Luces en la oscuridad

Irena Sendler o cómo librar a niños del exterminio nazi gracias a un ataúd

Irena Sendler, en 2005, tres años antes de su muerte.

Determinar si la vida es un círculo, una espiral o un cuadrilátero donde cada round sucede a otro hasta el KO definitivo es algo que no compete a este texto. Pero la historia de Irena Sendler, que cierra la sección Luces en la oscuridad, tiene algo que a modo de círculo enlaza con la primera entrega de la serie, dedicada a dos héroes que en febrero de 1937 salvaron vidas en la Desbandá. Es decir, en aquella huida en masa de civiles desde Málaga a Almería para no caer en el cepo del bando fascista. Porque de uno de aquellos héroes de la Desbandá –Anselmo Antonio Vilar, que apagó el faro de la población costera de Torre del Mar  para evitar el ametrallamiento de quienes escapaban– casi nadie había oído hablar hasta que un periodista desenterró su historia hace algo más de tres años. Y pocos sabían también de la existencia de Irena Sendler hasta que en 1999 un profesor de secundaria de la minúscula ciudad estadounidense de Uniontown, en el estado de Kansas, dio impulso a cuatro alumnas para que escribieran y representasen una obra teatral: La vida en un tarro (Life in a jar).

El porqué de ese título no es casual, pero antes de llegar ahí mejor partir de cero tras subrayar que fue ese trabajo de dramaturgia el que propagó a escala internacional la historia de Irena Sendler (1910-2008). Y así, casi seis décadas después de los hechos, comenzó a conocerse quién era aquella trabajadora social que, como enfermera, se coló en el gueto de Varsovia pasado el verano de 1942. Desde allí salvó a una verdadera multitud de niños judíos con artimañas que incluían su transporte en ataúdes. ¿Cuál fue el salvoconducto para la entrada de Sendler, con qué pretexto logró permiso para ir y venir sorteando los férreos controles que mantenían el gueto cerrado a cal y canto? Pues, citando unas declaraciones suyas a una publicación argentina, la entrada que Wikipedia dedica a la heroína polaca lo explica así: pudo entrar gracias al miedo de los invasores a una epidemia de tifus por la absoluta falta de higiene pública, la aglomeración, el hambre, por todo lo que asolaba a los habitantes del gueto. A los nazis, sobra decirlo, en absoluto les importaba la salud de los allí confinados. Tan solo les preocupaba tener los eventuales contagios bajo control. Con Jolanta -variante polaca de Yolanda- como nombre de guerra, Sendler transformó esa preocupación en palanca para mover al menos un pequeño trozo de aquel mundo casi desmoronado al completo por el horror.

De aquellos niños que desde el gueto de Varsovia se iban sumando al imborrable grupo de vidas salvadas –la mayoría de las fuentes hablan de 2.500– muchos corrían el riesgo de olvidar sus verdaderos nombres y apellidos. Sendler optó por escribir en tiras de papel los datos que permitían identificar a los niños. Añadió, en clave, las direcciones de las casas, conventos católicos, orfanatos donde permanecían refugiados. Y, por seguridad, lo guardó todo en dos botes de cristal que enterró bajo un manzano. Por eso la obra teatral lanzada desde Uniontown en 1999 se llamó La vida en un tarro.

En una entrevista para el documental Irena Sendler: en el nombre de sus madres, la antigua trabajadora social y miembro del Partido Socialista polaco condensó en unas cuantas frases inequívocas poco antes de morir aquello que la empatía le había hecho ver, sentir, sufrir: "Salía por la mañana y veía a un niño desfallecido de hambre tirado allí; regresaría unas horas después y ya estaría muerto, cubierto por un periódico". Muy pronto -sigue rememorando- "nos dimos cuenta de que la única forma de salvar a los niños era sacarlos" del gueto. Pero nadie podía asegurar el éxito. Ni prometer la supervivencia. Sendler [puedes ver el tráiler pinchando aquí] recordaba en esa misma entrevista el terrible dilema de las familias a quienes ella y su grupo pedían que les entregasen a un menor. "La primera pregunta [de los padres] era: ¿qué garantía hay de que el niño vivirá? Yo decía: Ninguna. Ni siquiera sé si saldré hoy viva del gueto". Algunos padres y madres, relatan distintas fuentes biográficas, pidieron a Sendler tiempo para pensar si ponían o no en sus manos a los niños. Pero a la siguiente visita, cuando ella misma o su grupo confiaban en obtener por fin permiso para rescatarlos, ya nadie quedaba en la casa. Quienes bajo aquel techo habían dormido, esperado, alimentado la imagen de otro futuro viajaban apelmazados en un tren. Simplemente, como carne camino del matadero.

Sendler, aquella joven trabajadora social de rostro seráfico que muestran las fotografías no era sino la jefa y baluarte de la Oficina de Niños de la clandestina Zegota, red de auxilio a los judíos polacos. Con una organización escueta en recursos tangibles –The New York Times cifra en 30 el número de voluntarios, en su mayoría mujeres– pero desbordante en iniciativa y coraje, Sendler libró a muchos menores de acabar en los campos de exterminio. En el gueto de Varsovia, más de 400.000 personas vivían desde el otoño de 1940 en un espacio de tres kilómetros y medio. En la primavera de 1943, y con el empuje de distintas organizaciones de izquierda, alrededor de 750 jóvenes mal armados pero decididos a no dejarse aniquilar sin resistencia se alzaron en lo que para la historia quedó como el levantamiento del gueto de Varsovia. Un mes más tarde, los alemanes lo habían aplastado. 

El ladrido salvador y los túneles de la justicia

Los datos conocidos y que la propia Sendler confirmó una vez se hizo pública su hazaña desvelan algunas de sus tretas habituales para sortear el brutal aparato de vigilancia y represión establecido en el gueto desde el primer momento: narcotizó cada vez que resultó preciso a los de menor edad. Los dormía para que ni llorasen ni gritasen asustados al cruzarse con algún militar alemán mientras Sendler y los suyos los sacaban escondidos en sacos de patata. O, y ahí reside su mayor audacia, en ataúdes agujereados para que el aire pudiese entrar. O en el camión donde un perro entrenado ladraba al paso de los soldados por si la tripulación infantil que viajaba escondida rompía en llanto por el miedo. Casi como en un acto de justicia poética, una de las rutas de escape se localizaba en los túneles de la sede de los tribunales de Varsovia, situada en la franja que hacía de bisagra entre el gueto y la ciudad abierta. Qué ocurrió con la justicia polaca una vez derrotado el nazismo no es algo sobre lo que hayan trascendido muchos datos. Sí se conocen algunos de la vecina Alemania. Por ejemplo, el historiador Tony Judt aseguró en una de sus principales obras, Postguerra, que el 94% de los jueces y fiscales de Baviera contabilizados en 1951 eran antiguos nazis.

Una vez culminada la fuga, los pequeños quedaban en manos de colaboradores de la red Zegota. Es decir, de civiles que, aun a riesgo de la suya propia, prefirieron salvar vidas a sumarse a quienes durante la invasión apoyaron y obedecieron a Hitler. En el país donde se alzaron los campos cuya sola mención todavía paraliza a quien la oye —Auschwitz—, Sendler acuñó lo que leído hoy constituye un indudable lema vital: “Si ves a alguien ahogándose debes saltar para salvarlo sepas o no sepas nadar”.

En octubre de 1943, fue detenida en su casa durante una redada nocturna de la Gestapo. Y conducida a la prisión de Pawiak, una de las más temidas del país y reservada a prisioneros políticos desde que la Rusia zarista la construyó en 1830. Pocos de los que entraban confiaban no ya en salir sino en seguir respirando. Pero esta vez la suerte y el ingenio se pusieron del lado correcto: según la versión más conocida, fue el soborno a un polaco al servicio del régimen nazi lo que hizo que Sendler escapase y que su nombre acabara incluido en una lista de fusilados.

Norman Bethune y el farero de Torre del Mar, dos héroes en 'La Desbandá'

Norman Bethune y el farero de Torre del Mar, dos héroes en 'La Desbandá'

También a ella la habían sometido a tortura. Y una vez derrotado el nazismo, se la sometió a lo que posee todos los signos del ostracismo social. Integrado en la constelación de la URSS, el régimen polaco mantuvo en silencio lo que había hecho Sendler. Seis décadas más tarde, cuando su heroicidad ya se había ya convertido en un asunto de dominio y reconocimiento público, sacaron a la luz sus recuerdos distintos niños a cuya salvación contribuyó de manera formidable aquella trabajadora social hija de un médico activista y comprometido con lo que hoy todos conocemos como lucha por los derechos humanos. 

Entre aquellos menores cuyo nombre anotó Sendler en las tiras que en tarros de cristal enterró bajo un manzano figuraba Elzbieta Ficowska.  Con seis meses, Zegota pudo sacarla del gueto. Y ya siempre fue conocida como "la niña de la cuchara de plata": la que su familia escondió entre sus ropas como elemento de identificación para cuando todo hubiese acabado. Pero la esperanza quedó hecha trizas. Los padres de Elzbieta fueron deportados. No sobrevivieron al Holocausto. La pequeña no supo nada de sus raíces hasta la adolescencia.

En 2007, un año antes de su muerte, el Senado polaco nominó a Sendler para el Nobel de la Paz, aunque el galardón terminó recayendo sobre el exvicepresidente de EEUU Al Gore. En el obituario que le dedicó en su momento, Los Angeles Times cuenta que aquella nominación atrajo a docenas de reporteros hasta su casa. Y que a uno de ellos vino a contarle lo "cansada" que estaba de la atención recibida. Añade el rotativo que acabó aquella conversación de la siguiente forma: "Cada niño salvado con mi ayuda es la justificación de mi existencia en este mundo, y no un título de gloria".

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