Urbanismo feminista: las risas que despierta y la ignorancia que desvelan Verónica López Sabater
... Un año sin Mario
Hay personas que, al morir, dejan un hueco inmenso en las vidas de otros. El tamaño del vacío que provoca su marcha es directamente proporcional a los espacios vitales que lograron llenar mientras estuvieron.
Ha pasado un año desde que Mario Tascón viajó a Buenos Aires y ya no regresó.
En aquel momento, con la razón desconcertada y el corazón roto, no fui capaz de escribir un texto para mi amigo. Solo logré juntar, torpemente, algunas palabras, durante su despedida en el Teatro Pavón de Madrid y, seguramente, no estuvieron a la altura de la brillantez del amante empedernido del lenguaje que fue.
En todo este tiempo, he echado muchísimo de menos a Mario, más incluso de lo que nunca hubiera imaginado. Que lo quería, que lo admiraba, que su presencia siempre transformaba un momento insulso en especial, lo tenía claro. Que era tan sumamente importante para mí saber que él estaba cerca, aunque a veces estuviéramos meses sin vernos, lo sé ahora.
Tal vez porque Mario provocaba la admiración con retardo. No era el ser arrollador que entra en una sala y todas las miradas se dirigen a él. Mario aparecía en cualquier lugar con su mochila llena de libros, sus gafas, su media sonrisa y su forma única de caminar y lo hacía calladamente, como si quisiera pasar inadvertido, pero a los cinco minutos tenía el foco de la conversación sobre su cabeza privilegiada. Su poder de seducción era creciente, cuanto más rato hablabas con él, más tiempo querías estar a su lado.
La vida de Tascón, estúpidamente corta, fue tan interesante como una buena novela breve, tan intensa como el cortometraje de una gran historia. El tiempo que pasó aquí lo aprovechó al máximo: una potente carrera periodística, dos hijos, varios libros publicados, mil y un congresos. Incluso le dio tiempo a tocar la batería en los ochenta, a activar un Prodigioso Volcán en 2010 y a abrir en su ciudad, Ponferrada, una librería “El libro imposible” en 2022. “Eres un revolucionario”, le dije cuando me contó que iba a abrirla.
Una buena parte de su vida la pasaba buscando, creando y escuchando. Qué bien escuchaba Mario. Cuando compartíamos playa en vacaciones, yo solía proponerle “ideas creativas de negocio” y, por peregrinas que fueran –a veces eran auténticas estupideces que usaba para hacerle reír–, él las escuchaba con atención. Qué rabia le daban esos que él llamaba “enterradores de ideas”…
Hay algo que reconocemos todos aquellos que tuvimos la suerte de entrar en su vida y, sobre todo, de que él entrara en la nuestra, el “Mario red social”. Sí, él era una red social en sí mismo, un conector de personas. De pronto, hablándote de alguien, se le iluminaban los ojos y te decía:
-“Raquel, tienes que conocer a esta tía, te va a encantar y tú a ella”.
Y tenía razón. Si la conocías, te encantaba. Y tú a ella. Mario tenía el talento de quien sabe ver el fondo de las personas debajo de las capas de clase social, ideología y formación cultural que nos cubren.
Mario tenía el talento de quien sabe ver el fondo de las personas debajo de las capas de clase social, ideología y formación cultural que nos cubren
Cuando alguien como Mario se va, se lleva con él su entusiasmo, su talento, su sabiduría, su humor, su ingenio y su bondad, pero te consuela pensar en la fortuna de haberlo conocido y, en su caso, las personas valiosas que ganaste para tu vida gracias a él.
Muchas de nosotras, hay amplia mayoría de mujeres en “las conexiones tasconas” –así me gusta llamar a eso que él hacía constantemente–, nos unimos o soñamos con hacerlo. Creo que, inconscientemente, tratamos de imitar a las piezas dentales que se mueven de sitio y se juntan para tapar el hueco doloroso que dejó una extracción, es la manera de reconstruir la sonrisa.
NOTA DE LA AUTORA: Para María y Sofía.
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