Creadores de contenido, oportunidades y amenazas

Primero las buenas noticias que, aunque vendan menos, nos conviene más que nunca situarlas en primer término. Este martes 30 de noviembre se presentó la Red de Creadores de Contenido, una interesante iniciativa que por fin trae al debate público los problemas a los que se enfrentan todos aquellos trabajadores que aportan contenido profesional al entorno digital. A saber, falta de transparencia de las plataformas en la monetización, ausencia de soporte ante los hackeos, opacidad en el posicionamiento o arbitrariedad a la hora de suspender cuentas. La iniciativa parece cabal, ya que estamos permitiendo que multinacionales estadounidenses como Youtube, Facebook o Instagram traten a los profesionales que aportan el contenido sin las más mínimas garantías que exigiríamos en cualquier otro sector.

Lo que resulta aún más positivo de esta iniciativa es que estos profesionales se reconocen a sí mismos como trabajadores, lo que ha propiciado que el sindicato UGT auspicie el nacimiento de esta red. Sectores que se relacionan con la economía de plataforma, aquella donde una empresa mantiene un vínculo informal con quien presta servicios o aporta contenido utilizando su tecnología, están dando pasos acelerados hacia la sindicación. Contradiciendo no sólo a los economistas liberales que daban por desaparecida esta relación de clase, sino también a una parte sustancial de intelectuales progresistas adictos a segmentar aún más a los trabajadores con etiquetas como precariado. Esta década de urgencia e incertidumbre va a poner a muchos en su sitio.

España es ya un país pionero en la regulación de relaciones laborales. La ley rider, promulgada por el Ministerio de Trabajo, nos ha situado como ejemplo al dar una respuesta desde la legislación laboral a algo que hasta hace nada parecía imposible. Que UGT, fundada en 1888, haya tenido el olfato de acoger y dar impulso a este nuevo debate es una muestra más de que soplan nuevos vientos en el sindicalismo. Unos que van mucho más allá del sopor de décadas pasadas cuando el concepto del sindicato se intentó reducir a una mera agencia de asesoría laboral. Para que la acción social funcione hay que conectar los problemas realmente existentes con herramientas que aporten soluciones útiles.

 Lo cierto es que los contenidos digitales son cada vez más relevantes en nuestra sociedad, respecto al entretenimiento, pero también a la divulgación. En los últimos años se han abierto, en un entorno que en principio giraba sobre tecnología y videojuegos, profesionales que dan a conocer la ciencia, la filosofía o las artes a un público, mayoritariamente joven, atraído por los códigos estéticos y el acceso en tiempo y lugar elegidos por el usuario. Cualquier canal de comunicación que llegue a una audiencia masiva es rápidamente objeto de interés para los negocios pero también para la política. Más si se cuenta con unos valiosos datos de retorno y segmentación de los usuarios.

España es ya un país pionero en la regulación de relaciones laborales. La 'ley rider', promulgada por el Ministerio de Trabajo, nos ha situado como ejemplo al dar una respuesta desde la legislación laboral a algo que hasta hace nada parecía imposible.

Toda la polémica que ya ha acompañado al nacimiento de esta red no es más que las maniobras de quienes saben que los trabajadores organizados son remedio seguro contra la explotación. Pero también una inquietud por parte de quienes utilizan estos canales para crear, de forma artera, todo un imaginario que sustente sus intenciones. No hablamos de canales explícitamente políticos, donde quien los consume puede saber a lo que se expone, sino de la utilización del entretenimiento, aparentemente inocuo, para la extensión del aparataje ideológico de la extrema derecha. Nada nuevo que no se hacía en televisión, con la diferencia de que si a los adultos nos ha afectado de forma irremisible el entorno digital, para los nativos en el mismo es aún una incógnita cuál será su efecto. La batalla por la democracia de hoy, pero sobre todo del futuro inmediato, será la de saber proporcionar un entorno mediático y digital donde lo cierto triunfe sobre lo falso, respetando la libertad de expresión pero impidiendo un descarado sabotaje social. Tan sencillo y difícil como eso.

La extrema derecha, cuyos postulados eran compartidos hace poco por una parte ínfima de la sociedad, ha utilizado la falta de regulación, la fugacidad y el fraccionamiento del entorno digital para crecer exponencialmente. Y para ello ha sabido difuminar sus planteamientos en toda una variada oferta de ideas de enganche que atrapan a los más incautos, adjetivo que, si lo piensan, tan sólo define el resultado de demasiados años en que, creyéndonos libres del peligro, dejamos de llamar a las cosas por su nombre. Desde contenidos presuntamente históricos donde el revisionismo nazi campa a sus anchas, hasta espacios de misterio que dan pábulo al negacionismo vírico, el objetivo es formar a una generación en la idea de que los consensos democráticos son un fraude a combatir.

Uno de los ejemplos más notables de este vasallaje de la razón frente a los intoxicadores es el crecimiento del individualismo extremo. Si en el siglo XX los jóvenes construían contracultura en torno a la música y la estética, en el 2021 se abre paso una inquietante identidad basada en la especulación con criptomonedas, el odio hacia los impuestos y la negación de los más evidentes vínculos sociales. ¿A través de dónde? De un entorno digital acaparado por una banda de menesterosos morales adictos a los batidos de proteínas. El libertarianismo es uno de los anzuelos más efectivos de la ultraderecha: engancha a la perfección con el egoísmo neoliberal promovido en los últimos 40 años.

El truco, obviamente, no es nuevo. Muchos habían soñado en décadas pasadas con triunfar mediante la música o el fútbol y, quizá, poder salir del barrio. La diferencia estriba en que la mayoría no se lo acababa por creer del todo y que en el camino no se promocionaba mucho más que un valor por la superación o, a lo sumo, un gusto pésimo para la canción ligera. El problema es que esta creciente ansiedad por el triunfo, bien acompañada de un machismo donde la mujer es un complemento más del coche deportivo, ahora se acompaña de anarcocapitalismo, una ideología prepúber que, si en las esferas del poder económico nadie se toma en serio, vale como vector de rebeldía para sus consumidores. Los ricos de verdad saben de la necesidad del Estado, pero promocionan determinadas fantasías para acabar con la vertiente social del mismo.

Al margen de las propias trampas digitales, este fenómeno lo que nos indica es el fracaso de nuestras democracias para formar a ciudadanos que sean algo más que eficientes técnicos. En primer lugar porque la relación que mantenemos con el Estado nunca es la que un cliente mantiene con una empresa de servicios. Los impuestos no se aportan a una caja individual, sino que valen para mantener una estructura que nos proporciona, comúnmente, un contexto de desarrollo y seguridad. Pero en segundo lugar porque ninguna persona, incluso la más exitosa, puede vivir ajena a la sociedad a la que pertenece. No sólo por una cuestión ética, sino meramente práctica: ni su actividad económica ni su bienestar individual suceden en el vacío, sino que son producto de un entramado social donde, en el mejor de los casos, su talento es sólo una parte de la ecuación. De hecho, toda la creación, desarrollo y estructura del propio Internet no son más que un gigantesco esfuerzo con dinero público consecuencia de la Guerra Fría, no el producto individual del genio en el garaje.

Lo peor de esta situación es que la ausencia de la más mínima comprensión de cómo funciona una sociedad no es casual, sino el fin de una cadena de dejadez de unas democracias liberales que preferían antes a los consumidores que a los ciudadanos. Cuando el poder económico ha maniatado al Estado, a la política o a cualquier faceta de nuestra sociedad, lo lógico sería pedir cuentas a quien provoca un mal funcionamiento del orden de cosas. El problema es que, sin tener claros los más mínimos conceptos, cargamos sobre la víctima la culpa de su agresor: si el sistema tributario es poco equitativo, acabemos con los impuestos; si los sistemas de salud pública están dañados por los recortes, fomentemos los privados; si la política nos parece poco representativa, recurramos a la antipolítica. El resto de la cadena ya saben dónde acaba.

Más sobre este tema
stats