Joyas del interior

Rosalía sin GPS

La última casa en la que vivió Rosalía de Castro, hoy su casa museo.

Hay dos mujeres que siempre me esperan cuando cruzo el Sar y se divisan las brañas de Laiño: mi madre y Rosalía. Con los años he llegado a pensar que se trata de la misma persona, que las campanas de Bastavales que oía Rosalía son las mismas que todavía escucha mi madre, que el mar de Arousa es el mismo mar que en tiempos de Rosalía, que las dos hablan el mismo gallego de la zona a sus criaturas, las dos dicen "Sempre lle queda unha mágoa/ dentro do seu corasón", corasón, así, con el son de los pinares que mueve el viento.

Tampoco los cementerios han cambiado demasiado desde 1885. El de la Adina, en Iria Flavia, y el de San Xián, en Laíño, se parecen. Nuestros muertos son de la misma familia, guardan cierto parecido, salvo Camilo José Cela, claro, que no cabe en ninguna parte. Yo, además, me cultivé en Padrón, donde cada día daban ganas de santiguarse ante la estatua que preside el Espolón a las orillas del Sar, un menhir de granito que fue donado por los emigrantes del Uruguay e inaugurado en los cincuenta por el arzobispo Quiroga Palacios. No creo que los donantes, muchos republicanos, estuvieran de acuerdo con aquel extraño aquelarre franquista que reivindicaba el "regionalismo", como se despachaba entonces a la autora.

Allí, frente a las tabernas húmedas, a las pulperías eternas, bajo los plátanos de sombra del paseo, en el quiosco donde compraba Triunfo y Ajoblanco, con la vista fija en el Convento do Carme, velé mis primeros amoríos que fueron no más que un acuerdo con la negra sombranegra sombra, esa que el paso del tiempo confunde a veces con el erotismo y que otra mujer de la tierra, Luz Casal, canta como un eco llegado del más allá.

Rosalía es cantar pero también dolencia. Allí, junto a la estatua, brotan versos que me llenan la boca todavía de una lengua materna que sabe a leche entera y a manzanas recién cogidas del suelo: "Padrón ponliña verde/ fada branca ó pé dun río". Rosalía es un mantra gallego, una religión profana, un misticismo tranquilo, un libro que pasó de padres a hijos, popular más que otra cosa, cantar gallego que todavía hoy resiste como nunca a la reivindicación folclórica, al marketing cultural, a la sandalia del peregrino, a la competencia de una cantante catalana. Rosalia es santiñasantiña, icono milagroso venerado en las capillas de la morriña y los atolladeros de la melancolía. Pasa lo mismo con Verdi en Parma o con Elvis en Memphis; la gente quiere a Rosalía, es el fervor de una lengua que antes de Follas novas era solo habla de trovadores medievales ambulantes y acordes lusitanos, una lengua que se hablaba por los caminos, pero que no tenía un rostro literario para acuñar la cara en la moneda. Nuestra primera estrofa fue por tanto un blasón: "Como chove miudiño/ como miudiño chove/ pola banda de Laíño/ pola banda de Lestrobe".

Rosalía de Castro, con su familia, por Juan Palmeiro e fillos (A Matanza, Padrón, 1883/4). / FUNDACIÓN ROSALÍA DE CASTRO

Me crié en la braña dónde el Ulla va camino ya del encuentro con el agua salada, avistadas las Torres del Oeste, en Catoira, y el mar de Rianxo, nuestra placenta, mitad fango, mitad cielo. Es tierra de canciones, de poetas, de músicos, de orquestas, es tierra de alegría. Macías o Namorado, Castelao, Dieste, Manoel Antonio o, tendiendo la mano hacia el Caramiñal, Don Ramón camparon por sus fueros por estas comarcas. Rosalía nos regaló una música constante, una vacuna contra aquellos años de rancio franquismo en que el gallego estaba arrinconado en la vida aldeana y los jerifaltes de antaño paseaban con sus camisas azules de la Falange los domingos de guardar. Ahora, en cualquier lugar de Galicia, gasolineras incluidas, puedes comprar una camiseta con esa esfinge que medio sonríe como una gioconda rural. Yo he presenciado algunas confusiones con la imagen: una vez la confundieron en una verbena con Jim Morrison, las drogas potencian la visión, otra con Frida Kahlo, todos los iconos resultan parecidos, incluso el Che.

Los Baldíos, una tierra de frontera

Los Baldíos, una tierra de frontera

Poco y mucho queda de aquellos cantares, de aquellos paisajes. Algunos carballos, magnolios y camelias siguen en pie, los caminos llevan al mismo lugar por las Terras de Iria; el Sar y el Ulla, la novicia y el gran padre fluvial, desembocan en el mismo lugar de siempre, pero las construcciones desafían a veces el sosiego, el ladrillo gobierna el derecho a la vivienda, las fábricas humean sin piedad, aunque en invierno se huela la leña de roble que se quema en las chimeneas. Las campanas de Santa María de Dodro, de San Xoán de Imo, de San Xián de Laíño o de Santa Comba de Cordeiro tocan cada día a muerto o a fiesta y, en verano, incluso este de mascarelasmascarelas, los foguetes van estallando de un lado a otro del río anunciando quizás que esa noche toca la gran Orquesta París de Noia y habrá botellón y quizás, más tarde, también haya que sofocar un incendio en el monte, en los ardores de la madrugada.

¿Escuchas todo ese rumor, Rosalía de Castro y Murguía? ¿Sabes que hasta los más pequeños recitan Aires da nosa terra y que tu esfinge está en billetes y cervezas, en colegios y en centros de salud? ¿Sabes que un berciano puso música a tus palabras y que todavía es difícil no entonar Adiós ríos, adiós fontes, adiós regatos pequenos cuando pulsamos la tecla del sentimiento?

Dos buenos amigos, el profesor y literato Anxo Angueira, presidente del Patronato, y el maestro Manuel Lorenzo Baleirón, último biógrafo de la autora, velan el legado de Rosalía en su casa de A Matanza, al lado de Padrón, una casa humilde, al lado de la estación de ferrocarril, donde todavía perfuman los magnolios, en la piedra se adivina una escritura secreta y la imperecedera morriña emigrante le ha plantado un ombú en su jardín. A veces voy y hablo con el fantasma, me aparto ligeramente de los turistas y abro una ventana para que pueda ver el mar de Arousa como fue su último deseo, un ramillete de pensamientos y el mar. No hay faena sin cantares, ni versos sin pena en esta Galicia que ofrece un verano seco y que acaba de dedicarle a la autora una estrella en el firmamento.

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