Ida y vuelta

No parar quietas

Cartela de la sección Ida y vuelta, de veranoLibre 2021.

Carlos Catena Cózar

He pasado toda mi vida huyendo, en el camino. A veces lo hacía llorando de rabia, otras, resignado. A veces incluso fingía una dignidad que no tenía y amenazaba a los niños que se metían conmigo con contárselo todo a sus padres. La primera vez que sales corriendo de un sitio es como la primera vez que te llaman maricón, una cosa de la que no te acuerdas porque ocurre antes que tu conciencia. Es como preguntarse cuándo fue la primera vez que viste llover. Son cosas que ocurren sin tu permiso.

Recuerdo, por poner un ejemplo, la noche de verano, con siete u ocho años, que llegué a casa llorando porque a la calle había llegado un niño nuevo. Todas las noches de julio y agosto los niños vecinos jugábamos hasta que las viejas se quejaban de nuestros gritos. Aquella noche el niño nuevo, que estaba solo de visita en el pueblo, me llamó maricón con tanta insistencia que no me quedó otra opción que salir corriendo: cederle a un forastero mi pedacito de calle, de niños vecinos, de juegos nocturnos, y buscarme yo otra forma de pasar la noche.

A veces lo de salir corriendo era algo que ocurría sin dramas y de forma casi voluntaria. Me acuerdo por ejemplo de cuando tenía quince años, vivía ya en la ciudad y solo tenía amigas en las que empezaba a despertarse el interés por las discotecas, o, mejor dicho, por los muchachos que habría en ellas. Con mi cara de niño chico y mis hechuras de entonces nunca me habrían dejado entrar, así que no eran pocos los viernes en que pasaba la tarde con mis amigas hasta el momento justo en el que se iban a la discoteca. Entonces yo corría de nuevo a casa, a lo mejor sin llorar, cediendo mis amigas y mis viernes a una serie de lógicas que no terminaba de entender del todo.

Más tarde, aún en el instituto, tuvo quizá lugar la huida más significativa, la de hablarse —en mi caso escribirse— a uno mismo, ponerse nombre, saber qué se es, y decirse: no voy a confesarle nada a nadie, porque el año que viene me voy a estudiar a la universidad y allí no habrá que salir de ningún sitio, nadie me llamará maricón ni me hará irme corriendo. Dice Lemebel: Irse de casa es una cosa que se puede hacer solo una vez. Pero como ya me sabía el camino, después de eso seguí yéndome de los sitios muchos más años.

Tenía un afán loco por salir al extranjero cuanto antes, correr mucho mundo, vivir en muchos sitios, volver hablando alemán tan fluido que pareciera natural de la Selva Negra y no de la Sierra de Segura. Pienso en la obsesión por hacer las cosas bien, para demostrar, no sé muy bien a quién, que sería algo más que el niño que corría cada tarde llorando a casa, que tendría trabajo, dinero, y sería, pensaba entonces, uno de esos homosexuales adinerados que salen en las películas americanas y compran hijos. En aquellos años negros de la crisis, salir al extranjero, correr mundo, era la receta mágica para conseguirlo, y en eso puse mi empeño.

No sé si en algún momento mis padres llegaron a compararme con mis hermanos, decir algo como que no podía ser que yo no parara quieto, siempre mudándome de un país a otro, y ellos estuvieran tan tranquilos viéndolas venir. Quizá nunca lo hicieron, porque nunca han sido muy de compararnos y porque entonces viajar estaba de moda y se tomaba como un rasgo más de las personalidad de cada uno. Pero lo cierto es que yo sí lo hice. Y bajo la conclusión latía siempre la intuición inexplicable de que si yo hacía las maletas con tanta ligereza, y me plantaba en una ciudad nueva, o no tenía miedo a empezar en un trabajo aleatorio, era porque desde bien chico se me había enseñado a ceder mi lugar, mi red de apoyos y mis relaciones personales a las violencias y presiones heteropatriarcales que me rodeaban. No es que me fuera a vivir a Canadá y de Canadá a Alemania y de Alemania a Irlanda porque me estuvieran llamando maricón en ningún sitio —si bien en todos esos sitios me lo llamaron—. Lo que quiero decir es que si supe hacer el camino solo y con entereza fue porque desde chico aprendí, a la fuerza y con lloros, a hacerlo solo.

Tan solo que a veces he huido también de hombres que me querían muy bien, o de amigos que me cuidaban como nadie, o de ciudades que han sido realmente amables conmigo y me han ofrecido generosas un atardecer naranja tras otro. Es triste el desarraigo y he estado intentando ponerle remedio desde que lo identifiqué. Pero las piernas y la lengua tienen algo en común. Igual que no se me olvida el sonido de la Ü o la -ch alemana por muchos meses que pase sin hablar ese idioma, tampoco mis piernas, de tanto haber andado y corrido, saben parar quietas. A los mariquitas, dicen, se nos reconoce por los andares rápidos.

Parece que me lamento y no estoy seguro de hacerlo. Quiero decir: de las veces que me llamaron maricón cuando era niño claro que me lamento, y me genera tanta rabia que todavía hoy, si voy al pueblo, no me siento cómodo saliendo de casa solo. De todo lo demás no estoy seguro. Porque entiendo los traumas que lleva intrínsecos la huida constante, como las dificultades para conectar con los demás, incluso para confiar en ellos, pero entiendo también que en ese tránsito constante está la esencia de ser un maricón, esa cosa que va y viene, que fluctúa entre dos polos inequívocos y que se va haciendo a medida que se va andando. Toda la vida sin parar quietas.

Dónde están mis amigos

Dónde están mis amigos

Ahora vivo, por casualidad, en uno de los barrios más ricos de Madrid, y cada tarde me cruzo con jóvenes que no han salido corriendo de un solo sitio en su vida. Es algo que he observado en esta ciudad más que en ninguna otra y encuentro que este fenómeno hace que una gran parte de los habitantes de Madrid me parezca tremendamente aburrida. A pesar de todo lo que aquí escribo, no los envidio casi nada. Me da mucha ternura cuando la gente me pregunta si voy a asentarme aquí: me encojo de hombros, qué forma tengo de saberlo. Los espacios se transforman sin previo aviso y se quedan sin lugar para nosotros, también eso hay que decirlo. Como aquella noche en la que mi calle y mis amigos fueron un lugar hostil solo porque había un niño nuevo. Cabría preguntarse, eso sí, si algún día se acabarán los sitios a los que irse corriendo.

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Carlos Catena Cózar es escritor. Su último libro es Los días hábiles (Hiperión, 2019).

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