Dos maneras de mirar a una prostituta

De entre los asuntos que los amigos y los familiares pueden discutir acaloradamente en la sobremesa, pocos hay tan enjundiosos y complejos como el del tratamiento legal que debería darse a la prostitución. Quizá sea el único, además, que pone en contradicción los principios habitualmente defendidos por los progresistas. Entre ellos no hay mucho que discutir sobre el derecho de una madre a decidir si quiere o no serlo. O sobre el derecho de una persona a decidir cómo quiere morir. Si no está presente el dogma cristiano de la prevalencia de la vida humana en cualquier circunstancia, desde el óvulo fecundado hasta el momento de la muerte (lo que la derecha religiosa y política denomina pomposa pero eficazmente “cultura de la vida”), entonces la discusión se limita a saber cuándo un feto se convierte en bebé, o en qué condiciones puede desenchufarse una máquina o suministrarse una dosis mayor de morfina. No son asuntos sencillos, pero entre la izquierda se llega a un consenso con cierta facilidad.

No sucede así con el tratamiento de la prostitución. Prueba de ello es la división de criterios que ha suscitado en el mismísimo seno del Gobierno español (entre los socialistas y los socios de Unidas Podemos), la iniciativa legislativa para prohibir la prostitución, que penalizaría a los clientes y a quienes faciliten de cualquier forma su ejercicio. Se prevé que el debate dure meses. De aprobarse la propuesta, España se convertiría en uno de los pocos países del mundo sin prostitución legal. Las luces de los clubs de carretera se apagarían y las páginas de servicios sexuales también.

Es muy interesante observar cómo se articula la conversación entre quienes defienden la prohibición y quienes eligen la regulación. Dejo aparte a la derecha. El Partido Popular está del lado del Partido Socialista en esto, pero es evidente que sus motivos son distintos: para los conservadores la prostitución es un pecado en cualquier caso y la sacrosanta “libertad”, defendida a capa y espada en otras circunstancias, aquí se soslaya.

Pues bien, la conversación sobre el asunto presenta dos narrativas sencillas de defender, ambas veraces y verosímiles y asentadas por igual en principios igualmente defendibles desde una moral progresista.

La primera narrativa –la que acarrea la proposición de ley en debate– se ha denominado convenientemente “abolicionista”. Hay un primer acierto en el nombre, porque “abolición” es un concepto íntimamente ligado a la esclavitud. Se pretende “abolir la prostitución” porque la prostitución es una forma de esclavitud, denominada “explotación sexual”. La mujer que se prostituye, de algún modo, está siendo esclavizada por su cliente. Incluso aunque se admitiera que una mujer escogiera libremente el trabajo sexual, se da por hecho que el sistema mismo que rodea el intercambio es moralmente inaceptable. El hombre está en una posición de dominio, un cuerpo no puede de ningún modo venderse o alquilarse y, en consecuencia, todo aquello que facilite la actividad debe ser prohibido.

Subyace en las abolicionistas, muchas de ellas feministas de larga data, la idea máxima de la dignidad de la mujer que ha de primar incluso por encima de su propia libertad y de su propio cuerpo. Hay casos de mujeres que deciden libremente prostituirse, sí, pero esos casos serían minoritarios. En el relato abolicionista prima la concepción sistémica del problema: las prostitutas son “víctimas” (muchas de ellas además son objeto de “trata”, de nuevo un concepto ligado al esclavismo) y su hipotética libertad está coaccionada por la necesidad. En consecuencia, debe penalizarse al cliente que pretenda pagarlas, y con más dureza aún al tercero que se beneficie del intercambio. Si la mujer prostituida es una “víctima” y una “esclava” a la que proteger y rehabilitar, el cliente es un “putero” y el dueño del club o de la página web un indeseable “proxeneta”. Ambos deben ser castigados.

Ambas visiones tienen un mismo objetivo emancipador. Ambas miradas son feministas. Y ambas, por diversas que sean sus soluciones, generan una conversación social que tiene nitidez progresista y también feminista

El relato feminista alternativo, que llamamos “regulacionista”, considera el abolicionismo una forma de degradación de la mujer, puesto que suprime su libertad, la infantiliza y la deja en indefensión. Las leyes deben garantizar que la mujer que decide libremente ejercer la prostitución, que pasa a denominarse “trabajadora sexual”, lo haga sin coacción y con las mismas garantías con que se ejerce cualquier otra profesión. Habrá de perseguirse la trata – no hay discusión de ningún tipo en esto – pero también habrán de facilitarse las condiciones que faciliten un trabajo digno y que eviten la estigmatización. Si el énfasis abolicionista está en el sistema, el énfasis regulacionista está en el libre albedrío, en el ámbito de la decisión personal. Lo que subyace en la defensa del regulacionismo es la visión de una mujer empoderada y libre que llega a los arreglos económicos que desea y que utiliza su cuerpo como quiere. Las normas deberían entonces generar las condiciones para que esa libertad sea real y efectiva.

Algo muy bueno tiene para nuestro país este debate, llegue hasta donde llegue. Ambas visiones tienen un mismo objetivo emancipador. Ambas miradas son feministas. Y ambas, por diversas que sean sus soluciones, generan una conversación social que tiene nitidez progresista y también feminista.  

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