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Qué ven mis ojos

Si arde el hombre de paja, se quemará el palacio donde lo han encerrado

“No vivas con un egoísta: de tanto barrer para casa, la convertirá en un vertedero”.

Estamos en el tiempo de los hombres de paja, lo cual quiere decir que también es la era de los titiriteros, en el mal sentido de la palabra: esa gente que mueve los hilos, que cuando le interesa los transforma en sogas, que habita las alturas y desde allí da las órdenes a quienes mandan. O tal vez es que regresa el mito de Frankenstein y alguien se ha vuelto a olvidar de que esa historia siempre acaba igual, con el monstruo atacando al médico que lo ha creado. Los hombres de paja se queman con una cerilla y arden rápido, pero también son capaces de provocar un gran incendio o incluso de rebelarse contra su amo, y si no recuerden la famosa sentencia de Susana Díaz sobre Pedro Sánchez: no sirve, pero nos sirve. Pese a todo, los hombres de paja viven su época dorada, y no hay más que mirar hacia La Moncloa, donde también se nombran a dedo los candidatos a ocuparla o, por cambiar de paisaje y a la vez seguir hablando de lo mismo de siempre, hacia Cataluña: a Mas lo puso Pujol como quien mete un delfín amaestrado en su pecera; a Puigdemont lo puso Mas, convencido de que podría manejarlo desde la sombra y no acabar él a la sombra; y ahora el propio Puigdemont se inventa un Govern a la rusaGovern , donde el president Torra hace de Medvédev y su antecesor a la fuga hace de Putin. Su enemigo es Rajoy y está en las mismas, aunque sea de otra manera: a él le quita la silla y le marca el calendario Albert Rivera.

Disfrazado de actor secundario, Torra dice que él es un reserva que ha salido en el equipo titular, mientras por una parte borra sus tuits llenos de odio hacia el resto de España y por otra vuelve a decir lo mismo, con otras palabras. Puigdemont le da seis meses en el cargo, siempre que se porte bien y no se le ocurra tener una idea propia. La CUP le deja ocupar la butaca de mando, pero le avisa de que no le permitirá gobernar. Él trata de poner en práctica esa artimaña, otra más, que los suyos han llamado estrategia de la bifurcación, y que consiste en que el discurso vaya por un lado y la acción por otro; el primero por arriba, rodeado de trompetas pero sin salirse de la ley, y el segundo por el subsuelo, en un inframundo parecido a los túneles de Vietnam, y pensado como atajo para saltarse las normas. Es un laberinto, porque en su momento los independentistas se han tirado a una piscina sin más agua que la que sirve para meterse en un charco y ahora no pueden salir de ella, les han quitado la escalera y las paredes resbalan.

En el horizonte, se ven ya las elecciones municipales, que Torra ha definido como una gran oportunidad “para hacer la república de los municipios” y en las que su objetivo principal no va a ser otro que la alcaldesa de Barcelona, Ada Colau, a la que él y sus correligionarios, obviamente, consideran un gran escollo que hay que saltar, lo mismo que ella a él lo define como la peor noticia posible para Cataluña en estos momentos, convencida de que representa lo peor del nacionalismo. Mientras tanto, medio país dice que la política se ha judicializado, pero lo que ocurre es que ha dimitido, y aquí todo se hace a golpe de sentencia, porque no queda otro remedio: esta gente se pega y alguien tiene que ir a separarlos. Porque si no lo hacen, nos hunden a todos: no son arquitectos, son dinamiteros: no construyen puentes, los derriban. No podemos seguir en estas manos.

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