Maleta de libros

'A contraluz', de Rachel Cusk

'A contraluz', de Rachel Cusk.

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"Cuando se lleva un tiempo con esta novela uno se convence de que Cusk se cuenta entre los más brillantes novelistas actuales". La contundencia de la crítica de A contraluz (Libros del Asteroide) en The New York Times Book Review invita a descartar de inmediato todos los prejuicios ante un nombre reconocido. La autora canadiense afincada en Reino Unido no firma su primera novela, sino la novena, sin contar sus tres libros de memorias. Pero ha sido esta la que le ha hecho finalista de los premios Folio, Goldsmiths, Baileys, Giller Prize y del Canadian Governor General’s Award. 

En ella, descrita como "éxito rotundo" y "logro espectacular" por The Guardian, una escritora inglesa se desplaza a Grecia para impartir unos cursos de escritura. Su aparente don para suscitar las confesiones de quienes la rodean convierten la novela en un muestrario de personajes que se abren en canal bajo el calor ateniense. 

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Antes del vuelo, estaba invitada a almorzar en un club de Londres con un multimillonario que, según me habían prometido, tenía credenciales progresistas. Con el cuello de la camisa desabrochado, se explayaba sobre el nuevo software que estaba desarrollando, gracias al cual las empresas iban a poder identificar a los empleados con mayor propensión a robarlas o a traicionarlas en un futuro. Lo que tendríamos que haber estado haciendo era hablar de la revista literaria que él quería publicar, pero, por desgracia, tuve que marcharme antes de que tocáramos el tema. Insistió en pagarme un taxi al aeropuerto, lo que me vino muy bien, porque iba con retraso y llevaba una maleta muy pesada.

El multimillonario había mostrado muchísimo interés en ofrecerme algunas pinceladas de su historia, de inicios poco halagüeños y un final en el que —obviamente— él era ese ricachón que hoy tenía sentado frente a mí al otro lado de la mesa. Me pregunté si, en realidad, lo que ahora querría sería convertirse en escritor y si la revista no sería una excusa para ello. Muchísima gente quiere dedicarse a escribir, y no hay razón alguna para pensar que el dinero no puede abrir puertas. Ese hombre había pagado ya muchas veces para entrar y salir de donde se le antojaba. Mencionó un plan en el que estaba trabajando, un plan para erradicar a los abogados de la vida privada de la gente. También tenía entre manos el proyecto de un parque eólico flotante tan grande que pudiera alojar a toda la comunidad de empleados necesarios para mantenerlo y garantizar su funcionamiento; la gigantesca plataforma podría ubicarse en alta mar, así eliminaría las antiestéticas turbinas del tramo de costa donde confiaba en poder poner a prueba el proyecto y donde, por cierto, él tenía una casa. Los domingos tocaba la batería en una banda de rock; lo hacía para divertirse, nada más. Estaba esperando el hijo que hacía el undécimo; teniendo en cuenta que su mujer y él habían adoptado a unos cuatrillizos de Guatemala, la cosa ya no sonaba tan mal. Me costaba ir asimilando todo lo que me contaba. La camarera no dejaba de traernos cosas: ostras, salsas, vinos extraordinarios. Él se distraía fácilmente, igual que un niño con demasiados regalos de Navidad. Pero cuando me acompañó al taxi y esperó a que yo subiera, me dijo: «Que lo pases muy bien en Atenas», aunque yo no recordaba haberle dicho que era allí adonde me dirigía.

En la pista de Heathrow, un pasaje entero esperaba a que lo llevaran por los aires. La auxiliar de vuelo se paró en mitad del pasillo y se puso a acompañar la grabación con sus gestos y su atrezo. Amarrada a su asiento, la masa de desconocidos guardaba un silencio como el de los feligreses durante la lectura de la liturgia. La azafata nos enseñó el chaleco salvavidas con su tubito, las salidas de emergencia, la máscara de oxígeno que colgaba de un trozo de goma transparente. Nos guio por la posibilidad de muerte y de desastre como el sacerdote guía a los fieles entre los pormenores del cielo y del purgatorio; y nadie saltó para tratar de escapar mientras aún estaba a tiempo. Lo que todos hicimos, en cambio, fue escuchar o escuchar a medias mientras pensábamos en otra cosa, como si esa combinación de ceremonia y hado funesto nos hubiera otorgado una firmeza especial. Cuando la voz grabada llegó a la parte de las máscaras de oxígeno, el silencio no se rompió: nadie protestó ni intervino para discrepar del mandamiento de no ocuparse de los demás hasta que cada uno se hubiera ocupado de sí mismo. Aunque yo no estaba muy segura de que ese mandamiento fuera del todo correcto.

A un lado tenía a un chico moreno que columpiaba las rodillas y cuyos gordos pulgares se movían a toda velocidad por la pantalla de una videoconsola. Al otro se sentaba un hombre bajito y muy moreno, con un traje de lino claro y, cual penacho, un mechón plateado. Afuera, la ampulosa tarde de verano seguía atrapada en la pista de despegue; pequeños vehículos correteaban sueltos por la llana lejanía patinando y girando y describiendo círculos, igual que juguetes, y más lejos todavía se veía el hilo de plata de la autopista que discurría y centelleaba como un arroyo delimitado por los monótonos campos. El avión empezó a moverse, a avanzar lentamente, y el paisaje, como si cobrara vida de repente, desfiló ante la ventanilla, primero despacio y luego más deprisa, hasta que con mucho trabajo, medio indeciso, el aparato se elevó separándose de la tierra. Hubo un momento durante el cual pareció imposible que aquello pudiera suceder. Pero sucedió.

El hombre que tenía a la derecha se volvió hacia mí y se interesó por el motivo de mi visita a Atenas. Le dije que era un viaje de trabajo.

—Espero que te alojes cerca del mar —me dijo—. En Atenas puede hacer mucho calor.

Me temía que ese no iba a ser mi caso, le contesté, y él enarcó las cejas plateadas, que le crecían de la frente sorpresivamente toscas y desordenadas, como hierbas en terreno rocoso. Fue esa excentricidad lo que me indujo a contestarle. Lo inesperado a veces parece una invitación del destino.

—Este año el calor se ha adelantado —dijo—. Por lo general, no hay que preocuparse hasta mucho más tarde. Si uno no está acostumbrado, puede resultar muy desagradable.

En la temblorosa cabina, las luces parpadeaban a intervalos irregulares; se oían puertas que se abrían y se cerraban de golpe y un ruido tremendo de cosas que entrechocaban, y la gente se revolvía en su asiento, charlaba, se levantaba. Una voz masculina hablaba por el intercomunicador; olía a comida y a café; las azafatas correteaban muy resueltas por el estrecho pasillo enmoquetado, arriba y abajo, y al pasar, sus medias de nailon hacían un ruido áspero.

Mi vecino me dijo que hacía ese viaje una o dos veces al mes. Antes tenía un apartamento en Londres, en Mayfair, «pero últimamente —dijo imprimiéndole a su boca un gesto práctico— prefiero quedarme en el Dorchester».

Hablaba un inglés refinado y formal que no parecía del todo natural, como si, en algún momento, se lo hubieran aplicado muy cuidadosamente con un pincel, como si fuera pintura. Le pregunté qué nacionalidad tenía.

—Me enviaron a un internado inglés a los siete años —respondió—. Podría decirse que tengo maneras de inglés pero corazón de griego. Por lo que me han comentado, al revés sería mucho peor —añadió.

Sus padres eran griegos, los dos, continuó, pero en un momento dado trasladaron a la familia entera —ellos, sus cuatro hijos, sus padres y una colección de tíos y tías— a Londres, donde adoptaron el comportamiento de la clase alta británica enviando a los cuatro chicos a un internado y creando un hogar que se convirtió en foro de contactos sociales provechosos y bajo cuyo umbral tenía lugar un desfile constante de aristócratas, políticos y máquinas de hacer dinero. Le pregunté cómo habían podido acceder a ese entorno que les era ajeno, y él se encogió de hombros.

—El dinero es un país en sí mismo —respondió—. Mis padres eran armadores; el negocio familiar era una empresa internacional, por mucho que hasta entonces hubiéramos vivido todos en la islita en la que ellos habían nacido, una isla que, sin duda, no le sonará, a pesar de su prolijidad a algunos destinos turísticos muy célebres.

—Proximidad —dije yo—. Me parece que lo que quería decir era proximidad.

—Mis disculpas. Era proximidad, claro.

Pero hacía ya tiempo que sus padres, como todas las gentes acaudaladas, habían dejado atrás sus orígenes para moverse en un ambiente desprovisto de fronteras y habitado por otras personas ricas y distinguidas. Conservaron una mansión en la isla, por supuesto, que mantuvieron como sede doméstica mientras los niños fueron pequeños; pero cuando llegó la hora de enviarlos al colegio, se instalaron en Inglaterra, donde tenían muchos contactos, algunos no demasiado alejados del palacio de Buckingham, explicó con cierto orgullo.

La suya siempre había sido la familia más prominente de la isla: el matrimonio de sus padres había unido dos ramas de la aristocracia del lugar y, sobre todo, dos fortunas navieras. Pero la cultura de la isla tenía la peculiaridad de ser matriarcal. La autoridad no residía en los hombres, sino en las mujeres; la propiedad no se trasmitía de padre a hijo, sino de madre a hija.

Las tensiones familiares resultantes, continuó mi vecino, eran el anverso de las que había encontrado a su llegada a Inglaterra. En el mundo de su infancia, un varón era un chasco; a él mismo, el último de una larga serie de chascos, lo habían tratado con una ambivalencia especial, pues su madre había querido creer que era una niña. Lo peinaban con largos tirabuzones, le ponían vestidos y lo llamaban por el nombre de niña que sus padres habían escogido con la esperanza de que se les fuera a conceder, por fin, una heredera. Aquella extraña situación, explicó mi vecino, tenía un origen antiquísimo. Desde los albores de su historia, la economía de la isla había girado en torno a la extracción de esponjas del lecho marino, y los jóvenes de la comunidad habían desarrollado la habilidad de bucear en el mar a grandes profundidades. Pero aquella era una ocupación peligrosa, y la esperanza de vida, por tanto, extraordinariamente baja. Así las cosas, como las muertes de los esposos se sucedían, las mujeres habían pasado a controlar la economía de la familia y, lo que es más, habían legado ese control a sus hijas.

—Cuesta mucho imaginar el mundo en la época de mis padres —dijo mi vecino—, tan placentero en algunos sentidos y tan cruel en otros. Mis padres, por ejemplo, tuvieron un quinto hijo, también varón, que sufrió lesiones cerebrales durante el parto, y cuando se mudarona Londres simplemente lo dejaron en la isla al cuidado de una serie de enfermeras cuyas referencias, me temo, en esa época y a esas distancias, nadie se preocupó en investigar con mucho detenimiento.

Su hermano aún seguía viviendo en la isla, convertido en un hombre mayor con mente de niño e incapaz, por supuesto, de contar su versión de la historia. Mi vecino y sus hermanos, por su parte, se internaron en las gélidas aguas de los colegios privados británicos y aprendieron a hablar como los niños ingleses. A mi vecino, con gran alivio por su parte, le cortaron los tirabuzones, y por primera vez en su vida experimentó la crueldad, que llegó acompañada de nuevas formas de desdicha: la soledad, la nostalgia, la añoranza de su padre y de su madre. Mi vecino rebuscó en el bolsillo de la pechera del traje y sacó una cartera de suave cuero negro de la que extrajo una agrietada fotografía en blanco y negro de sus padres: un hombre de porte rígidamente erguido, con una especie de levita ceñida abotonada hasta la garganta, a quien la intensa negrura del cabello peinado con raya, las cejas rectas y pobladas y un inmenso bigote le daban un aire de extraordinaria ferocidad; y a su lado, una mujer que no sonreía, de cara tan redonda, dura e inescrutable como la efigie de una moneda. La fotografía era de finales de los años treinta, dijo, de antes de que él hubiera nacido. Aquel, sin embargo, ya

era un matrimonio infeliz, y la ferocidad del padre y la intransigencia de la madre no se quedaban en lo superficial. La suya fue una tremenda batalla de egos en la que nadie logró nunca separar a los contendientes; eso solo lo logró, y muy brevemente, la muerte. Pero esa historia, dijo mi vecino con una ligera sonrisa, la dejaremos para otra ocasión.

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'¡De rodillas, Monzón!'

‘¡De rodillas, Monzón!’

A contraluzRachel TuskTraducción de Marta AlcarazLibros del Asteroide29 de septiembre de 201618,95 euros

La editorial

Libros del Asteroide es una editorial fundada en 2005 en Barcelona con la "voluntad de independencia y de asumir riesgos". La línea que agrupa a su centenar de títulos en catálogos es la de clásicos recientes (de los últimos 75 años) de la literatura universal que no hayan sido editados en español o que se hayan descatalogado, además de incorporaciones de la narrativa actual, sobre todo la producida más allá de las fronteras españolas. Así, recientemente han lanzado títulos de Maya Angelou, Henry James, Manuel Chaves Nogales y Elizabeth Forsythe Hailey, pero también del periodista Marcos Ordóñez, Eduardo Halfon o Jenny Offill

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