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¡Es la salud, estúpido!

United Nations covid-19 response.

Salvador Macip

Llevamos casi un año de pandemia y, si todo sigue el plan previsto, aún nos quedan unos meses antes de que veamos el final de la primera gran crisis sanitaria global del siglo XXI. De esta afirmación podemos sacar una conclusión clara: tenemos que aprender del pasado si queremos el mejor futuro posible. A lo largo de 2020 ha habido suficientes ejemplos de países que han gestionado bien el coronavirus como para copiar lo que ha dado buenos resultados. De hecho, ya tendríamos que haber aprovechado el fin de la primera ola, justo antes del verano, para prepararnos para la segunda. Pero en vez de tomar ejemplo de Vietnam, Taiwán o incluso de China, que habían conseguido controlar con éxito y rapidez la pandemia gracias a una reacción rápida y contundente, en Europa se decidió lo contrario: priorizar la economía en vez de hacer caso a los epidemiólogos.

Eso fue un error colosal. Parafraseando el famoso lema de la campaña electoral de Bill Clinton en 1992, “¡es la salud, estúpido!”, salud significa economía, y al revés: las dos cosas están íntimamente ligadas. Si el país no está sano, lo primero que se resiente es la economía. En medio de una crisis de salud sin precedentes, primero hay que luchar contra la enfermedad si se quiere proteger el bolsillo. Hacerlo al revés ha significado que la segunda ola apareciera antes de lo que se calculaba, con las consecuencias que arrastramos desde entonces: unas cifras de contagios mucho más elevadas que las que se ven en otros continentes y la necesidad de volver a hacer recortes y confinamientos. Mientras en Europa se cierran bares y restaurantes, en Nueva Zelanda van a conciertos y partidos de rugby sin temor a infectarse. Decididamente, hemos equivocado la estrategia, pero aún estamos a tiempo de cambiar.

Con la temporada de Navidad a la vuelta de la esquina, la prioridad parece que sea sacrificar ahora lo mínimo para que las fiestas sean lo más normales posibles. Se trata exactamente del mismo error que cometimos intentando salvar la temporada turística de verano. No es difícil predecir que, si no cambiamos de actitud, nos espera otra ola pronunciada a principios de año. O aprendemos o continuaremos viendo picos elevados de contagios, seguidos de las necesarias restricciones, hasta que consigamos vacunar a una parte importante de la población.

¿Cómo están las cosas en este frente? Por suerte, parece que la vacuna no va a tardar mucho. Quizás tendremos una aprobada antes de fin de año, o si no, durante el primer trimestre de 2021. Los anuncios de resultados positivos en las pruebas de las de Pfizer, AstraZeneca o Moderna nos dan motivos de sobra para ser optimistas. Incluso antes de empezar estos últimos ensayos clínicos, las farmacéuticas se han puesto a acumular las primeras dosis de las vacunas, lo que nos va a permitir acelerar la fase de producción y administración, que se prevé larga y complicada. Es una apuesta que les puede salir cara si aparece algún obstáculo de última hora, y tenemos suerte que las compañías implicadas hayan decidido que valía la pena correr el riesgo.

La ciencia y las decisiones políticas

La fabricación y distribución de vacunas generará problemas logísticos importantes, pero también éticos. ¿Quién la recibirá primero? Seguramente no quien la necesite más, sino quién pueda pagar el precio adecuado y tenga el poder político suficiente. Sería deseable establecer una serie de normas para proteger a los más vulnerables y también garantizar que se ataca la pandemia de la manera más efectiva. En este sentido, la OMS ha montado un programa de distribución de vacunas llamado COVAX, pero sin la participación de los países más poderosos, cualquier iniciativa de este tipo está condenada al fracaso. China se acabó sumando, pero Estados Unidos, bajo las órdenes de Trump, se desmarcaron de la idea. Veremos si las cosas cambian cuando el presidente electo Joe Biden acceda al poder, porque este proyecto solo funcionará si hay un consenso suficientemente amplio. Por lo menos se ha dado un paso en la dirección adecuada.

Justo lo contrario de lo que estamos viendo en los países en los que la política se inmiscuye en las decisiones científicas. En Rusia, Putin convirtió la carrera para conseguir la vacuna contra el covid-19 en un asunto de Estado, aprobando por la vía rápida una candidata que iba por detrás de varias de las competidoras más inmediatas. Un poco antes, en China habían hecho algo parecido, dando permiso para que una vacuna experimental se administrara al ejército. Trump buscó un golpe de efecto similar para tomar impulso de cara a las elecciones de noviembre, pero las autoridades sanitarias de Estados Unidos defendieron no saltarse ninguno de los pasos necesarios. En estos momentos, ya hay seis vacunas aprobadas (cuatro en China, dos en Rusia) sin que se hayan completado las pruebas mínimas. No sabemos cuánta gente las ha recibido ni qué problemas pueden haber provocado.

Estas maniobras hacen un daño incalculable. ¿Quién se va a fiar de un gobierno que te dice que te pongas una vacuna cuando ves que otros están dispuestos a saltarse los protocolos por puro interés político? Esto alimenta las suspicacias y las conspiranoias. Pero en contra de la percepción que tiene mucha gente, las vacunas son fármacos seguros que dan muy pocas complicaciones, la mayoría leves. Habría que dejarlo claro, porque vacunarse contra el covid-19 no será solo una opción personal, sino una decisión que tendrá un efecto sobre toda la población.

A pesar de que hay una serie de enfermedades que han sido prácticamente eliminadas del mapa gracias a los programas de vacunación infantiles, estos fármacos cada vez generan más desconfianza. No se recuerda que gracias a las vacunas hemos controlado problemas que pueden causar una cifra de mortalidad considerable y dejar secuelas terribles, y esto acaba alimentando movimientos absurdos como el de los antivacunas, que no entienden que la situación de bonanza actual es precisamente gracias a estos fármacos que tanto odian.

Contra esta paradoja solo se puede luchar mejorando el conocimiento ciudadano, lo que requiere tiempo y paciencia. Es un inconveniente serio ahora que nos acercamos al momento decisivo de la pandemia de coronavirus: de nada servirá que las vacunas sean seguras y eficaces si la gente no se las quiere poner. Hace falta una campaña de promoción y concienciación que deje claro que cuando una vacuna haya superado todas las pruebas y las autoridades reguladoras independientes hayan revisado los datos, no representará ningún riesgo para la salud. Al contrario: será esencial para salvar miles de vidas.

Cuando suenan las alarmas, en 'tintaLibre'

Cuando suenan las alarmas, en 'tintaLibre'

A pesar de que ya vemos la luz al final del túnel, aún no podemos cantar victoria. Hay que ser previsores durante estos meses que nos faltan. Tenemos que esperar lo mejor, pero estar preparados para lo peor. A principios de año no estábamos a punto para la crisis que se nos venía encima y, a pesar de la experiencia acumulada de los últimos meses en todo el planeta, parece que en algunos países seguimos sin estarlo. Nos quedan unos cuantos obstáculos importantes antes de que podamos pasar página y dejar de temer al covid-19. Seamos, pues, prudentes y escuchemos a los expertos para poder mantener las cifras de víctimas lo más bajas posible, intentando siempre que la salud sea la prioridad. Porque sin salud, todo el resto no funcionará.

*Salvador Macip (Blanes, Girona, 1970) es médico e investigador de la Universidad de Leicester y la UOC (Universitat Oberta de Catalunya).

*Este artículo está publicado en el número de diciembre de tintaLibre, a la venta en quioscos. Puedes consultar todos los contenidos de la revista haciendo clic aquíaquí

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