Buzón de Voz

Evacuar al pueblo

Jesús Maraña nueva.

Son las cinco de la tarde de este viernes 20 de agosto. Escucho en directo (y perplejo) la rueda de prensa del secretario general de la OTAN, Jens Stoltenberg. Intenta una y otra vez algo muy difícil: vender una operación militar de retirada como si fuera un ataque. La reunión de ministros de la alianza atlántica concluye al parecer con un éxito sin precedentes, al poner de acuerdo a todos los aliados sobre la imperiosa necesidad de "evacuar al pueblo". Juro que he escuchado esa expresión, en referencia obviamente al pueblo afgano, y por mucho que el experimentado político noruego se esfuerce, no hay forma de percibir como acción heroica la de entregar el poder precisamente a los mismos que hace veinte años se nos dibujaron como el mayor enemigo de la humanidad, objetivo prioritario de la Guerra contra el terror declarada por George Bush hijo (y aliados) como reacción a los atentados terroristas del 11-S.

No soy experto en relaciones internacionales. Me limito a leer y escuchar a quienes creo que saben de esto. Sugiero seguir las crónicas y análisis que venimos traduciendo de nuestro socio editorial Mediapart (ver aquí) o de nuestros amigos de Orient XXI (aquí). O las conclusiones de los informes autocríticos que ha venido elaborando el Inspector General Especial para la Reconstrucción de Afganistán, considerados alto secreto pero finalmente publicados por el Washington Post acogiéndose a la Ley de Libertad de Información de 1967 (ver aquí). Sólo me atrevo a afirmar que cuando se admite la necesidad de "evacuar a un pueblo" parece obvio que la lucha por la democracia ha fracasado, y que en la expresión hay más de propaganda que de planes realistas. No hay precedente histórico de un pueblo evacuado para salvarlo de sus propios tiranos (ojalá se hubiera planteado tal cosa la comunidad internacional ante tantas dictaduras religiosas, militares y civiles). Sí existen, sin embargo, demasiados ejemplos de pueblos condenados al exilio, la venganza, el hambre y la muerte. Demasiado cerca tenemos el ejemplo en nuestra propia historia.

Esa imagen y ese mensaje del secretario general de la OTAN representan los tiempos que corren. Distópicos, acelerados, líquidos, teatrales, como concebidos para el consumo inmediato y el olvido subsiguiente. Veinte años de intervención militar, con sus miles de muertos (soldados, civiles, periodistas, intérpretes...), con sus centenares de miles de millones de euros invertidos en instalar la democracia en un territorio dominado por un fanatismo religioso medieval, se consumen en dos semanas por el desagüe de un régimen institucional que se ha demostrado débil, corrupto, oportunista y pragmático. ¿Y las mujeres, y las niñas, y los líderes de organizaciones cívicas y sociales? De nuevo abandonadas, estigmatizadas y perseguidas. Quizás me he pasado con el adjetivo "medieval" si recordamos que aquí mismo, en España, hace sólo cincuenta años la mujer necesitaba el permiso del hombre para viajar o para manejar una cuenta bancaria, y aún hoy existen jueces y políticos a quienes hay que explicar que las mujeres sufren violencia por el simple hecho de ser mujeres. Si algo demuestra lo que hoy vemos (o intuimos, dada la oscuridad provocada por la crisis de la prensa y la macrooperación de propaganda) en Kabul es que la democracia no se impone por las armas: exige constancia, educación, laicidad, mirada larga, cultivo del respeto al diferente. ¿Es posible llevar la democracia a Afganistán mientras no se pueda bloquear el negocio del opio, de la heroína, el tráfico de armas que nutre a los talibanes, hoy enemigos "con los que debemos dialogar" (Biden), antaño "estudiantes rebeldes" a quienes había que financiar para frenar al comunismo soviético (Reagan) y después simples terroristas a los que había que liquidar (Bush)?

Quienes hemos tenido el privilegio de disfrutar unas semanas de vacaciones (extrañas y tensas, pero vacaciones) nos fuimos pocos días después de asistir al cambio de medio Gobierno y volvemos asistiendo a la exigencia de dimisión del otro medio. Afganistán y Ceuta han precipitado el reinicio del curso político. Es tradición castiza escuchar a dirigentes de la oposición reclamar desde la playa que el gobernante de turno interrumpa sus vacaciones para gestionar una crisis (ver aquí el enésimo ejemplo). Si Iván Redondo no hubiera caído en el cambio de gobierno, es probable que Pedro Sánchez hubiera realizado desde Lanzarote una "declaración institucional" a las pocas horas de estallar el caos en Kabul. Tampoco hace falta esforzarse mucho para calcular que entonces esa misma oposición lo habría tachado de frívolo, ocupado sólo en el marketing en lugar de en la gobernación del país. Lo cierto es que en tiempos de teletrabajo ha costado percibir que el presidente del Gobierno estaba desde el minuto uno a los mandos de la situación (en la improbable hipótesis de que alguien pueda estar al mando de tan compleja situación). Y ha costado muy poco interpretar que el ministro Marlaska ha patinado peligrosamente al ordenar la devolución de menores a Marruecos sin que hasta el momento hayamos conocido los expedientes individuales que exigen las leyes internacionales y nacionales para evitar un atropello inadmisible de los derechos humanos y de la protección de la infancia (ver aquí el excelente análisis de Javier de Lucas). 

Este mismo sábado Sánchez comparte en Torrejón con las máximas autoridades de la UE la presentación del centro (ahora todo se denomina 'hub') de acogida de refugiados afganos para distribuir después entre los distintos países europeos. No nos engañemos: no se trata de "evacuar al pueblo". Se trata de gestionar la complejidad, asumiendo que aquella Guerra contra el terror iniciada tras el 11-S ha sido un completo fracaso previsible en el fondo, aunque la forma resulte impactanteGuerra contra el terror. Casi tanto como el ruido que hace una oposición mucho más dispuesta siempre a apoyar y aplaudir operaciones bélicas imperialistas que a asumir con responsabilidad de Estado sus nefastas consecuencias. Y sí, el Gobierno debe explicar con urgencia en el Congreso la gestión de dos crisis que no son serpientes de verano, sino monstruos complejos que están aquí para quedarse.

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