Maleta de libros

'La casa de 1908', de Giulia Alberico

La casa de 1908, de Giulia Alberico.

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A saber qué ha sido de la narradora de La casa de 1908 desde que Giulia Alberico contó su historia en 1999. Los lectores españoles han tardado casi 20 años en recibir esta tierna historia protagonizada por la vivienda que anuncia el título, una casona italiana descrita al detalle por esta autora nacida en San Vito Chietino en 1949 y residente en Roma. Desde su observación inanimada, la casa es capaz de contar lo vivido por la familia que la proyectó y habitó, y no por carecer de alma lo hace con menos ternura. Lo que no puede evitar el hogar construido por don Leandro es que la vendan. El futuro es incierto incluso para las construcciones bien cimentadas. 

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Me construyeron en 1908 y, mejor o peor, aparento mi edad, pero con mucha dignidad. Fui concebida unos años antes de que empezaran las obras. Eso fue al otro lado del mar.

Don Leandro albergaba el deseo de regresar a Italia desde hacía tiempo, y cada año era mayor su nostalgia de este mar que había dejado cuando todavía llevaba pantalones cortos. Recordaba muchas más cosas de las que su padre y su madre se imaginaban.

Este mar era pequeño, las olas se estrellaban contra rocas muy negras y también su olor era otro. Le parecía más áspero y además se mezclaba con el de la brea y la madera de los calafateadores que tenían sus almacenes en la misma playa. Y no había arena. Solo piedras. Hacía un poco de daño pisarlas de camino hacia el agua.

Allá, en cambio, la playa era inmensa y blanda, la arena invitaba a carreras y volteretas. No había calafateadores.

 

Las embarcaciones llegaban de grandes tinglados ubicados lejos del agua. Pero este era un pueblo y aquella era una ciudad.

Recordaba ciertas moreras y el sabor de las moras, ciertos higos duros y violáceos que se llamaban higos turcos. Recordaba todo eso y muchas cosas más.

Los negocios marchaban bien, no había motivo para hacer caso a una especie de nostalgia que sugería una partida y un viaje. Nunca hablaba de esa idea, pese a que la iba fraguando en su fuero interno.

Quizá lo hacía para no detectar una sombra de pesar en los ojos de Teresa. Ella había nacido allí, en Argentina, y en su vida no cabía la menor nostalgia de otros mares.

Los recuerdos de Teresa, los olores de su tiempo pasado eran tan intensos como los de Leandro, pero les faltaba algo que se parecía a un dolor.

Leandro contaba que me había concebido casi como un juego. Decía que de vez en cuando me imaginaba y que poco a poco terminé convirtiéndome en una serie de cálculos y esbozos y dibujos. Yo era un tema de conversación entre Leandro y Paulino Manau a ciertas horas de la noche, en el gran patio de la casa argentina.

Teresa empezó a sospechar algo, menos por las frecuentes visitas de Paulino que porque encontraba virutas de lápices afilados, hojas de cuaderno hechas una bola con notas incomprensibles y números. Los veía a los dos inclinados sobre grandes hojas que luego Paulino enrollaba y se llevaba.

Una mañana, en cuanto bajó a la tienda le preguntó a Leandro:

—¿De qué habláis Paulino y tú? ¿Tenéis un secreto?

En ese momento Leandro no quiso darle una respuesta clara y sensata, pero por la noche, en la cama, le habló a Teresa de la ilusión que yo le hacía, de regresar al otro mar. Se lo contó a la defensiva, dando casi a entender que él mismo juzgaba que aquella idea era casi una locura.

Teresa no respondió.

Supo, desde aquella noche, que dejarían Argentina. Comprendió también que habría podido oponerse de muchas maneras y todas válidas, pero no quiso hacerlo. Lo amaba y tuvo la certeza de que con los años Leandro se afianzaría en aquella idea y ya no la abandonaría jamás.

Prefirió sobrellevar ella la nostalgia. La aceptaba como el nacimiento de una obsesión para Leandro y de un remordimiento para ella. 

Tengo el aspecto sólido de las casas de principios de siglo, un portal robusto, una hilera de ventanas en la primera planta y tres balcones en la segunda. La escalera es de piedra. Un lado de las habitaciones da al mar y otro da al jardín.

Ahora que durante largos meses permanezco cerrada, mi olor más fuerte, el que me distingue, es el olor a humedad: a lo que huelen la madera, las paredes, los sótanos.

Cuando en mi interior se vivía con asiduidad tenía muchos olores distintos, que cambiaban con las estaciones. En pleno invierno el mar crecido parecía que entraba en las habitaciones, y no solo con el ruido de la resaca o de las olas que, altísimas, azotaban las rocas, sino con su aroma amargo a sal y a algas.

Y estaba además el del carbón en los braseros y el de los leños que ardían en la chimenea. Olor a fuego y a agua.

Cuando llegaba la primavera se imponían los olores de la tierra: llegaban de los grandes canastos repletos de tomates y melocotones, de la albahaca y los pimientos asados, de las mermeladas de uva y de guindas.

En las plantas altas, olor a sábanas de lino, recién lavadas, leves esencias de cedrón y de muguete, olor a habitaciones en penumbra, a cera de abeja, a muebles lustrados.

Con Anna Maria y Marcella entraron en mi interior los olores de las cremas solares y de los aceites de baño, de algunas colonias especiadas.

La tienda, tanto en invierno como en verano, ha olido a cuerda y a papel de envolver, a betún para los zapatos y a tinta.

Durante la última guerra he olido a jabón casero, a café de cebada y a mantas militares.

Esto es un pueblo. Grande, pero no deja de ser un pueblo. Da al mar y está rodeado de campos fértiles, repletos de olivares y viñedos. La tierra parece bendecida por el cielo porque produce en abundancia, y entre la tierra y el mar la gente siempre ha tenido de qué vivir y nunca ha padecido miseria.

Es un pueblo antiguo que ha estado sometido a muchos amos. En el habla quedan huellas de todos los pueblos que han dominado este lugar o que al menos han comerciado con él: griegos, árabes, franceses, españoles…

He sido la casa más hermosa del pueblo durante muchos años.

Quizá es por eso por lo que no me resigno a que me vendan. Pero no puede ser solo por eso: quien me compre ya tendrá pensadas las reformas y acabaré recuperando el esplendor de antaño.

¿Cuál es el problema, entonces? Lo cierto es que no soporto la idea de que me habiten extraños.

Soy el fruto del sueño de Leandro y de los esbozos y los cálculos de Paulino Manau, ocasioné la melancolía de Teresa, aunque después me quiso, he conocido a sus hijos, y a los hijos de sus hijos, y acabar ahora en manos de desconocidos me resulta intolerable.

Quienes me concibieron y crearon y después me habitaron ya han muerto y tampoco queda ninguno de sus hijos.

Por todo lo que he visto y oído, sé que pasará lo que tenga que pasar. Qué remedio. Si la necesidad quiere que me vendan, así será.

Pero intentaré, hasta donde una casa sea capaz de hacer algo —sin palabras, sin gestos, sin rostro—, intentaré seguir siendo de su propiedad.

Veré qué pasa. Ayer llegó Marcella.

Desde hace muchos años ella es quien me habita durante más tiempo. Llega entre finales de junio y principios de julio y se marcha cuando los días son decididamente más cortos. Vuelve algunos fines de semana de otoño y luego en Navidad.

Tenía dieciocho años cuando me conoció y enseguida le gusté, pese a que había algo en mí que la inquietaba.

Un aspecto cerrado, abandonado. Las bombillas demasiado tenues, cierto toque espartano en la decoración.

Ni la menor concesión al color, al detalle que fuese solo agradable a la vista. Ni un cuadro o un grabado en las paredes. Tampoco una flor en los floreros que, sin embargo, se llenaban de polvo en el salón, sobre las mesillas y la cómoda, ni una planta.

La conquistó el jardín, y eso que ya estaba muy lejos de merecer ese nombre.

En los planes de Leandro y de Paulino Manau tendría que haber recordado el patio de la casa argentina y reducido la nostalgia de Teresa. Y así fue proyectado y mantenido.

Pero con la muerte de Teresa, y la de Leandro muchos años más tarde, sobre todo con la guerra, nadie volvió a pensar en cuidarlo conforme al plan de consuelo para el que había sido concebido.

La transformación en huerto se intensificó entre 1940 y 1944. Aurelia confirmó su convicción de que era una persona práctica, casi se convenció de que había previsto la época de necesidad, cuando a la tierra se le demandarían patatas y verduras en vez de hortensias y lilas.

Lo útil se impuso a lo inútil y si alguien mencionaba la belleza de los setos con flores que encantaban a Teresa, Aurelia rebatía con un tajante: «Pero ¿es que no son hermosos estos cogollos de lechuga? ¡Y mirad estas berzas, si parecen flores!».

Acabó convertido a medias en huerto y a medias en un espacio silvestre. Hoy hay tres higueras, nacidas por azar, setos de áster y de cañas a lo largo de las vallas, un cerezo, algún pitosporo, y lo demás es un prado, bastante descuidado.

Aun así, es agradable asomarse a la ventana de la cocina y aspirar el suave aroma de aquel espacio verde en el que en ciertas horas del día se junta una colonia de palomas y en ciertas noches chillan enloquecidas las golondrinas.

Cuando llega Marcella ya sé qué pasos dará.

Abre todas mis ventanas, repasa los daños que dejan cada invierno y cada primavera: un lavabo que pierde, una mancha de humedad en las paredes o en los techos, un picaporte que no gira bien porque se ha oxidado, una persiana que no cierra porque la madera se ha hinchado.

Mario, el fontanero, y Pasquale, el albañil, son las primeras personas a las que Marcella llama para combatir los signos de mi vejez.

Es así desde hace años, desde que es la única que se ocupa de mí.

En primavera, cuando viene en Semana Santa, o, durante más tiempo, en junio, al otro que busca enseguida es a Giovanni, el hombre que se ocupa del jardín.

Durante dos o tres día recorta el césped, arranca los hierbajos, poda los pitosporos y da una forma más ordenada a los setos de áster y de cañas.

Después, mientras paladea el vino blanco frío que Marcella le ofrece en la cocina, le brinda, desde hace años, las mismas palabras y los mismos recuerdos.

Desde niño acompañaba a su padre en idéntica faena y siempre acaba diciendo: «Qué bonito estaba esto, señora, en la época de don Leandro. No es que usted no lo cuide, no digo que no, pero no vive aquí todo el año, qué quiere que le diga, la tierra y las plantas necesitan mimos. Pero la verdad es que ya hace usted mucho por este sitio.»

Marcella le tiene cariño a este lugar porque aquí, lo dice siempre, redescubre la lentitud y los sonidos.

A las pocas horas de su llegada sus movimientos se hacen más parsimoniosos y dejan de estar dirigidos o controlados por la sensatez.

Y entonces puede estar largo rato simplemente asomada a la ventana, fumando un cigarrillo y mirando a los gatos sin dueño que se persiguen por el jardín, entre la hierba.

O bien tiende ropa en el balcón y se demora colocando las prendas mojadas en los cordeles con tanto cuidado que casi no requerirán planchado. O bien por la mañana, amodorrada, remueve el azúcar en la taza de café durante más tiempo del preciso porque le gusta oír el tintineo que hace la cucharilla al chocar contra la porcelana.

En verano, después de la cena, le gusta estar en el balcón grande.

Desde allí se ve la playa y la multitud de paseantes. Oye, arrastrados por el viento, los sones de una orquestina que toca todas las noches y por momentos le llega el olor a pasteles y bizcochos recién salidos del horno de la pastelería de la esquina.

En el balcón grande, de noche sopla siempre un vientecillo fresco, menos en los dos o tres días de garbino, que nunca faltan cada verano.

Marcella se pone un jersei o un chal, y protegida del aire húmedo de la noche sigue allí, distraída, hasta tarde, y a veces mira el cielo inmenso y lleno de estrellas.

Un amigo le ha enseñado a reconocer las constelaciones y ella las repasa, siempre con dudas sobre Casiopea y Andrómeda.

Sé con claridad cuándo Marcella se dispone a marcharse. Unos días antes empieza a subir y bajar las escaleras, necesita dejarlo todo en orden.

El número de días o de horas que tarda son directamente proporcionales al tiempo que ha pasado entre mis paredes. Si se trata de la marcha tras los meses de verano el trajín es más largo.

Marcella intensifica las coladas en la lavadora, ordena los cajones, la vajilla en la cómoda, recorre las habitaciones en busca de varios objetos que durante semanas han estado descolocados y que de todas formas han de encontrar su sitio hasta el verano siguiente, porque el frío está llegando, así que ya no se necesitan.

Sube de la planta baja a las habitaciones la ropa blanca planchada, guarda las toallas de playa, las esterillas y los abanicos, recoge de las mesillas de noche de los dormitorios los vasos y las tazas que por descuido se han quedado en la planta de arriba, guarda en una bolsa los periódicos y las revistas repartidos un poco por todas partes, comprueba que queda suficiente detergente, para que, en el primer fin de semana que vuelva, no le falte lo esencial.

Si es Navidad, elimina todas las cosas rojas y verdes con las que ha decorado el salón: pañitos, velas, hojas de acebo en los floreros de cristal, unas flores de seda que reproducen perfectamente las estrellas de Navidad y que en manojos llenan las dos grandes ánforas de cobre que están en un rincón del salón.

Lo último que hace, la última noche que duerme aquí, es tapar con viejas y ajadas sábanas blancas todos los sillones y el sofá.

Después se marcha.

Suele irse a primera hora de la mañana, sea cual sea la estación.

La puerta se cierra detrás de ella sonando con fuerza, un ruido sombrío retumba en mi vestíbulo, sube por el hueco de la escalera y resuena unos segundos.

Luego hay silencio, y yo me quedo sola.

Las persianas son viejas, no cierran bien, tienen las lamas muy separadas y, a pesar de que todas han quedado cerradas, en mis habitaciones se filtra siempre un poco de luz de fuera durante los largos meses en los que me quedo sin nadie.

Una luz lechosa, en ciertos días de invierno muy cortos que parecen nacer y morir inmediatamente, o pajiza, en los primeros indicios de buen tiempo.

Marcella llevaba casada solo seis años y había llegado con su marido y su hija para las vacaciones de Navidad, cuando Aurelia murió.

Parecía una Navidad como cualquier otra. Como siempre, Aurelia había preparado la cena de Nochebuena, compuesta de siete platos, como manda la tradición. Estaba un poco pálida y decía que notaba un leve dolor extraño, tal vez un golpe de aire.

Murió el 26 de diciembre, día de san Esteban, de infarto.

Siempre estaba encantada del regreso de su hijo, de su nieta y de esa nuera que no era capaz de llamarla por su nombre, ni mamá, ni señora.

Así que la trataba de usted, sin un vocativo.

Aquella muchacha no tenía nada que ver con su mundo hecho de comercio, de almacenes, de sacos de semillas de cereales y de bidones de sulfato de cobre para los viñedos.

Sus manos eran pequeñísimas y pálidas, manos de niña. A lo mejor le gustó el hecho de que siempre tuviese las uñas cortas y de que no se las pintara.

Leía constantemente, quizá demasiado, y ella, sin dejar que la viera, observaba las expresiones del rostro de Marcella cuando leía y captaba una intensidad que en ciertos momentos la preocupaba.

Creía que en los libros esa muchacha encontraba un alimento que le era indispensable, que de todas aquellas palabras escritas extraía un montón de emociones, no todas fáciles, pero que, pese a ello, Marcella buscaba.

Aurelia estaba convencida, sin embargo, de que los libros le causaban a Marcella también una especie de sufrimiento.

Le habría gustado defenderla de esa que le parecía una costumbre insensata, pero al mismo tiempo esa insensatez le inspiraba un misterioso respeto.

Había una complejidad de cosas en el alma de su nuera y decía que la vida, para alguien que leía tanto, con ese rostro y esa mirada que rezumaban físicamente las emociones que suscitaban las palabras, la vida, para alguien así, acabaría siendo un problema.

Cuando Marcella leía, y lo hacía en la cocina, ella se movía con pasos más leves.

Evitaba, al cocinar, hacer ruidos molestos. Si se le caía la tapa de una cacerola despotricaba en voz baja contra sí misma.

Le gustaba la proximidad muda y abstraída de aquella muchacha que había entrado en su familia y ahora formaba parte de ella.

Marcella conoció a Filippo porque había venido a la playa de vacaciones. En aquellos años el pueblo estaba cambiando.

La gente, cada vez más gente, había adoptado la costumbre de salir de vacaciones. En las noches de verano, las personas mayores se seguían sentando a la puerta de sus casas, para tomar el fresco, pero eran cada vez menos.

Del mar, incluso de noche, en lugar del silencio de antes llegaban ruidos, voces, música y carcajadas.

Familias enteras llenaban los dos hoteles que habían surgido rápidamente justo enfrente de mí, al otro lado de la avenida, el Miramare y el Adriatico.

La vida estaba cambiando, lo veía en la actividad de la tienda. Algunos artículos ya no tenían salida y los abonos y las simientes para el campo se vendían menos.

Los campesinos empezaban a dejar de ser campesinos o solo campesinos, con el tiempo muchos de ellos ampliaron sus casas y alquilaban una planta durante el verano, más o menos todos sus hijos estudiaban o trabajaban en la elaboración de tabacos o en los hoteles y en el campo ya no quería trabajar nadie.

Muchos habían vendido la tierra sobre la que luego habían construido. La costa empezó a llenarse de casas y de chalés.

Rara mezcolanza de estilos, macizos edificios de apartamentos en urbanizaciones junto a casas blancas y bajas pseudomorunas, pizzerías y pequeñas tiendas de objetos de cerámica.

Antes de marcharse, los turistas compraban de todo, y varias veces entraron en la tienda y le pidieron a Aurelia «souvenirs».

Aurelia, harta, contestaba que no tenía.

Una vez, una gente del norte se asomó al almacén pequeño y, entre grititos de entusiasmo, se encaprichó con la lana cruda y con las simientes que había en los sacos. Quisieron comprarle algo, pero Aurelia les respondió:

—¡Imposible, todo eso está carcomido, ha habido ratones!

Filippo —entonces estaba de novio con Marcella— le pidió explicaciones a la madre por aquella negativa.

—Le vendo a quien me da la gana y esa gente no quiere para nada la lana ni la simiente —respondió Aurelia.

A Aurelia no le gustaba la gente de fuera, al menos no aquella que, a su entender, había alterado el pueblo, tomaba helado a todas horas y tiraba los envoltorios al suelo, había llenado las calles de automóviles y había cambiado a los campesinos, que habían dejado de ser campesinos.

Con Marcella hizo enseguida una excepción.

Era de ciudad, pero sus orígenes estaban en el pueblo de mar. Y además esa chica no se había vuelto una engreída solo por vivir en la ciudad, no tomaba helados a todas horas y por la noche, después de la cena, le gustaba —después de pasear por el muelle— estar largo rato en silencio, sentada en el balcón, fumando y mirando el cielo.

—¿Te gusta Marcella? —le preguntó Filippo.

—Sí —fue la respuesta de Aurelia—, porque no dice cosas inútiles.

Fue una declaración de rendición incondicional a esa chica que, como tanta gente, había ido allí de vacaciones y que acabaría echando raíces en su familia.

Desde 1908 no he sufrido cambios importantes, quiero decir que las habitaciones siguen siendo las mismas, no se ha derribado ningún tabique, no se ha añadido ningún espacio, como no sea el pequeño gallinero que Aurelia, tras la muerte de Teresa y Leandro —que jamás habrían consentido tal espanto—, mandó hacer en un rincón apartado del jardín, que ya empezaba a adquirir un aspecto descuidado y campestre.

Con Leandro y Teresa había conservado siempre el aspecto de un patio.

Tenía solo dos lados porticados, de modo que era un patio a medias, pero en el centro había una fuente de piedra que un artesano nativo había tallado a partir de un dibujo de Paulino Manau. Y el dibujo recordaba la fuente de la casa argentina. Un par de veredas enlosadas cruzaban el jardín.

Allí era donde Teresa recibía a las señoras que la visitaban, en verano, y donde pasaba horas bordando, allí Leandro buscaba el fresco para hacer la siesta.

Era el espacio de las carreras y los juegos para los cinco hijos que llenaban el aire de gritos y reclamos. Allí era donde Teresa, en los últimos meses de los embarazos —a sus hijos los había concebido siempre en verano—, se sentaba en uno de los bancos, sin pensar en nada, mirando el jardín y el cielo.

Creo que tenía recuerdos plácidos de Argentina.

Leía en el jardín las largas cartas que le llegaban de su hermana: «Querida hermana…».

Me decoraron con gusto y sobriedad.

Los muebles fueron encargados en Cantù y de fuera llegaron también las dos lámparas importantes.

El piano fue lo primero que Leandro compró para que Teresa pudiese seguir tocando.

Las partituras llegaron de América, en grandes baúles, al igual que casi todos los adornos y la ropa blanca, las cortinas y una infinidad de objetos aparentemente de escaso significado.

Teresa colgó enseguida, en la pared a la que estaba pegado el piano, el título, enmarcado, que había conseguido en 1903.

  CONSERVATORIO FRACASSI BUENOS AIRESDiploma de Profesor ElementalVisto el resultado de los exámenes del año escolar1902-1903se confiere el presente Diploma de profesorelemental de Pianoa Duarte Teresa.Aprobada con Diez puntos

Estaba semanas enteras sin acercarse al piano. Entre los cinco niños, las faenas de la casa, los ratos que a veces podía ayudar a Leandro en la tienda, apenas le quedaba tiempo.

Pero en invierno, como hacía frío, llovía o había humedad, no salía al jardín y encontraba con más facilidad una hora del día para subir al salón.

Entonces la música llenaba todas las habitaciones y desde abajo, en la tienda, los clientes se demoraban con las compras para escuchar.

—Don Leandro, qué bien toca la señora —decían, y a veces preguntaban cuál era el tema que estaba tocando.

Algunas veces Leandro lo sabía, otras no. Eso sí, en la música sabía reconocer qué estaba pensando Teresa ese día.

Cuando más intensos eran en ella los recuerdos de la casa argentina, o de aquel otro mar con la infinita playa de arena, o de las tardes pasadas tomando mate con su amiga Juanita o de las visitas de Paulino Manau, entonces tocaba La loca de amor.

Cuando su nuera estaba sumida en la lectura, con unos libros más que con otros, Aurelia tenía un recuerdo extraño.

Recordaba a su madre, la expresión que ponía cuando tocaba La loca de amor.

Cuando Marcella dejaba el libro, tenía en el cuerpo, en el rostro y en la mirada una especie de absorto embobamiento, igual al que se le quedaba a su madre durante unos minutos, una vez que se iba del salón y bajaba.

Era como si ambas volvieran de otro lugar.

Se movían en una especie de cámara lenta.

Ya he dicho que fui la casa más hermosa del pueblo durante muchos años.

Era la envidia de don Filippo, el farmacéutico, y de don Rocco, el notario. No porque ellos no tuvieran casas grandes e imponentes. A fin de cuentas, eran más antiguas y entre sus paredes había acumulados más años, más adornos, más cosas.

Pero quizá justo por eso no eran armónicas: una mezcolanza de épocas, ventanas hechas en distintos momentos, habitaciones añadidas al cuerpo original, tabiques levantados sin sentido de los volúmenes.

A principios de siglo yo era joven, y fluía entre mi estructura y el mobiliario una armoniosa correspondencia.

En la primera planta, además de la sala y el salón rojo, había un estudio, el dormitorio de Leandro y Teresa, un vestidor y otra habitación, bastante pequeña y esquinada: a medias salón y a medias cuarto de plancha y costura.

En la segunda planta, los dormitorios de los niños, cuatro.

Había un cuarto de juegos, que se convirtió en estudio cuando Sigfrido y Orlando iban al instituto.

Encima del cuartito esquinado estaba el de Amalia, la criada-niñera que permaneció entre estas paredes cuarenta años.

Crió a los hijos de Leandro y Teresa y durante un tiempo también a los de Aurelia, y se ocupó de mí hasta que las fuerzas se lo consintieron, e incluso más.

Murió durmiendo, como había deseado siempre.

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  La casa de 1908Giulia AlbericoTraducción de César PalmaEditorial MinúsculaJulio de 201812 eurosLa casa de 1908

La editorial

La editorial Minúscula nació en el año 2000 en la ciudad de Barcelona, con dos títulos: Las ciudades blancas de Joseph Roth y Verde agua de Marisa Madieri. Entre sus intereses, reunidos en seis colecciones, está la traducción de novelas y ensayos europeos, las obras que arrojan luz sobre un territorio lejano, los títulos experimentales o controvertidos, o los textos breves y singulares. Entre estos últimos se enmarca La casa de 1908. Recientemente han publicado otros títulos como Deja que te cuente, de Shirley Jackson, o Te me moriste, de José Luis Peixoto. 

 

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