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Cinema Paradiso

Inocencia y piratería, un caos letal

Fotograma de 'Viento en las velas', de Alexander MacKendrick.

Irene Bullock (Insertos)

Suena una melodía y una voz alegre canta una historia sombría sobre un joven que espera "un amor sin lágrimas", y, cuando se convierte en hombre, lo que el destino le envía es un amor que lo "cuelga de un árbol del ahorcado". Y la cámara pasea por una  isla paradisiaca, Jamaica, donde está a punto de caer una gran tormenta, hasta centrarse en una niña, Emily Thornton (Deborah Baxter), que persigue a su gato Tabby, mientras toda su familia trata de resguardarse de la inminente lluvia acompañada de un fuerte huracán. Esas notas de canción infantil con letra siniestra (obra del poeta Christopher Logue, muy relacionado con el cine como guionista y actor) ya dan con el tono premonitorio y funesto de Viento en las velas (A high wind in Jamaica, Reino Unido, 1965), de Alexander MacKendrick. La canción provoca la sensación de una inocencia que amenaza la calma, que trae la destrucción y el caos.

La niña no tiene noción del peligro, ella persigue a su gato (sin importarle las consecuencias) y su padre va tras ella. Por fin, el cabeza de familia logra atrapar a Emily y una vez que están todos juntos, pueden refugiarse en el sótano. Allí ya se encuentra el servicio, hombres, mujeres y niños negros que cantan y están a punto de sacrificar una gallina, un ritual mágico para ahuyentar los malos espíritus. Una horrorizada señora Thornton, que antes ha leído la Biblia a sus hijos y ha querido que recen, exige a su marido que pare dicho ritual pagano. Los niños lo viven con naturalidad, como algo mágico, y no entienden por qué sus padres prohíben la ceremonia.

El huracán destruye el hogar de los Thornton. Cuando pueden salir de su escondite, se topan con el cadáver del viejo Sam, un sirviente de confianza, y los críos despreocupados cantan una canción macabra saltando en un charco. Entonces la madre realiza una petición a su marido. Le explica que sus hijos se están educando en un ambiente salvaje y que confía en que la escuela les cambiará. Quiere que los niños regresen a Inglaterra. Así los cinco hermanos y otros dos niños de una familia vecina, los Fernández, suben al barco del capitán Marpole rumbo a Inglaterra.

En el prólogo ya se vislumbra el rico universo infantil de estos pequeños. Por una parte, el caos que provoca su presencia, bien por sus juegos, donde no hay límite entre la realidad y la fantasía, bien por sus reflexiones carentes de caretas y convenciones sociales. También la imposibilidad de establecer el orden en el grupo, aunque reconocen la autoridad lejana de los padres (sobre todo del padre), los hermanos son anárquicos, no están acostumbrados a vivir en un sistema social jerarquizado y con reglas (que será lo que encontrarán en Inglaterra). Y, por último, su relación cercana con lo desconocido, con lo misterioso y con la muerte. Todo lo admiten con naturalidad, sin ningún miedo.

Alexander MacKendrick amaba la novela Huracán en Jamaica de Richard Hughes y había acariciado durante años la idea de su adaptación al cine, pero no quedó satisfecho con el resultado final. Para MacKendrick no estaba a la altura del libro. El director no sintió una completa libertad a la hora de  llevar a la pantalla esta obra, sobre todo por las intromisiones del productor Darryl F. Zanuck, que quería convertir la película en una aventura convencional de piratas y niños. El director contó con el apoyo de la estrella principal, Anthony Quinn, para conservar el espíritu de la novela. Y aunque no consiguió la libertad absoluta ni plasmar todo lo que deseaba, al menos logró un largometraje ambiguo que rescataba el alma inquietante de la novela de Hughes.

Antonio Castro realizó en los años ochenta, para la revista Dirigido por, una entrevista al realizador donde este cuenta sus frustraciones por esta película y donde dice que él hubiese querido filmarla con un único punto de vista, el de Emily. Aun así esa mirada de la niña está muy presente, pero también es valioso el punto de vista del capitán Chávez (Anthony Quinn) y el de Zac (James Coburn), su hombre de confianza en su barco, pues pone más en evidencia el enfrentamiento entre un mundo adulto que choca con el caos infantil que traen los hermanos al barco y que todo lo arrasa. Además las miradas de unos y de otros siguen dando ese aire incómodo e interesante al filme. Alexander MacKendrick es, en dicha entrevista, excesivamente duro con su propia creación.

Ya lo dice el capitán Marpole, antes de partir con los niños hacia Inglaterra, "un barco es la mejor guardería del mundo". Y en eso se va a convertir tanto el barco de Marpole como el del capitán Chávez. Los barcos como lugares con múltiples posibilidades de libertad y juego, pero también de miedo y misterio. Como pregunta uno de los piratas desconcertado ante "el nuevo cargamento": "¿Cuáles son las reglas para tratar a los niños?". En un primer momento hay una especie de fascinación mutua entre los piratas y los chiquillos, pero pronto todo será una lucha de poderes entre ambos mundos. Los pequeños convierten la realidad que están viviendo en su universo propio, pues como dicen: "Los adultos nunca nos dicen nada. Hay que adivinar". Chávez es permisivo con los críos, se deja llevar por ellos y le atrae ese mundo anárquico y caótico, sin caretas. Libre. Y sobre todo siente una conexión fuerte con Emily. Los dos construyen una especie de relación idílica con una suave ambigüedad latente, como si fueran dos almas que se entienden, aunque se enfrenten continuamente. El capitán pirata no hace caso a las dudas cada vez más fuertes de sus hombres sobre si los niños deben seguir a bordo. Zac se transforma en portavoz, pues él sí ve cómo el "orden" del barco se va diluyendo cada vez más con la presencia de los críos e intuye la posibilidad más que cercana de un motín. Zac le transmite a Chávez el sentir de la tripulación y sus miedos —"Los niños traen mala suerte"—, aunque él mismo es un observador incrédulo que siente cómo todo se le escapa de las manos, incluso su lealtad al capitán.

 

Los niños banalizan lo sagrado con una inocencia que desarma. No tienen reparos en jugar a un entierro en la cubierta del barco, le quitan el gorro al capitán y se ríen del poder que este representa o giran la cabeza de la escultura del mascarón de proa. Cuando esta cae al mar, Zac la rescata y la lanza al suelo de la embarcación. La niña más pequeña, la que habla con sus muñecas sin parar y tiene como una de ellas a un clavo gigante que va haciendo estragos por el barco, coge la cabeza y juega con ella como si fuera un espíritu maligno. Entonces los piratas se muestran aterrorizados, pues son supersticiosos. La presencia de la adolescente Margaret Fernández también desestabiliza el barco, pues ella se encuentra entre los dos mundos, no es ni niña ni adulta, y además empieza a sentir su propia sensualidad. Por otra parte, Emily también predice el final en uno de sus enfrentamientos con Chávez, porque este regaña a su hermano John. Le dice al pirata con una rabieta de niña: "Le colgarán e irá al infierno".

Cuando el barco pirata llega a tierra, a Tampico, los piratas se dan cuenta de que están perdidos. La madame de un burdel les informa de que el capitán Marpole les acusa falsamente de ser secuestradores y asesinos de niños. Su condena está sellada, y más cuando ocurre un suceso nefasto e inesperado con uno de los hermanos.

Cuando Emily sufre un accidente en el barco, Chávez la lleva a su camarote para curarla. Durante la convalecencia de la niña, estalla un motín, pues el capitán no quiere atacar otro barco; es más, quiere llevar a tierra a la cría cuanto antes. En esos momentos intensos, Emily y Chávez afianzan su propio universo, unen sus vínculos. "Cuénteme un cuento", le pide Emily. "No sé ningún cuento", le contesta el capitán. "Cuénteme cuando era niño en el mar", insiste la niña. Él sigue el juego: "Cuando yo era niño no había agua...". Es una relación con destino fatal. Poco después, en un momento que está sola en el camarote, Emily se asusta cuando aparece frente a ella un capitán holandés preso de un barco asaltado finalmente por los piratas. Este le pide ayuda, pero, confundida por la fiebre y el miedo, lo mata con un cuchillo. Chávez se da cuenta de lo sucedido y opta por el silencio. Poco después los niños son rescatados por un barco británico, y los piratas, detenidos.

Morir y después vivir

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Los críos cuentan a un abogado su estancia en el barco como una gran aventura. Y presentan a Chávez como un héroe divertido. Pero el abogado necesita un testimonio para condenar y ahorcar a los piratas, pues desde 1837 no "hay horca si no va acompañado de asesinato". Necesitan culpar a los detenidos de una muerte. Y la única que les puede dar una pista es Emily. El destino está dictado. La dulce niña vuelve a sembrar el caos con las palabras durante el juicio. Y Chávez la mira con cariño inusitado, disculpándola. Este se ríe del azar y le dice a un Zac que clama su inocencia: "Zac, debes ser culpable de algo".

Los niños ya están en un parque, en una Inglaterra "civilizada", y Emily mira, inocente, un barco de juguete en el lago. De fondo de nuevo se oye esa canción infantil que recuerda la historia de un hombre a quien el destino le envía un amor que  lo "cuelga de un árbol del ahorcado". Estremecedor.

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