualmente decida hacer como lanzarse nuevamente a la presidencia, seguir ocupando el espacio público con su frenética cuenta de Twitter y actos públicos o recaudar fondos y brindar apoyo a políticos conservadores necesitados de votos. De ahí que cuanto lamebotas y besa anillos le rinda pleitesía su bendición y presencia será fundamental para movilizar al electorado.

Otro factor clave es la persistencia de una serie de operaciones desinformativas donde se mezclan bulos con teorías conspirativas relativamente inmunes a la información. La desinformación no es tan masiva como se especulaba hace unos años, sino que tiende a estar concentrada en ciertos públicos y en determinadas plataformas. El constante oxígeno dado a creencias alejadas de la realidad explica la popularidad de un carnaval de alegatos sobre fraude, votos legales e ilegales y otras ficciones jamás demostradas que los republicanos continúan afirmando con la convicción y la cara dura de un ilusionista.

Vale recordar que estos no son fabularios únicos del trumpismo, sino productos de tendencias de décadas en un partido que abrazó abiertamente una relación promiscua con la realidad. Como sentenció Karl Rove, maestro estratega de los años dorados del neoconservadurismo, el Gobierno de Bush tenía la habilidad de “crear su propia realidad”.

En estas condiciones, la elección reciente marca la consolidación de dos países. Es difícil entrever posibilidades de negociación y compromiso, baluartes clásicos de la política norteamericana nacional. Será un gobierno dividido con los demócratas en la Casa Blanca y el Congreso y los republicanos con (posible) control del Senado y la mayoría sólida en la Corte Suprema.

Ante tales condiciones cualquier propuesta radical difícilmente sobrevivirá en el largo laberinto político, tejemanejes y el obstruccionismo republicano. Joe Biden podrá revertir importantes decisiones de Donald Trump de un plumazo. Sin embargo, se le hará cuesta arriba introducir modificaciones ambiciosas y estructurales. Biden es una persona que extrañamente encaja con el momento actual. Su instinto y biografía consiste en agregar voluntades, pilotar la negociación y la búsqueda de consensos y apelar a una gran narrativa común norteamericana. Estas cualidades no empatan automáticamente con la división y la polarización entre las élites y los ciudadanos políticamente activos.

Sería erróneo pensar que la polarización se produjo de forma idéntica en ambas zonas del espectro político. Después del centrismo de Clinton-Obama, el Partido Demócrata no se movió tanto hacia la izquierda como la fuga hacia la extrema derecha del Partido Republicano. Los gestos hacia el progresismo de Biden durante su campaña, así como la presencia nacional de Bernie Sanders, Elizabeth Warren y Alexandria Ocasio-Cortez no implican que el partido se haya radicalizado ideológicamente. Este el argumento machacado por estrategas republicanos para persuadir a votantes, pero no es la realidad de los demócratas que, nuevamente, se debatirán entre el supuesto pragmatismo centrista y la militancia progresista.

Tal como lo vienen haciendo hace décadas, los sectores progresistas intentarán influir en agendas clave sobre trabajo, salud pública, medioambiente y justicia racial. Insistirán en que el corrimiento de los demócratas hacia el progresismo es necesario para fortalecer el Gobierno y triunfar en las elecciones de medio término. Criticarán al centrismo como una falsa promesa, un retorno a políticas fallidas del pasado, una cobardía indigna para atender a problemas esenciales de una sociedad más desigual, tan lejos de sus mitos fulgurantes del sueño americano. Sin embargo, sus aspiraciones chocarán con el panorama de un gobierno dividido y el centrismo de Biden y su círculo estrecho dispuestos a intercambiar ramos de olivo con los republicanos en el Senado. Recordemos que será casi el mismo Senado que durante el Gobierno de Obama ejecutó a la perfección la receta republicana de socavar cualquier propuesta demócrata. Es el mismo partido republicano que se las ingenió maquiavélicamente para mantener y fortalecer su desproporcionada posición de poder mediante el (ab)uso de las artes de la ingeniería institucional para suprimir votos, garantizar distritos y otras triquiñuelas contra la voluntad popular mayoritariamente a favor de los demócratas.

Si es inevitable decepcionarse en la política, es factible que el progresismo sufra desencantos y despechos, más allá del carisma de sus figuras y el poder de sus ideas para atender a problemas urgentes en el país y el mundo.

Radicalización republicana

Del otro lado, el partido republicano experimentó una radicalización notable, especialmente comparado con partidos conservadores en otras democracias contemporáneas. Trump es el claro reflejo y profundización de esta tendencia en múltiples cuestiones: economía, impuestos, medioambiente, inmigración, leyes raciales, derechos civiles, salud, educación y el rol de la religión en la vida pública.

Que la vasta mayoría de prominentes republicanos se hayan negado a reconocer a Biden inmediatamente después de su triunfo es prueba de la radicalización. El republicanismo permitió y convalidó las posiciones extremas del Gobierno, más allá de que algunos mascullaran su frustración con el estilo caudillista de Trump de forma privada y lejos de la posible furia tuitera del presidente. Se han subido al tren trumpista y no pretenden bajarse porque es el único que por el momento puede llevarles a la victoria. Los moderados brillan por su ausencia más allá de algún descontento solitario. Frente a esta radicalización no hay ánimos de despolarización. Por el contrario, persiste la tendencia a redoblar la fórmula que les dio el éxito en 2016 y les garantizó un caudal histórico de votos en medio del caos de la pandemia y el desmoronamiento de la economía. Y en la política, como en el fútbol, ganar es todo.

De ahí que se abra un escenario incierto. Las perspectivas progresistas no cuentan con el espaldarazo de la esperada “marea azul” que pudo haberle dado legitimidad efectiva y simbólica para promover políticas audaces. Biden intentará hacerse eco de algunas demandas en tanto que le debe en parte la presidencia al activismo de la izquierda del partido, mientras busca acuerdos con sus compadres del Senado. Sus prioridades serán enderezar el control de la pandemia, recomponer la economía, resucitar alianzas internacionales y redefinir relaciones con Rusia y China.

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Bajo la influencia de Trump, el republicanismo permanecerá movilizado, enojado por un supuesto despojo perpetrado por poderes ocultos y conocidos. Aprovechando el caos informacional contemporáneo, un coro de sinvergüenzas políticos y mediáticos seguirá desdibujando los límites entre realidad y fantasía. Celebrar y confirmar ideas descabelladas de millones de votantes contribuye a la causa del desvarío político y da enorme rédito económico. Seguirá convencido de que la derrota electoral es solamente un traspié. Su posibilidad de mantener el control del Senado y la suma de escaños en el Congreso confirma que la versión trumpista del partido es la mejor forma de recuperarse de la derrota presidencial y planear el futuro próximo.

*Silvio Waisbord es profesor de Periodismo y Comunicación Política en la George Washington University, en España acaba de publicar el ensayo ‘El imperio de la utopía. Mitos y realidades de la sociedad estadounidense’ (Península).

*Este artículo está publicado en el número de diciembre de tintaLibre, a la venta en quioscos. Puedes consultar todos los contenidos de la revista haciendo clic aquíaquí

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