Qué ven mis ojos

Para que al acabar el cuento no gane el lobo

Benjamín Prado

“Tú y quien de verdad eres deberíais dormir en camas separadas”

Lo fácil es que se rompa un jarrón, lo complicado es reunir y pegar sus fragmentos. Una cerilla quema un bosque o arrasa una ciudad. Y cualquier pequeño error puede requerir una tarea compleja para subsanarse. El coronavirus mata a cientos de personas cada día en nuestro país y ha impuesto una nueva realidad en la que es esperanzador que haya quinientas víctimas en una jornada, sólo porque no son las casi mil de diez días antes; y sin embargo, también pudo surgir de algo tan humilde como un guiso de pangolín o una sopa de murciélago. El mal se ha propagado en un abrir y cerrar de ojos, pero detenerlo requiere tiempo, dinero y, más que ninguna otra cosa, la complicidad de todos. Que esa última sea la parte más difícil de conseguir, resulta desalentador. “De golpe, la muerte subió como una flecha -dice Albert Camus en La peste- (…) y una vez cerradas las puertas de la ciudad, todos se dieron cuenta de que estaban atrapados en la misma red. (…) La invasión brutal de la enfermedad obligaba a los ciudadanos a obrar como si no tuvieran sentimientos individuales.” Es decir, a resistir juntos al menos hasta que la pandemia fuese vencida. Por desgracia, en España eso no está ocurriendo y, una vez más, la política mira hacia otro lado, no se da cuenta de que ahora las únicas banderas que importan son las sanitarias. ¿Mejor todos muertos que permitir que el rival sobreviva y se ponga una medalla?

Eso que sirve para nosotros, vale también para el resto de la humanidad, que pagará un precio altísimo si confunde protegerse con atrincherarse y el confinamiento con el aislamiento; o si cree que una pandemia se para con alambres de espino, muros y fronteras. Al contrario, la forma de detenerla es colaborando con los demás, buscando alianzas científicas y no adversarios comerciales. Si las naciones que buscan medicamentos o vacunas comparten sus hallazgos día a día, olvidándose del beneficio económico que pueda lograr el que las encuentre y comercialice, el covid-19 se convertirá en un mal recuerdo, como lo es la viruela, que en los años sesenta del siglo XX mató a dos millones de personas. Si no se hace así, las víctimas se multiplicarán.

En las sociedades engoladas que hemos creado en el primer mundo, nada importa más que el dinero, que a fin de cuentas no es una materia necesaria para la vida como el aire, el agua o los alimentos, y tal vez los prepotentes dueños del sistema neoliberal no estén preparados para asumir su fragilidad ni a cambiar de modelo, por muy claro que esté quedando que el actual no funciona, al menos no en caso de emergencia. Mientras Europa por fin acepta que hay que usar mascarillas, algo que negaron porque no las había, porque la industria farmacéutica primaria se ha dejado en manos de China y otros países de Asia mientras aquí se cerraban fábricas e industrias que de haber estado abiertas seguramente habrían evitado muchos contagios, resulta que aquí muchos se han dedicado a hacer el agosto con ellas: antes de que el Gobierno las empezase a repartir en el transporte público, las farmacias las vendían a dos euros con cincuenta las que duran un máximo de tres horas y a siete cincuenta las que valen para usarlas tres días. Un atraco en toda regla. Sin duda ellos también las compraban muy caras, pero sea como sea, resulta inaceptable que algo esencial en esta situación y que resulta tan necesario como para que las fuerzas del orden lo estén dando por las calles, se pudiera convertir en objeto de especulación. El virus nos ha atacado a gran velocidad.

Es cierto que hay países como Corea o nuestro vecino Portugal que han sido más rápidos y han logrado cifras de contención envidiables. También lo es que los mismos que en España lanzan terribles acusaciones al ejecutivo por haber reaccionado tarde y no haber visto lo que se nos venía encima, tenían responsabilidades que no ejercieron e incluso llamaron a la calma en lugar de a la prudencia: la presidenta de la Comunidad de Madrid declaró el 26 de febrero, en Antena 3: “Está todo previsto y lo más peligroso ahora es el miedo, más que el propio virus, que normalmente lo que deja como secuelas son síntomas menores incluso que los de una gripe.” Y su partido es responsable directo de gran parte de lo ocurrido en las residencias geriátricas de la capital donde manda desde 1995, al ponerlas en manos privadas, concertadas o, directamente, de fondos-buitre. Se habla, por ahora, de cinco mil defunciones en esos centros y ya se verá la cifra final y si tal vez se ha hecho lo posible y lo imposible por ocultar muchos fallecimientos.

Algunas personas han vuelto a sus empleos ayer. Otras no los han abandonado más que para dormir unas horas desde que el infierno se desató: son muchos, pero a la cabeza de todos ellos hay que poner al personal sanitario y de mantenimiento de nuestros hospitales, que lucha sin pausa contra los gráficos del covid-19 y que ha empezado a doblegar su curva de destrucción. Si cuando esto pase, más pronto o más tarde dependiendo de lo capaces o incapaces de apoyarse unos a otros que sean los países más avanzados del mundo, no les tratamos como se merecen y reciben, además de la gratitud de la población, una gran recompensa por su sacrificio, no tendremos perdón. Para que eso ocurra, será necesario un gran pacto de todas las formaciones. Por supuesto, menos de los ultras que piden un gobierno de concentración nacional, porque ellos no quieren otros Pactos de la Moncloa sino otra dictablanda como la de Miguel Primo de Rivera. Que hablen del “gobierno de los mejores”, da miedo; que se incluyan, da risa. El PP se debe librar ya de ese lastre, admitir que sus aliados no creen en la democracia porque no les gusta aquello en lo que se basa: la justicia y la igualdad. No les debería costar mucho darse cuenta, porque a estas alturas ni siquiera disimulan: son un lobo con piel de lobo. Y han regresado porque, como también escribe Camus en la última línea de su novela, “la peste no desaparece”, sólo se esconde, y si alguien le abre la puerta “puede llegar un día en que, para desgracia y enseñanza de los hombres, despierte a sus ratas y las mande a una ciudad dichosa.”

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