La Justicia, veleta con la corrupción

La condena de cárcel al socialista José Antonio Griñán por malversación debido a su responsabilidad política, in vigilando, con los ERE deja abierto el debate sobre la discrecionalidad de jueces y fiscales frente a la corrupción. Un asunto de profundo calado democrático porque afecta al sentido de la Justicia, a los diferentes criterios que aplican sus señorías frente al abuso de lo público. Y mientras unos se van de rositas, a otros les enfilan. Las diferentes instancias judiciales son una garantía de nuestro sistema procesal. Pero la corrupción es política y acaba en el Tribunal Supremo, con un Poder Judicial politizado por el bloqueo de la renovación desde el PP y el sector conservador. La sentencia de los ERE con un ajustado tres a dos revela un debate técnico y jurídico de dos juezas progresistas discrepantes con la malversación y tres conservadores a favor, un reparto de fuerzas que no despeja la sospecha de qué ocurriría si fueran de otro signo o hasta qué punto la ideología está condicionando la aplicación de la ley. 

Como no se ha hecho público el contenido de la sentencia, no cabe entrar en la letra pequeña del caso Griñán. Vaya por delante que las tramas de corrupción y clientelismo merecen una condena. Quienes las hemos investigado durante años sabemos que en su mayoría, la cúpula política se beneficia –manteniendo el cargo o con un patrimonio incompatible con el sueldo oficial– y acaban en los tribunales los ejecutores, la cohorte necesaria para llevarlo a cabo. 

Sin embargo, llama la atención que tras la cascada de casos en la Audiencia Nacional, los juzgados de Madrid, Valencia o Cataluña, el expresidente andaluz es el único condenado por no detectar un sistema clientelar de ayudas, declarado ilegal, que operó durante años. Las preguntas son más que oportunas. Con los tribunales saturados de causas de corrupción, ¿Qué ha ocurrido para que Esperanza Aguirre fuera la máxima responsable de la financiación ilegal del PP de Madrid en 2019 y la misma Fiscalía Anticorrupción la exonere de toda culpa en 2022? ¿Por qué los indicios probados de hace tres años han desaparecido en la recta final de la instrucción de la Púnica? O, ¿cómo es posible que la exministra de Defensa Maria Dolores de Cospedal, a la que hemos oído conspirar, ordenar destruir pruebas de la caja b del PP, corromper a policías y amedrentar al principal inspector de la Gürtel, Manuel Morocho, nunca ha sido imputada? ¿Por qué Jose Antonio Griñán merece ser el único en el pódium de la responsabilidad in vigilando?

La Justicia tiene la obligación de responder a por qué se aplican criterios tan dispares. El clientelismo y el abuso de poder genera tal desorden y desigualdad social que los jueces deberían tener un baremo común para determinar la responsabilidad política. Tras una década de macrocausas –la mayoría todavía abiertas– que afectaron a todas las altas instituciones del Estado, los jueces no han consensuado unos mínimos estándares aplicables a todos por igual para juzgar la corrupción. El resultado son numerosos altos cargos del PP sin condena frente a otros que irán a la cárcel por muchos menos delitos. Y mientras se condena a Griñán por su responsabilidad política, se libra a María Dolores de Cospedal, Esperanza Aguirre, Mariano Rajoy y tantos otros “Luis, sé fuerte”. Y ahí siguen, impermeables a los tribunales. Todos del mismo signo, todos con responsabilidades políticas durante los desfalcos millonarios que dejaron a su paso.

El argumento del PSOE para exculpar al expresidente andaluz es tentador. No ha robado, no hay financiación ilegal y no favoreció directamente a ningún amiguete. Otros no pueden decir lo mismo

La Policía se ha pasado años documentando estos indicios. Los informes de la UCO entregados al juez de la Audiencia Manuel García Castellón acreditaron el sistema de financiación ilegal del PP. Para los agentes –y entonces también la Fiscalía–, la expresidenta Esperanza Aguirre cambió la regulación autonómica en materia de publicidad para desviar fondos y participó en reuniones con los donantes de las campañas, empresarios que después recibieron contratos millonarios de la Comunidad de Madrid. Iban tan dopados de dinero b a las campañas, el Lava Jato madrileño era de tal nivel, que Anticorrupción aseguró en su día que el dopaje electoral alteró las reglas del juego democrático.  

Suma y sigue. Con el expresidente de Madrid Ignacio González hubo un sistema opaco de desvío de fondos del Canal de Isabel II a través de sus filiales en Latinoamérica donde se fueron cientos de millones de todos los madrileños. El ex número dos de Aguirre, Francisco Granados, dejó agujeros de otros cientos de millones en Valdemoro, donde fue alcalde, y distintos municipios del Sur. Propició pelotazos que superan los ERE andaluces, como los 709 millones de euros en plusvalías cambiando un plan urbanístico para favorecer a sus amigos constructores. Así, a base de ejemplos, podríamos estar horas. 

El argumento del PSOE para exculpar al expresidente andaluz es tentador. No ha robado, no hay financiación ilegal y no favoreció directamente a ningún amiguete. Otros no pueden decir lo mismo. Y es comprensible que le parezca menor que las barbaridades de los casos Gürtel, Kitchen o Lezo. El debate no es sobre quién corrompe más o menos, si no por qué unos pagan por sus responsabilidades políticas y otros no

La falta de directrices claras y ecuánimes para juzgar la corrupción provoca desconfianza social. Cada delito está en el Código Penal, pero la discrecionalidad de cada magistrado, de cada Sala, es tal que ahonda en la frustración social. Y ¿qué es un sistema judicial sin credibilidad? El best seller de Michael J. Sandel Justicia ¿Hacemos lo que debemos? reflexiona sobre qué es hacer lo correcto. Un libro de referencia para quienes consideramos a la Justicia el dique de contención más poderoso contra los abusos. La reflexión ahora debe extenderse a si la propia Justicia hace lo que debe y si la pérdida de confianza afecta a la calidad de la convivencia. Últimamente hay demasiados jueces que parecen blindarse en su estatus de poder, ajenos a la ciudadanía, a su función social, e incluso a su deber de rendición de cuentas. Otros inclusos parecen hacer oposición al Gobierno. Una Justicia sin credibilidad es una justicia que pierde su legitimidad social. No es menor. No puede percibirse eso de según quién eres, así te juzgan. Y no puede haber baremos diferentes para según qué causas. 

La condena de cárcel al socialista José Antonio Griñán por malversación debido a su responsabilidad política, in vigilando, con los ERE deja abierto el debate sobre la discrecionalidad de jueces y fiscales frente a la corrupción. Un asunto de profundo calado democrático porque afecta al sentido de la Justicia, a los diferentes criterios que aplican sus señorías frente al abuso de lo público. Y mientras unos se van de rositas, a otros les enfilan. Las diferentes instancias judiciales son una garantía de nuestro sistema procesal. Pero la corrupción es política y acaba en el Tribunal Supremo, con un Poder Judicial politizado por el bloqueo de la renovación desde el PP y el sector conservador. La sentencia de los ERE con un ajustado tres a dos revela un debate técnico y jurídico de dos juezas progresistas discrepantes con la malversación y tres conservadores a favor, un reparto de fuerzas que no despeja la sospecha de qué ocurriría si fueran de otro signo o hasta qué punto la ideología está condicionando la aplicación de la ley. 

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