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Palabras y palabrería

Un pastor y su rebaño de ovejas pasan entre las calles abandonadas de la aldea de Cabreriza, en Soria.

J. Á. González Sainz

Mi infancia son recuerdos de cuando, desde la provincia adonde he vuelto a vivir, uno podía ir en tren, atravesando —eso sí, lentamente— el rosario de las pequeñas estaciones de los pueblos que enlazaba, por ejemplo, hasta Pamplona y las líneas del norte, o bien hacia el este a Calatayud para conectar allí con la línea de Barcelona y el Mediterráneo. También se podía ir en tren hacia el norte por el oeste, por Burgos, en el eje Santander-Mediterráneo o Cantábrico-Mediterráneo, y la provincia estaba asimismo atravesada por la línea Valladolid-Zaragoza, es decir, el eje Atlántico-Mediterráneo, el llamado transoriano. Se podía, despacio y con aquellos trenes, pero se podía.

Los últimos viajeros que utilizaron esas líneas antes de que fueran clausuradas por falta de rentabilidad durante un gobierno progresista, lo hicieron para abandonar la provincia que les vio nacer y emigrar con toda la familia y algunos bártulos a esas capitales y áreas industriales, que eran el destino de los trayectos de sus trenes y lo fueron también de sus vidas, y hoy ya no queda, y cómo queda, más que el ferrocarril a Madrid, 90 kilómetros hasta enlazar en Torralba con la línea Madrid-Barcelona, en algunos de los cuales se puede oír todavía el mismo traqueteo de cuando Antonio Machado, en los primeros años del siglo anterior, lo inmortalizó con sus célebres versos de los pinos del amanecer entre Almazán y Quintana. ¿Qué resuena en ese traqueteo, ahora más profundo con los vagones vacíos, atravesando una intemperie vacía? ¿Qué resuena en esas líneas clausuradas y en esas estaciones en ruinas y en esas casas y pueblos abandonados?

En el profundo silencio de lo real pueden resonar palabras con sentido, con sentido en primer lugar de la palabra, pero por lo mismo puede resonar también una inmensa y embarullada palabrería. Vacía, “la España vacía”, es la denominación con que en estos últimos años se nombra el fenómeno social, económico y político de la emigración española como si un terror que ni siquiera se reconoce como tal nos impidiese darle ese nombre. Como si la España actual, con sus vacíos a ultranza y sus llenos a rebosar, no fuese el resultado de una colosal emigración que movió a millones de personas, arrancándolas de sus lugares y oficios de origen y trasladándolas fundamentalmente hacia zonas privilegiadas de Cataluña y el País Vasco y algunas otras capitales industriales, a las que contribuyeron a hacer prósperas en la misma medida que se menoscababan las suyas. 

Durante años oí en mi infancia que la mayor ciudad de mi provincia —y supongo que en otras muchas ocurría más o menos lo mismo, cambiando solo algunos nombres— era Zaragoza, y después Barcelona seguida de Madrid; únicamente después me parece que venía Soria, seguida a continuación por el área de Bilbao. La quinta ya era Almazán, si mal no recuerdo, y luego ya no sé si los pueblos de las cuencas guipuzcoanas o bien de Cataluña. Más o menos era eso, y eso era el privilegio y la desigualdad que, en una desde luego compleja serie de circunstancias y condiciones, agrandó el franquismo y después, en la misma tónica, la democracia. Los intentos durante el régimen franquista de crear, por ejemplo, polos de desarrollo fuera de esas zonas privilegiadas (no me voy a cansar de repetirlo) fueron incluso contestados en ellas por el rebrote de sus nacionalismos como si solo ellas tuvieran, por historia o naturaleza, el derecho al desarrollo.

Desde muchas provincias españolas emigraron en masa las personas, familias y hasta pueblos enteros, mano de obra barata de la industria y también profesionales liberales educados en el trabajo y el esfuerzo, sin que faltaran tampoco empresarios, y emigró también el capital del campo, quedando a la par su mercado cautivo de esas zonas de privilegio. Así se reconstruyó la España real, en la cual, no importa con qué régimen, para amarrar el poder de una zonas sobre otras, se armó —interprétese esta palabra como se quiera— otra construcción, la de los nacionalismos que, con una amplia y trabada serie de artes y artimañas —entre ellas la conversión de la palabra en palabrería—, sisaron una parte de sus derechos a los ciudadanos inmigrantes que habían enriquecido, en todos los sentidos, esas zonas. Maquetos, charnegos, españoles, son algunos de los usos lingüísticos racistas que se han ido ganando como salario semántico esos tontos útiles (en vascuence, maketo o makito parece que equivale a tonto o majadero) en la inmensa máquina de acuñación de moneda falsa simbólica que habitamos, y con el que lo más fácil es que adquieran en el mercado de valores actual sus buenas dosis de desprecio y discriminación.

***

Ahora, en los umbrales de un nuevo cambio de paradigmas tecnológicos, parece que esa construcción nacional de vacío se quiere llenar. Crearon el vacío y se pluguieron; ahora quieren crear el relleno y volverse a gustar. Pero hay espejos, lógicas complejas además de las binarias, razones de fondo, realidades de peso, hay palabras más allá de la palabrería. Miles de hectáreas de huertos solares, miles de molinos en montes y llanuras indiscriminadamente, miles de vacas en macrogranjas, megacultivos, megacárceles, megacementerios de residuos... A cada provincia del vacío, su correspondiente megallenado. Pero ese nuevo llenado, por su modelo, por su tamaño, por su palabrería, corre el riesgo de acabar de vaciar y dar al traste con todo lo que aún quedaba; de acabar, con el pretexto de hacer por fin, con todo lo que desde la materia prima del oxígeno y el sosiego, de la belleza del paisaje y la bondad de otras posibilidades hasta cierto punto alternativas de vida se podría sin duda hacer. Grandes capitales gestionados desde afuera, grandes capitales que se comerán a los pequeños capitales locales, pueden esquilmar la tierra y los recursos, las aguas, el aire, los bosques, el paisaje, cualesquiera modelos alternativos. Los peces grandes se comen a los chicos, y cuando ya no haya chicos, no tendrán más remedio que comerse a sí mismos. 

Al más que razonable apoyo a las energías renovables o a la disminución de costes por aumento del tamaño de las explotaciones, hay que contraponerle el tan poco razonable deterioro o destrucción de lo que aún queda como realidad y como posibilidad. Contraponer, eso es, sopesar, ver pros y contras, enumerar datos fehacientes y hechos reales, desarrollos tecnológicos y desarrollos humanos integrales, intereses de unos y de otros, la realidad de las realidades y la realidad de las creencias y las supersticiones, el presente y el futuro, los lugares concretos y los alrededores adyacentes no menos concretos a esos lugares. Contraponer y conjugar y pensar y encontrar la medida, la proporción, el equilibrio, el modelo más adecuado según un criterio complejo de consideración de lo que es verdadera riqueza, verdadera habitabilidad, verdadera rentabilidad que eche cuentas con todo y que no penalice de nuevo a las mismas zonas en beneficio otra vez (y siempre hay veces que ya son las últimas) de las de siempre. No se trata, en este nuevo umbral tecnológico, de hacer otra vez por hacer y llenar ahora por llenar, sino de hacer las cosas por fin bien pensadas y deliberadas teniendo en cuenta lo que cada acción hace y deshace, construye y destruye.

Atentos, para empezar, a la palabrería: huertos solares, por ejemplo. A lo que en principio es, desde luego, una buena idea energética ya en su misma denominación, le vemos asomar su malévola patita tramposa. Si a esa instalación, aunque sea en tierra, la llamamos huerto, no se ve que a un kilovatio no le podamos llamar manzana o pepino y, consiguientemente, tratar de comérnoslo y de que nos aproveche. Eso ocurre con los nombres y las interpretaciones cuando sustituyen a la realidad, que nos los comemos y, no se crean, acaban nutriéndonos y conformándonos. Una inmensa y desaforada palabrería y un resuelto, y también desaforado, cuerpo de choque comunicativo, publicitario y propagandístico, que es más o menos lo mismo, nos hace y nos hará decir las cosas con los nombres que no son y, un paso más, cabrá que sustituya a las cosas y las eclipse. Pero el ser, desde Parménides, no puede ser lo que no es, aunque ahora parezca que lo sea.

Hasta la palabrería, como el fascismo o el comunismo, tiene sus héroes. Pero hay, si es que de eso se tratara, otra heroicidad posible, la heroicidad de lo pequeño, de lo a medida, de lo proporcionado y conjugado, de lo ponderado, de lo que trata de tener en cuenta todo, anversos y reversos, acciones y reacciones, propios y ajenos, nosotros los de ahora y los de después y de antes, la heroicidad de lo bien deliberado tras escuchar y sopesarlo todo y no decidirlo desde el arriba de lo políticamente guay en cada momento ni desde la idea única, predeterminadamente amasada por cálculos o sentimientos, por banderías o supersticiones. Claro que también todo esto se puede convertir en palabrería, el paso de la palabra verídica a la palabrería está siempre ahí al acecho. Bien lo saben los impostores de profesión y los malabaristas de la trampa, o el impostor, o malabarista, que siempre acecha en cada uno. 

La última estación

La última estación

*José Ángel González Sainz (Soria, 1956) es escritor. De reciente aparición es su último libro: ‘La vida pequeña’ (Anagrama, 2021).

*Este artículo está publicado en el número de junio de tintaLibre, a la venta en quioscos. Puedes consultar todos los contenidos de la revista haciendo clic aquí.aquí

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