Joyas del interior

Los Baldíos, una tierra de frontera

Caserío de El Marco, en La Codosera, Badajoz.

Comarca de Los Baldíos. A mí aquel nombre me parecía como de leyenda. ¿Quiénes eran esos Baldíos, que sonaban a banda de cuatreros o de rock? ¿Y qué tenían que ver con mi pueblo, con el pueblo de mi bisabuela, de mi abuela y de mi madre —aunque ella ya se iría a Badajoz siendo pequeña—? No sonaban tan rimbombantes los paseos hasta el río para sentir el frescor que salía de los zarzales, las dehesas trigueñas en verano y verdes, verdísimas en primavera. En algún momento aprendería que baldío significaba tierra sin labrar. Pero, ¿entonces los kilos y kilos de tomates del huerto que apenas daba tiempo a comer? ¿Y las tierras con sus alcornoques limpios de corcho, como recién afeitados, pobladas de cochinos, de ovejas y de cabras? Comarca de Sierra de San Pedro-Los Baldíos, provincia de Badajoz lindando con Portugal, en lo más recóndito de la Raya extremeña, con municipios como Alburquerque, La Codosera (el mío), San Vicente de Alcántara, Valencia de Alcántara o Villar del Rey. Pues vale. 

Esta tierra es una tierra pobre, o empobrecida. Esta tierra no es una tierra turística, por más que se empeñe un cartel que, en la entrada norte de La Codosera, indique voluntariosamente "Zona turística". Los límites del turismo, de lo que merece la pena ver, son estrechos: patrimonio espectacularizado, paisajes dramáticos, sol y playa, ocio nocturno. Aquí sol hay mucho, pero playa, poca. ¿Patrimonio? Sí, pero no de ese que podría competir por los top ten que sirven de índice a las guías. Las dehesas, por razones que se me escapan, no suelen ser consideradas de interés, aunque se insista en su importancia sociocultural y ecológica. Las razones que hacen a unas sierras famosas y a otras anónimas parecen también algo aleatorias: la nuestra, la Sierra de San Pedro, fue declarada Zona de Especial Protección para Aves por la presencia de fauna como el águila real o el buitre negro, y puedo asegurar que es tan verde y agreste como otras muchas. ¿Ocio nocturno? Bueno, en mis tiempos se hacía botellón en la plaza del Ayuntamiento. 

Yo no sé si es turístico, pero desde La Codosera se puede ir caminando al vecino caserío de El Marco, por un camino de menos de tres kilómetros —uno de los muchos de la zona— que al atardecer se vuelve rojizo como el desierto. Por entre las jaras, floridas si hay suerte y es primavera, se llega a la pedanía, casi literalmente dos calles, sin iglesia ni plaza central. ¿Entonces? Allí abajo, sobre el regato Abrilongo, hay un puente que en otros tiempos era de madera —se renovaba cuando la crecida decidía llevárselo— y ahora tiene ya incluso estructura de hormigón. Serán tres o cuatro metros. Del otro lado está Portugal. Este es quizás el lugar más turístico de la zona desde que a alguien se le ocurrió asignarle la poco rebatible categoría de "el puente internacional más pequeño de Europa". Habiendo tantas fronteras, quién sabe. Pero es más divertido creérselo. 

Cuentan que allí, en el mojón que luce por un canto una E y por el otro una P, dejaban los estraperlistas de un lado la carga, para que los del otro la recogieran, como quien no quiere la cosa, burlando a los guardia civiles y a los guardinhas. Por la calle se ve a poca gente, pero en la orilla portuguesa está aún José María, en su tienda, donde se encuentran desde cuchillos bien afilados a campanos para las cabras o piri piri para los humanos, y que sirve botellines de Sagres bien fríos. Ese es el estraperlo: comprar una cerveza, cruzar el puente, sentarse a la fresca del riachuelo en la mitad exacta de la Raya. Porque aquí la frontera no es un límite, sino un terreno poroso, el espacio donde se chapurrea portuñol, donde los apellidos se aportuguesan o españolizan según los vaivenes de la historia familiar. 

Aunque no lo parezca, esta es una tierra de leyenda. Como la de la Casa del Miedo, un edificio ya medio derruido en el camino hacia la frontera, bautizado así por los vecinos porque, de noche, se escuchaban extrañas voces y susurros y se veían luces temblorosas, sombras fantasmagóricas. Cuentan que una noche un valiente se atrevió a atravesar el zaguán. A los espíritus no les gustó: le despacharon con dos tortas. Y ahora el truco tras la magia, pero también la verdadera leyenda: cuentan también que la Casa del Miedo era en realidad un refugio de contrabandistas que, cerca de la frontera, les servía de almacén y de descanso. Lo del miedo resultaba verdaderamente útil para que los caminantes se alejaran del lugar.

Y leyendas parecían también las que escuchaba contar de pequeña a José Carolina, labriego en Val de Lorenzo, que hablaba de esos muertos de hambre que atravesaban el campo con kilos y kilos de café a la espalda, dejándose algo más que los pies y los riñones para ganar dos perras. Esos muertos de hambre que eran tantos. Contaba también cuentos de miedo: trabajo infantil de sol a sol, un niño durmiendo en el granero del cortijo y echando de menos a su madre. ¿Son turísticas las historias que cuentan los mayores del pueblo? ¿Lo son los caminos por los que ha caminado la pobreza de la España de posguerra? 

Patrimonio, sí. La zona conserva las huellas de puesto fronterizo en las guerras con Portugal. Ahí está el castillo de Alburquerque, de don Álvaro de Luna, en pie y bien conservado. Y la judería de Valencia de Alcántara y de su hermana en Castelo de Vide, en el lado portugués, con su sinagoga, hoy museo, donde se explica la (trágica) historia de los judíos en la región y el legado cultural que dejaron. Todavía en el lado de allá, en el Alentejo, espera Marvão, en el punto más alto de la Sierra de São Mamede, agarrado a la roca como si temiera caerse. Su centro histórico amurallado, perfectamente conservado e impoluto como solo lo están los pueblos portugueses, merece de sobra una visita. También en Valencia de Alcántara, de nuevo en el lado español, se encuentra un conjunto de 41 dólmenes declarado Bien de Interés Cultural y que ofrece un precioso paseo —hay cinco rutas disponibles, es cuestión de elegir— al atardecer. 

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Y que no se nos olvide la gastronomía. En los restaurantes suelen encontrarse estofado de carne como la caldereta de chivo o provenientes de la matanza, pero hay platos que ya solo se encuentran en las casas: los repápalos, una especie de humildes buñuelos de pan fritos y guisados, o las sopas de tomate, en absoluto líquidas, más parecidas a un guiso de verdura terminado al horno. Aviso a vegetarianos: ni la patatera ni la fariñera, embutidos típicos de la región, son lo que dice su nombre, ambos llevan productos animales. 

Del lado portugués, en Arronches, un pueblo que también merece paseo, está el restaurante Estalagem, con sus especialidades como la açorda alentejana, una sopa humilde a base de pan y ajo, o la feijoada, un guiso de alubias —cuando yo era pequeña servían carne de avestruz, algo que me parecía de lo más exótico pero que no lo era tanto en la zona—. Pero el verdadero templo de la gastronomía está en La Rabaza, otro caserío de frontera. Primero se llega a la Brasería Portugal, un restaurante familiar agradable con sus carnes del lugar o el bacalao, ese pescado viajero que se encuentra incluso en la cocina de las zonas más remotas. Pero el verdadero secreto, de ese tipo que una no sabe si revelar, está un poco más adelante.

En la esquina del bar, junto a la parra, se lee Bar Felipe, pero todo el mundo lo conoce como La Simona, el nombre de su mujer y cocinera. Si el anterior local es familiar, este es familiarísimo, hasta el punto de ofrecer mesas con brasero en invierno. En el menú, casi siempre lo mismo: distintos guisos de carne, una ensalada sencilla con un sabor extraordinario y los mejores huevos fritos con patatas que puedan servirse a uno u otro lado de la frontera. ¿Es turístico este calorcito en invierno, el sabor de la comida casera o la parra en verano? Por mí, que no lo sea. 

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