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'Los hijos de Atenea', de Nicole Loraux

'Los hijos de Atenea', de Nicole Loraux.

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La ciudad de Atenas ha sido tan manoseada por la literatura y la historia que hoy parece más un mito que un espacio real que moldeó toda la civilización Occidental. Símbolo de la razón frente a la fuerza de Esparta —por la que fue derrotada— y lugar casi fantástico en el que nacieron la democracia o la filosofía, los atenienses de la Antigua Atenas crecieron también con sus propios mitos. La prestigiosa helenista y antropóloga Nicole Loraux analizaba en Los hijos de Atenea (publicada en 1981 y que ahora edita en español Acantilado) el pensamiento y la cultura que dieron lugar a la novedosa concepción de ciudadanía y que, al mismo tiempo, excluyó a las mujeres del poder. 

La investigadora, fallecida en 2003, dedicó su vida a estudiar el marco ideológico que dio lugar a la revolución política de la ciudad Estado. Sus obras se centraron en la construcción de la autoctonía ateniense —desde la identidad al concepto de ciudadanía— y al papel de las mujeres en la sociedad, analizado a través de su rol en las canciones fúnebres o las tragedias. En este libro comienzan a esbozarse ambos temas, partiendo del fascinante mito de la creación de Atenas: el primer ciudadano nacería del esperma de Hefesto, derramado sobre la tierra después de que Atenea le rechazara. ¿Cómo una ciudad que porta el nombre de la diosa acabaría castigando a sus mujeres?

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  La autoctonía: un tópico ateniense*

Piedra angular de la guerra ideológica que opone las ciudades entre sí o soporte de las representaciones simbólicas de la colectividad, el mito desempeña su papel en la pólis, para sí misma y frente a las demás póleis. Aporta una historia, cosa que no gusta en absoluto a los mitólogos, ni siquiera mucho más a los historiadores, una historia que, sin embargo, no está libre de interferencias con aquella otra, política, social, ideológica, de la colectividad. Aporta una historia sobre todo porque ofrece un discurso dirigido a la ciudad, para la ciudad, porque es una de las voces interiores del imaginario político: los esquemas míticos, que prevalecen desde siempre al tiempo que se actualizan constantemente, legitiman y remodelan la experiencia cívica. La pólis los utiliza, pero quizá también cede a la persuasión de estos relatos tan antiguos.

De este modo los mitos atenienses de autoctonía ofrecen un tópos eficaz para más de un discurso cívico, tanto si sirven para legitimar la hegemonía de Atenas, como si procuran un fundamento inmemorial para la ideología ateniense de la ciudadanía. A los ojos del narcisismo oficial, no hay, en efecto, otro ciudadano más que el autóctono (autó- chtōn: nacido del mismo suelo de la patria). Autoctonía sin mediación, concedida colectivamente a todos los atenienses en la oración fúnebre, o autoctonía derivada, heredada de aquélla, paradigmática, del antepasado Erictonio; las dos versiones coexisten en el seno de la ciudad, pero ambas proclaman la autoctonía: los ciudadanos de Atenas están enraizados desde los orígenes en la tierra ateniense, porque la tierra produjo al primer ciudadano. Discurso, como se ve, en primer lugar de uso interno, destinado por entero a enunciar la singularidad de Atenas y de sus ándres, y que no debemos confundir con un mito de origen de la humanidad (anthrôpoi).

A los atenienses, pues, el mito de Erictonio (el niño nacido milagrosamente de la Tierra, fecundada por el deseo de Hefesto por la diosa Atenea) les ofrece un lenguaje para hablar del origen de la ciudad. Y también para enunciar su nombre.

El epónimo es Erictonio —o Erecteo—; más exactamente, de Homero a la tragedia y de Heródoto a los atidógrafos, es aquel que ha dado nombre a Atenas. Extraño epónimo, ciertamente, puesto que los atenienses sólo se llaman Erecteidas en el lenguaje poético. Extraño epónimo en verdad, que no le da a la ciudad su propio nombre, sino aquel —prestigioso, es cierto— de su protectora Atenea. Volveremos sobre ello. Observemos de entrada que existe otra versión de la historia donde, en tiempos más lejanos, todavía más primordiales, es la diosa quien da nombre a la ciudad a partir del suyo propio, al finalizar la querella que la ha enfrentado a Poseidón por la posesión del Ática. Ahora bien, tampoco resulta indiferente que otro autóctono desempeñe un papel importante en este asunto: Cécrope, «primer rey de Atenas», es el testigo o árbitro de esta éris divina que convirtió la ciudad en feudo de Atenea.

Cécrope, el primer rey; Erictonio, el rey en segunda posición, pero el primer ateniense. Cécrope reina e instaura el orden en una tierra apenas civilizada; Erictonio, como aparece en Heródoto, ejerce ya un poder político. ¿Rivalidad entre autóctonos? A la luz de la insistencia con que la tradición reparte las tareas entre Cécrope y Erictonio, habrá que hablar más bien de un desdoblamiento de los orígenes —origen del orden civilizado, origen del orden político—. Para dar cuenta de ello, ¿debemos emprender una historia mítica de los primeros tiempos de Atenas? La empresa no carece de fundamento, pues es algo parecido a una evolución o a un despliegue del tiempo lo que, para un estudioso de los mitos con mentalidad histórica, se enuncia en la enumeración: primero Cécrope, después Erictonio. ¿Pero es eso lo que el mito de autoctonía dice a la ciudad ateniense?

La perspectiva historicista no carece de partidarios, ni entre los antiguos ni entre los modernos, y, de Heródoto a Jane Harrison, hay historiadores que han apuntado que Cécrope, héroe civilizador en el que el hombre apenas se separa de la bestia —lo atestigua su forma de diphyēs, mitad hombre mitad serpiente—, no puede ser rey de la pólis ateniense, sino como máximo de una región llamada Kekropía.  No hay duda de que, en su deseo de escribir la «historia» primitiva de los dioses y de los héroes de la Acrópolis primordial (o también la de la llegada tardía de Atenea a su roca), algunos modernos no se han complacido en la historia de los nombres de Atenea que cultivaron los mitógrafos de época helenística, tomando el relevo de los historiadores para hacer retroceder cada vez más tanto la aparición del nombre como el gesto fundador de la ciudad: desde esta perspectiva Erecteo (Erictonio) no es más que un eslabón importante en la cadena genealógica que finalmente conduce de Cécrope a Teseo, del rival primordial al rival casi «histórico», cuyo sinecismo acabaría convirtiendo finalmente y de verdad Atenas en una pólis. Pero para contar la unificación, el sinecismo no posee la eficacia unificadora del mito de autoctonía que postula la unidad originaria de la pólis. Para los ciudadanos de Atenas, tanto si viven en la ciudad como en los demos rurales, la «reunión de los demos» no es más que un acontecimiento históricolegendario, que puede ser exaltado o denostado, y que incluso se puede contraponer a la autoctonía, pero que no modifica nada de lo esencial porque no sucede en el mismo tiempo fundacional: la diosa estaba instalada en la Acrópolis «mucho antes del sinecismo»—desde siempre, desde que Atenas es Atenas—, y bien se puede dar al Ática de antaño el nombre de Kekropía, a condición de ser conscientes de que éste es sólo otro nombre, un nombre antiguo, por no decir un nombre prestado, de la ciudad de Atenea y de Erecteón. En resumen, contra esta cuasi historia y sus mediaciones cada vez más numerosas, el mito de autoctonía afirma que Atenas es originariamente Atenas.

De este modo se condensa en el instante inmovilizado de un nacimiento milagroso el tiempo de Cécrope y el de Erictonio, la época de transición en que, sobre la tierra apenas civilizada, el único rey es un ser doble y el tiempo humano de la criatura autóctona fundará las Panateneas: lo atestiguan numerosas representaciones figuradas del nacimiento de Erictonio, en las que Cécrope desempeña el papel capital como testigo; también da prueba de ello, en los textos, la frecuente asociación de estas dos narraciones en un complejo mítico en que el nacimiento del primer ateniense se articula con toda naturalidad con el tiempo primordial de la repartición de las timaí entre los dioses, que otorgó Atenas a Atenea.

Así la autoctonía ofrece su archê mítico a una historia muy poco «histórica» de la ciudad y, cuando concentra en un presente intemporal cuatro generaciones de reyes atenienses, como en esa copa de Berlín que, enlazando el antes y el después, reúne a Cécrope, Erecteo y Egeo en torno al niño Erictonio, el pintor de Codros no difiere mucho del orador oficial cuando, en la oración fúnebre, arraiga la democracia en el origen autóctono, haciendo así de Atenas una ciudad progresista desde su nacimiento. Más valdría otorgar, de una vez por todas, a esta historia mítica de la ciudad su verdadero nombre: el de aiôn, el principio vital siempre regenerado en el perpetuo recomenzar del origen.

Mito cívico, pues, el de la autoctonía. Inscribámoslo en su momento: mito de la «ciudad clásica» o, mejor, de la ciudad del siglo v. En efecto, en la cerámica ateniense, las representaciones figuradas del nacimiento de Erictonio datan del siglo V, y también todas aquellas que ponen en escena a todos los demás héroes nacionales de la pólis.  Es cierto que en esta época la esfera de lo político se apropia del espacio de toda representación, del lenguaje de toda figuración, en el escenario trágico donde el lógos se convierte en espectáculo, en los cementerios atenienses donde los monolitos de los difuntos desaparecen frente a los monumentos públicos, los únicos. No debemos sorprendernos de que, en este gran movimiento de apropiación política de la visión por parte de la palabra, el mito cívico de la autoctonía ocupe un lugar eminente. Ciertamente, en el siglo iv, la autoctonía, tema obligado de los epitáphioi, todavía desempeña un papel central, en el discurso —y sólo en el discurso, esta vez—. Pero no es tan seguro que la oración fúnebre, palabra tradicional, palabra conservadora, no repita aquí un tópos forjado durante el siglo anterior y que los oradores se habrían contentado, uno tras otro, con adaptar a los valores del momento. De hecho, con los atidógrafos, la nueva historia ateniense de Atenas ya habla la lengua racional del historicismo: por todas partes el discurso mediatizado por la cronología se cierne sobre la autoctonía. Tienen la palabra los compiladores de genealogías.

Aquí no podremos desarrollar esta historia del mito que acabamos de esbozar a grandes rasgos: para ello sería necesario emprender una historia general del imaginario político ateniense, del que la autoctonía es una parte integrante —esencial, pero no autónoma—. Vamos a operar deliberadamente en otro marco, el del espacio y el tiempo cívicos. Pues, aunque tenga su lugar en la historia de la ciudad democrática, el mito de autoctonía no deja de inscribirse antes que nada en el tiempo reducido, repetitivo, que, año tras año, trae las mismas fiestas, las mismas celebraciones, jalonando así el espacio de la ciudad: en la Acrópolis, las Panateneas, en el dēmósion sêma (cementerio oficial) del Cerámico, los funerales públicos.

En la Acrópolis nace un hijo de la Tierra, el rey que «Atenea, hija de Zeus, antaño crió y luego instauró en su rico santuario»: ese Erecteo, «hijo de la gleba fecunda» cuyo culto se evoca en la Ilíada,  ese Erictonio que, en los vasos atenienses, Gea saca a la luz, no muy lejos del olivo simbólico; en cada celebración de las Panateneas comienza, o recomienza, la historia de Atenas. En el Cerámico están enterrados en el suelo cívico (chôra) del que salieron los hijos de la patria, para quienes el tiempo se anula en el irrevocable retorno desde el final al principio. Así, desde la colina sagrada hasta el cementerio oficial, la distancia crece entre dos «discursos» sobre la autoctonía (uno, el del ritual y de las representaciones figuradas, y el otro, laico, el de la prosa política). Como si cada lugar produjera su propio lenguaje. Como si según el punto del espacio cívico en el que se enuncia la autoctonía cambiase de carácter.

*Versión reestructurada de un artículo publicado en los Annales E.S.C.; enero-febrero de 1979, pp. 3-26 («L’Autochtonie: une topique athénienne. Le mythe dans l’espace civique»).

1. Sobre estos dos aspectos de la función política de los mitos, véase M. P. Nilsson, Cults, Myths, pp. 49-80 y 81-87.

2. Legitimación de la hegemonía o llamada a una cruzada antibárbara: véanse Heródoto, VII, 161, y Platón, Menéxeno, 245 d. Autoctonía e ideología ateniense de la ciudadanía: véanse Aristófanes, Avispas, 1075-1080, y las múltiples alusiones contenidas en Las aves. Más generalmente, cf. N. Loraux, Invention, pp. 151-152.

3. Cf. F. Sommer, Nominalkomposita, p. 84.

4. Sobre esta oposición, véase N. Loraux, «Naître» y «Politique du mythe». No sirve para nada reconducir el mito del nacimiento de Erictonio a un Urmythos cualquiera sobre el origen de la humanidad (por ejemplo M. Fowler, «Erichtonios»), y la afirmación del Menéxeno (237 d) según la cual la tierra ateniense produjo al hombre (anthrôpos) es algo aislado en el corpus de los epitáphioi, que sólo mencionan a los ándres.

5. Cf. Ilíada, II, 545-546, donde «los de Atenas» y «el pueblo de Erecteo» son sinónimos. Para Erecteo o Erictonio dándole nombre a Atenas, véase Heródoto, VIII, 44, y el mármol de Paros (Fragmente der griechischen Historiker, 239 a 10). Una versión colectiva de esta historia atribuye a los «atenienses» en conjunto la responsabilidad de la eponimia de Atenas: Licurgo, Contra Leócrates, 26. Esta lista no pretende ser exhaustiva, como tampoco lo serán ulteriores referencias.

6. Empleo del término Erechteídes en el lenguaje poético: Píndaro, Ístmicas, II, 19, Píticas, VII, 10; Sófocles, Áyax, 201, Antígona, 981- 982, etcétera.

7. Apolodoro, Biblioteca, III, 14, 1; cf. Platón, Las Leyes, I, 626 d 3-5.

8. Hay que hacer notar que en Heródoto (VIII, 44) Cécrope es basileús, mientras que Erecteo, como un magistrado, ejerce la archê.

9. Sobre la rivalidad de los autóctonos por el título de primer rey de Atenas, véase el comentario de F. Jacoby al fragmento 92 de Filócoro (F. Gr. Hist., 328 fr. 92). 

10. Véase el comentario a Tucídides, II, 15, 1 («en la época de Cé- crope y de los primeros reyes…») hecho por J.E. Harrison, Primitive Athens, pp. 43 y 60.

11. J.E. Harrison, Primitive Athens, ibid.; G.W. Elderkin, «Erechteion»; y aun muchos otros.

12. Hay una especie de punto final de este proceso en Apolodoro, II, 14 (véase el comentario de Frazer en la edición de Loeb).

13. La existencia de autóctonos locales, tales como Títaco de Afidna, mencionado por Heródoto (IX, 73), complica ciertamente las cosas; sin duda, es cierto que «en los demos se explicaban cosas sin relación alguna con lo que se dice en la ciudad» (Pausanias, I, 14, 7), pero la narración de Heródoto postula a fin de cuentas la coincidencia de ambas tradiciones de autoctonía, la local y la oficial. Véase F. Jacoby, quien advierte de que no conviene sobrevalorar la supuesta «rivalidad» entre estas dos tradiciones (Atthis, pp. 123-128).

14. Ambas tradiciones, local y ciudadana, coinciden por lo menos en su oposición al sinecismo, identificado en la persona de Teseo (Heródoto, ibid.: Decelo, epónimo de Decelia, «indignado por la hybris de Teseo y temiendo por el Ática entera», encuentra en Títaco un aliado eficaz).

15. Cf. Pausanias, I, 26, 6 (en relación con la estatua objeto de culto en el Erecteón) y Tucídides, II, 15, 2 (la fiesta de las Synoíkia dedicada a la diosa).

16. En Heródoto, VIII, 44, el nombre de las Cecrópidas no es más que una epiclesis («ἐπεκλήθησαν Κεκροπιδαί»), el de los atenienses un ónoma («Ἀθηναῖοι μετωνομάσθησαν»).

17. Cabe señalar que en los propios atidógrafos Cécrope es el rey de la totalidad del Ática y no de la sola Acrópolis (cf. F. Jacoby, Atthis, pp. 125-126).

18. Sólo un extranjero como Helánico podía acometer la empresa de inserir la «arqueología» ateniense en el marco general de una cronología panhelénica (F. Jacoby, Atthis, pp. 215-225).

19. Véase J. Rudhardt, «Pensée mythique». Evidentemente no se trata de reducir la dualidad de los autóctonos mediante una serie de equivalencias donde Cécrope, Erictonio, Erecteo y Poseidón son uno y el mismo, vencido por Atenea y transformado en autóctono a modo de consolación (como, siguiendo a J.E. Harrison, lo hace B. Powell, Erichthonius, pp. 11-17).

20. Attic Red-figure Vase-painters 1268, 2 (véase fig. 5a-b). Véase F. Brommer, «Attische Könige»; no hay motivo para asombrarse, con Brommer (p. 152), de que Erecteo, que en el Ion de Eurípides es el hijo de Erictonio, aquí esté presentado como un adulto junto al niño Erictonio: la escena no se inscribe en la temporalidad genealógica, siempre más o menos «realista», ya que, tal como lo vio J.E. Harrison, Mythology, p. xxxi, la copa del pintor de Codros, añadiendo al mito de Erictonio el de Aurora y Céfalo, constituye un «pequeño manual» de mitología ateniense.

21. Sobre aiôn, véase É. Benveniste, «Eternité».

22. Nacimiento de Erictonio: entre el primero y el último cuarto del siglo v, en especial entre el 475 y 450 (H. Metzger, «Du geste au mythe», p. 298). Representación de los héroes nacionales atenienses: desde las guerras médicas hasta el final del siglo v (cf. F. Brommer, «Attische Könige», p. 155, y U. Kron, Phylenheroen, pp. 246-247).

23. Aludimos aquí a la famosa desaparición de las estelas figurativas privadas en los cementerios atenienses, durante un período que va aproximadamente desde la reforma de Clístenes al comienzo de la guerra del Peloponeso.

24. Sobre la actitud de los atidógrafos frente a la autoctonía, que sin embargo no es siempre reticente, véase F. Jacoby, Atthis, pp. 83 y 325. 

25. Homero, Ilíada, II, 546-551.

26. En dos vasos la Acrópolis, simbolizada por el olivo, es designada explícitamente como el lugar de nacimiento de Erictonio (crátera de Palermo, Attic Red-figure Vase-painters 1339, 3; crátera Adolphseck, Attic Red-figure Vase-painters 1346, 1).

27. Platón, Menéxeno, 237 b-c; cf. N. Loraux, «Mourir», p. 810.

28. Vamos a considerar aquí que las representaciones figuradas remiten al contexto de la Acrópolis: véase la n. 64 y la alusión del Ion de Eurípides (271) a la representación del mito de Erictonio; Ion y la Acrópolis: véase infra «Creúsa autóctona», pp. 309 y ss. ________________

Los hijos de AteneaNicole LorauxTraducción de Montserrat JufresaAcantilado13 de septiembre de 201722 eurosLos hijos de Atenea

La editorial

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En 2002, Vallcorba recibió el Premio Nacional a la mejor labor editorial por su trabajo en ambas editoriales. Desde 2014, Acantilado está dirigido por Sandra Ollo, editora, y también viuda de Vallcorba y heredera de su legado, en el sello desde 2008 y en la gerencia desde 2012. 

 

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