Carretera imanta

La ofrenda a los Doce Apóstoles

La costa de la Great Ocean Road, en Australia.

Australia es un país demasiado grande para recorrerlo en coche. A no ser que dispongas de un año sabático. Cuando planeas el viaje, es una buena idea coger un mapa de Europa e insertarlo en uno de Australia: sólo así te das cuenta del imposible metafísico que supone dar la vuelta a esa isla en el corto período de unas vacaciones.

Así que, a la hora de la verdad, nuestras opciones eran reducidas: o hacíamos el camino central pasando por Alice Springs siguiendo (en parte) la huella de Priscila, la reina del desierto, o nos solazábamos por las carreteras del sur.

Es decir: o trazábamos con el coche una interminable línea recta en medio de la nada, de Adelaida a Darwin (33 horas de vacío existencial, más de 3.000 km por la National Highway A87) o salíamos de Adelaida rumbo a la isla Canguro y, tras darle la vuelta y regresar al continente, emprendíamos ruta hacia Melbourne.

Por una vez, elegimos la opción fácil y nos dispusimos a ribetear la costa. Entre otras cosas, porque ese viaje nos permitiría disfrutar los aproximadamente 250 kilómetros de una de las carreteras panorámicas más hermosas del mundo: la Great Ocean Road, cuyo número de serie es B100.

De Warrnamboll a Torquay

A estas alturas de viaje habíamos aprendido ya el ABC de la ruta australiana: dominábamos la conducción inversa, en parte gracias al cuidado obsesivo que los australianos ponen en recordarte cada poco tiempo que en su país se circula al revés; y sabíamos ya que allí lo que cuando menos te esperas salta no es la liebre, sino el canguro. Habíamos tenido ya un susto nocturno camino de Robe (mira que nos lo advirtieron: no conduzcáis de noche), y por si ese aviso personalizado fuera poco, el país está sembrado de señales que advierten de unos peligros que consideramos familiares (vacas) y de otros para nosotros exóticos (serpientes en una senda y en la carretera… ¿ornitorrincos?). Tanta es la variedad que algún gracioso consideró oportuno customizar un panel para convertir a koalas, canguros y otras especies animales en personajes mitológicos.

Adviértase que al pie de la señal tuneada hay un teléfono para avisar si vemos a algún animal herido o si lo herimos nosotros mismos; algo más que posible, muy probable.

Era para estar orgullosas: el coche y las carreteras y la fauna autóctona no tenían secretos para nosotras.

Y así nos encontramos en Warrnambool, una ciudad coqueta, que es un calificativo al que recurrimos cuando tratamos de definir algo que no es necesariamente hermoso pero sí está cuidado y tiene aspiraciones. Pero lo que la convierte en algo único no es su trazado, ni sus construcciones, ni siquiera el que cerca de allí, hacia el oeste y en el cráter de un volcán extinto, se encuentre el Tower Hill Game Reserve, sino su condición de observatorio magnífico para, en la época del año adecuada, observar el paso de las ballenas migratorias.

En ese momento no éramos plenamente conscientes, pero ahora que lo hemos visto todo, podemos decir que los colores de la Logans Beach eran un pálido preludio de lo que iba a llegar. Pronto la costa nos reveló sus verdaderas intenciones… y sus limitaciones.

Sepan, por si se animan, que a lo largo de la carretera están perfectamente indicados todos los accidentes costeros dignos de ser contemplados. Entre ellos, el llamado Puente de Londres, cuya parte central se vino parcialmente abajo en 1990, dejando atrapados a dos turistas en el extremo desgajado.

Lo que ahora vemos son los restos de aquel colapso. Y así, toda la costa. Esta belleza caliza es autodestructiva, dibuja formas hermosas porque el viento y el agua la erosionan sin piedad (unos dos centímetros anuales). Hace 20 millones de años, todas las moles a la deriva estaban integradas en los acantilados, de las que fueron desgajadas por una incesante labor de zapa que es patente a cada paso, en cada cala.

Puedes hacer la ruta entera a pie, o puedes recorrerla en coche, deteniéndote de vez en cuando: allí donde poses la mirada hay un capricho geológico cuyo pasado unido a tierra firme es fácil imaginar y cuyo futuro (lejano, sí, pero inexorable) es imposible no lamentar. Lo que vemos, por asombroso que nos parezca, es arte efímero.

¿O no es evidente sentir que esta Cuchilla, que así la llaman (The Razor), se afila cada día que pasa?

En todo este trayecto nos cruzamos con apenas un puñado de coches: en el invierno austral, y a pesar de que no hacía mucho frío, los turistas escaseaban. O eso creímos hasta que llegamos al centro de visitantes del Parque Nacional de Port Campbell, sede oficial de los Doce Apóstoles (parecen pequeños, pero alguno alcanza los 45 m). La saturación del aparcamiento nos sacó del ensimismamiento: cientos de excursionistas de todos los colores y procedencias, que venían desde Melbourne en expediciones de un día, dispuestos a fotografiar la costa desde tierra y también desde el aire, a bordo de cualquiera de esos helicópteros que como molestos insectos revoloteaban constantemente a nuestro alrededor.

Seguimos camino, qué remedio, y los turistas volvieron a desaparecer como por arte de magia. Nuestra siguiente parada fue Great Otway National Park, concebido para evocar un pasado en el que las ballenas proporcionaban sustento a muchas familias, y que nos permite contemplar, desde lo alto de su faro, una espectacular imagen de la costa.

En las fotos, el viento que inclemente nos azotaba no se ve. Si acaso, lo intuimos por el ondear de las banderas, la australiana y la del pueblo aborigen, que según nos contaron es invento reciente: fue creada en 1971 por un artista que quiso unir a los suyos en torno a un emblema que los representa con su color negro, al que sumó el rojo (la tierra) y el amarillo (el sol).

Hemos de confesar no obstante que nuestro verdadero objetivo al recorrer los pocos kilómetros que separan el faro de la B100 por una carretera jalonada de eucaliptos era la seguridad, expresada por el propietario del lugar en el que nos hospedamos, de que en las ramas de esos árboles encontraríamos koalas. Cosa que en efecto ocurrió.

Aunque también vimos, como durante todo el viaje, pájaros, infinidad de pájaros, pájaros de todos los tamaños y colores. Pájaros como el Crimson Rosella, muy culé, o ya en Lorne, esa cacatúa merengue, la Galerita Triton, a la que también llaman de penacho amarillo por no llamarla de desfachatez sin límites. ¿O no la ven, posada en la baca de un coche? Damos fe de que son como esos conocidos inoportunos que se presentan en tu casa a la hora de comer. Y en Australia, acceder al comedor de la gente es relativamente sencillo porque hay muchos, jubilados sobre todo, que con tiempo y ganas se compran una caravana para echarse a la carretera. Incluso los hay que se hacen con un autobús, lo adaptan como vivienda, y se van a surcar el país arrastrando el coche para los trayectos cortos.

Apenas un barrunto de la Highway 1

Apenas un barrunto de la Highway 1

Torquay, con su surfera Bells Beach, marcó el final de esta Great Ocean Road que no era sino una parte de nuestro viaje, y bordeando Port Phillip Bay pusimos rumbo a Melbourne.

Se nos hacía extraño comprobar que la ruta no se interrumpía porque por un momento llegamos a creer que más allá no podía haber nada, que habíamos alcanzado el fin del mundo.

Fotografías de Ingenio de Contenidos

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