De la impugnación a la construcción de un nuevo marco para la izquierda

Los días que transcurren desde el comienzo del año hasta la festividad de los Reyes Magos son el saldo de las Navidades, esos donde los polvorones y el cava empiezan a sobrar en las baldas de los supermercados y la decoración de abeto y espumillón ha pasado de despertar ilusión a acumular polvo. La ilusión infantil, de hecho, es de lo que los adultos nos valemos para alargar el último intento por postergar enero, ese mes donde fingimos que todo vuelve a empezar. El nuevo año es la oportunidad para las enmiendas y los propósitos, que a menudo acaban enterrados en la inercia de lo cotidiano, pero también ese momento donde en vez de ver posibilidades podemos sentir una prolongada pendiente por la que ascender. Lo que media entre uno y otro extremo no suele ser cuestión de actitud, sino de posibilidades materiales. 

Con esperanza o pesar diría que lo mejor que tiene este 2022 es que nos quedan muy pocas ganas de refugiarnos en los dos años precedentes, que realmente han sido uno muy largo, donde hemos medido su particular duración más que por el calendario por la marea vírica: 2020 y 2021 no tuvieron 24 meses sino seis olas. Todavía es pronto para valorar el esfuerzo de adaptación que como individuos y sociedad hemos tenido que hacer en el escenario de la pandemia, una que va mucho más allá de mascarillas o confinamientos, una que ha pasado por tener que aceptar nuestra enorme fragilidad, algo inédito para unas cuantas generaciones. Si 2022 comienza con la virtud de hacernos mirar al futuro, por las mismas razones, más que invitarnos a hacer planes nos alerta a tomar precauciones. 

Parece normal, después de lo que se nos ha venido encima, que prefiramos dar dos pasos seguros a cuatro sin mirar bien dónde pisamos. No sólo ha sido el virus, sino otros cuantos problemas que arrastrábamos y que esta crisis ha acentuado o puesto de relieve, desde la inutilidad de la economía especulativa hasta el avance de la ultraderecha, desde los problemas medioambientales hasta la conspiración como explicación pueril de todo ello. Tomar precauciones ante el futuro inmediato, medir los problemas reales e intentar averiguar las soluciones óptimas parece sensato. El problema es que, más habitualmente de lo que nos gustaría, de la precaución como respuesta ordenada al miedo saltamos sin solución de continuidad al desasosiego, a la frustración e incluso al pánico. 

Hay tiempos que exigen aventuras y otros que exigen precaución. Quien mejor sepa capear el desencanto y el miedo, cortejando la esperanza con realismo, puede ser la opción política que marque este 2022.

Esta reacción, más emoción incontenible que meditada, es mala consejera a la hora de salir del atolladero. Cuando la tempestad arrecia buscamos refugio sin preguntar a qué precio y quién se queda fuera. Por un breve lapso de seguridad ficticia acabamos hipotecando no sólo esa misma seguridad, sino los principios que en otro tiempo nos parecieron irrenunciables. Y eso los enemigos de la democracia lo saben, de ahí que todas sus campañas, las firmadas y las inconfesables, vayan destinadas a sembrar la desconfianza entre iguales, la ilegitimidad de los procesos y la ruptura de las certezas compartidas. El primer paso para hacer involucionar un país es que sus ciudadanos tan sólo sean libres para mirar al vecino con desconfianza, incluso con hostilidad. 

Sin embargo, que la ultraderecha haya aprovechado el desconcierto vírico –las pestes nunca vienen solas– vale también para medir la resistencia de una sociedad que, en un par de años extremadamente complejos, no ha sucumbido a su proyecto. Una sociedad que, por otro lado, tampoco ha dado muestras palpables de situarse en contra del destrozo neoliberal al Estado del bienestar y, más allá, contra una economía desbridada de la soberanía popular que se muestra totalmente ineficiente cuando de lo que se trata es de proporcionar certezas a largo plazo. Vivimos un interludio donde la respuesta general ante el desconcierto empieza a ser una desilusión a la que no le faltan motivos pero que carece por completo de articulación a la hora de pedir responsabilidades.  

Convendría recordar que hace una década íbamos a comenzar el año del conflicto, doce meses donde nos subimos a una montaña rusa desvencijada en medio de un huracán acompañados de un mono con dos pistolas. Aquel 2012 fue el año del rescate condicionado a la banca española, donde los hombres de negro de la UE impusieron unos durísimos recortes que el Gobierno del PP no sólo llevó a cabo con presteza, sino que amplió con intencionalidad política: desequilibrar de forma ineludible el conflicto capital-trabajo para que especuladores y rentistas tuvieran más influencia que trabajadores y sus sindicatos. Aquel 2012 fue el de la quiebra de Bankia, también el del inicio de un descrédito institucional a causa de la corrupción de la que no se libraría ni la propia Corona: dijo que lo sentía y que se equivocó, pero ya sabemos que volvió a ocurrir.

En aquel 2012, sin embargo, la desilusión no tenía razón de ser. La respuesta fue la de una indignación donde la electricidad se medía en cada manifestación y en cada protesta, quizá porque se pensaba que la Gran Recesión era tan sólo un mal sueño, quizá porque descubrimos que el futuro prometido no era tal, quizá porque aún no había tanto cansancio. Aquello no fue brillante, ni divertido. Hubo incertidumbre, dolor y miedo. Pero la diferencia es que el cambio, al que puerilmente no se le exigían apellidos, hechos, ni plazos, se pensaba posible. Un cambio casi cinematográfico, una gran victoria irreversible, un momento cumbre. Se impugnó todo aquello que fuera susceptible de llevar la etiqueta de viejo, incluso lo que era útil: una vez que se inicia la aventura nunca se piensa que se necesitan las naves para regresar. Y sí, el país cambió, como ejemplo sólo hace falta ver lo que era el Congreso en 2012 y lo que es hoy, la opinión general sobre la monarquía o el primer Gobierno de coalición en 80 años.  

El problema es que ese cambio no se ha producido con la intensidad, velocidad y espectacularidad que muchos habían imaginado. La pandemia nos ha hurtado la posibilidad de detenernos y entender ese cambio, valorar su profundidad, qué había quedado pendiente, cuáles de las herramientas utilizadas habían sido útiles y cuáles un callejón sin salida: situar nuestro presente respecto a las causas recientes. Tanto que hoy se desprecian, con arrogancia desencantada, los primeros frutos de la recomposición del escenario. Queda una inercia en la izquierda a pensar que el camino sigue siendo el del choque frontal con la institución, siendo parte de ella, con lo mediático, formando parte de su entramado, y con lo económico, como si lo productivo y lo especulativo no estuvieran ya manteniendo su propia guerra. También con el pasado, con el que se pretendió hacer tábula rasa dejando en el limbo a aquellos que a finales de los setenta protagonizaron la Transición desde la calle y las fábricas.  

Hay momentos donde quien mejor encarna el conflicto, la audacia y el reto a lo existente es quien marca la época política. Así sucedió la pasada década con Podemos. ¿Cuándo acabó todo esto? Es difícil de precisar. Sí sabemos que en las últimas elecciones autonómicas madrileñas encarnar el conflicto ya no funcionó frente al populismo individualista. Tenemos así, por tanto, a un PSOE que va a buscar en este nuevo año el centrismo y la geometría variable parlamentaria, a una ultraderecha a la que sí le funciona buscar el incendio y a un PP que nadará entre dos aguas, fingiendo a ratos moderación pero actuando como un pirómano a conveniencia. ¿Cuál tiene que ser entonces el papel de la izquierda, en qué marco tiene que jugar? Por todo lo que hemos visto no parece descabellado pensar que la gente está por premiar a quien aporte soluciones concretas a problemas apremiantes. La izquierda tiene que saber pasar de encarnar el conflicto a ser quien aporte soluciones al mismo, situarse en la construcción antes que en la impugnación. 

Hay tiempos que exigen aventuras y otros que exigen precaución. Quien mejor sepa capear el desencanto y el miedo, cortejando la esperanza con realismo, puede ser la opción política que marque este 2022, donde saldremos de la pandemia para acercarnos al primer tercio del siglo XXI. La labor de la izquierda no será sólo proporcionar certezas y soluciones, hacer virtud de la política útil, sino encontrar la manera de contar que su papel tiene un sentido y un horizonte al que dirigirse: la esperanza es la suma de confianza más un destino. No se trata de rendirse a lo posible, sino de ampliar los límites que nos impiden llegar a lo necesario.

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