Qué ven mis ojos

El tiburón naranja ha olido sangre y la caza de la gaviota ha comenzado

“A veces quienes dicen que todos estamos en el mismo barco, callan que ellos son el almirante y nosotros los remeros”.

En España somos simpáticos pero fatalistas, tendemos a sospechar que nada vale para nada, que todos los esfuerzos son inútiles, que la política es un deporte en el que juegan todos contra todos y al final siempre ganan los mismos. No es del todo verdad, y lo demuestra el cambio que ha surgido del 15-M y que, en resumen, poco a poco se ha transformado en lo que quería ser desde sus comienzos: el fin del bipartidismo. Ahora hay cuatro gallos en el corral y si es que en esta ocasión no se equivocan las encuestas y Ciudadanos y Podemos van por delante del PP y el PSOE, ya no estaremos hablando de un vuelco electoral, sino de un verdadero terremoto. Es lo que suele ocurrir con lo inamovible, que cae por su propio peso.

Todo el asunto de Cataluña, un drama cada vez más parecido a una comedia en la que el actor secundario es un hombre de paja y el protagonista un doctor Frankenstein con una cerilla encendida en la mano, con la carga destructiva y el desgaste emocional que ha producido a todo el país, da la impresión de que para lo único que habrá servido sea para llevar a Albert Rivera a La Moncloa. Los sondeos indican eso y su partido también lo cree, a juzgar por los movimientos que ha comenzado a hacer, que son los del tiburón que ha olido sangre.

Tal y como suele ocurrir entre quienes luchan por el poder, en la batalla que se avecina no hay peor enemigo que el aliado, porque es él quien te disputa el trozo de pastel que ambicionas, y la formación naranja sabe que podrá quitarles algunos votos a los socialistas, porque quien pierde los papeles también pierde las papeletas, pero no tiene dudas de que el granero que puede alimentarlos está en la calle Génova y ése es el que hay que asaltar como si fuese la bastilla de la derecha. La caza de la gaviota ha comenzado y ni siquiera necesitan tener puntería: disparan al aire, y cae un pájaro; se quedan parados y les vienen los animales a la jaula.

En el PP están tan asustados que su secretaria general y la vicepresidenta de su Gobierno, María Dolores de Cospedal y Soraya Sáenz de Santamaría, han tenido que sentarse juntas y hacer que se hablan, en la toma de posesión de Ángel Garrido como presidente de la Comunidad de Madrid. No es para menos, porque los últimos coletazos del independentismo han tirado al suelo las copas con que iban a brindar Mariano Rajoy y el PNV, y la pista de baile la han tomado Quim Torra y los suyos, gente que baila como una estatua con pies de barro. Nadie está para fiestas, pero los Presupuestos Generales del Estado no son un libro, son una espada de Damocles, y Rivera y los suyos son quienes sujetan la cuerda, la tensan cuando quieren y de vez en cuando se la dan al PP para que se ahorque.

Ahora han vuelto a llevarse el gato al agua, con la ayuda de sus adversarios de la Generalitat, a quienes debieran nombrar jefes de campaña en premio a sus servicios, porque se lo están poniendo como se las ponían a Fernando VII, y han logrado que se haga lo que ellos querían y que tiene que hacerse de manera dudosamente legal: mantener el 155 de aquella manera y evidenciar que no se sabe si Rivera será presidente después de las elecciones, pero está claro que lo es antes: el que lleva el timón y marca el ritmo al Partido Popular, es él y sólo él. Los demás le siguen el ritmo. Y él, como demuestran sus recientes alardes de patriotismo folclórico, lo quiere todo, no sólo la parte más centrista o moderada de los conservadores, sino también la más extrema, la más reaccionaria. Este menú tiene primero, segundo, postre, bebida y café, y estas nuevas generaciones tienen hambre y ambición, han ido al restaurante para dejar los platos vacíos.

Ya sólo queda descubrir si el remedio será peor que la enfermedad. O quizá sea lo mismo de otra manera y con otras caras, una segunda ola neoliberal que llegará para recordarnos que el mar es peligroso y la única forma de no naufragar es admitir dos cosas: que estamos todos en el mismo barco y que ellos son los almirantes y nosotros los remeros.

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