Nacido en los 50

Cuando la vida tiene precio urge otro modelo

El Gran Wyoming

Los partidarios y promotores de eso que llaman colaboración público privada, también llamada PPP (Public Private Patnership), han tocado techo. Bajo esa lógica de cooperación que adquiere múltiples formas se esconde también la cesión por parte de la Administración de todo aquello que pueda enriquecer a las grandes empresas en detrimento del bolsillo de los ciudadanos.

Resulta obvio pensar que la iniciativa empresarial sólo “colaborará” con la Administración en aquellos proyectos en los que obtenga beneficio, claro, pero el rédito que obtiene la Administración en esos proyectos, puesto que de colaboración se trata, es más complicado de entender y, en cualquier caso, esa colaboración debería tener un límite, alguna línea roja.

Yo vengo de un mundo donde los grandes descubrimientos científicos pasaban a ser patrimonio de la humanidad al instante. Gracias a ello, muchos de los que defienden a ultranza desde la política y los medios de comunicación la falta absoluta de control por parte del Estado en los negocios irían con muletas a trabajar por no haber tenido acceso en su día a la vacuna de la polio, o no habrían sobrevivido a enfermedades como la viruela, actualmente erradicada, o a infecciones que hoy no suponen el menor riesgo gracias a los antibióticos. ¿Alguien se imagina el precio que podría haber alcanzado en el mercado negro la penicilina si su uso no se hubiera universalizado?

Recuerdo ahora la película El tercer hombre, luego convertida en novela, de Graham Greene, donde el malvado Harry Lime se dedicaba, precisamente, a eso, a hacer negocio con la precaria salud de los austriacos en la posguerra de la Segunda Guerra Mundial vendiendo medicinas en el mercado negro. Se consideraba entonces el más execrable de los crímenes.

Ahora es un negocio legal. En la moral del siglo XXI es guay. Nadie duda del legítimo derecho en una sociedad llamada de libre mercado a obtener beneficios de una inversión, pero la falta de intervención del Estado en favor del interés general o, mejor dicho, la intervención del Estado para procurar el máximo beneficio a la industria farmacéutica, que en Estados Unidos quita y pone presidentes a través de eso que llaman lobbies, que no es otra cosa que la compra de voluntades desde el mundo del dinero, ha llegado a convertir en cotidiano, a legalizar de hecho, la especulación criminal, dicho en el sentido más literal del término: una especulación que mata. Que priva del recurso necesario para seguir viviendo al que padece una enfermedad crónica. Me refiero, como muchos habrán comprendido, a la hepatitis C. Llamo especulación criminal a lo que sucede porque el precio al que se vende el fármaco nada tiene que ver con la inversión realizada en la investigación para su descubrimiento, sino con la efectividad del mismo y la exclusividad de una marca a la hora de ponerla en el mercado que no deja elección posible. Si tienes dinero, te salvas. Si no, te mueres. Así de sencillo. Esa es la filosofía. Es la ley del libre mercado. Es el paradigma de los que pregonan que la intervención de Estado en la regulación del mercado es un atentado contra la libertad y una forma perversa de totalitarismo. Para los neoliberales es un dogma.

Según varios informes, ya se habría amortizado con creces el gasto en la investigación del fármaco. El alto coste del tratamiento, que se planteaba en 60.000 euros por enfermo, teniendo en cuenta que es una enfermedad que afecta a millones de personas –los cálculos en EEUU estiman en 3,2 millones los que la padecen sólo en aquel país– obliga a la búsqueda de una solución sin demora y sin que tengan que seguir muriendo de forma gratuita miles de seres humanos por la codicia de unos negociantes sin escrúpulos. De demagogia tachan cualquier propuesta los defensores del tráfico de vidas humanas que, dicho sea de paso, ignoran si padecen la enfermedad, ya que pueden pasar hasta veinte años sin que afloren los síntomas.

Hay que indemnizar al propietario de la patente por un precio razonable, ahora que todavía no se ha aprobado el Tratado de Libre Comercio, el famoso TTIP, donde contemplarían en ese pago el “lucro cesante”, es decir el negocio que hubieran hecho si no interviniera el Estado, y poner el fármaco a disposición de los médicos.

Hay que recordarles a los que se escandalizan cuando se plantean estas medidas que el laboratorio propietario de la patente del fármaco no fue el que la descubrió, sino que la compró a los que dieron con él, con la sana intención de forrarse a costa de la vida de los ciudadanos. Pues eso mismo es lo que tenían que haber hecho las Administraciones Públicas si miraran por el interés del personal en lugar de pasarse el día engrasando las puertas giratorias. Así de sencillo. Se enteran de cuánto han pagado por esa patente y se les da un dinero, vamos lo que se llama una expropiación, que es lo que hacen con las propiedades de los paisanos cuando se traza una carretera, una vía del tren o Eurovegas. Ahí no tienen problemas.

La gente está muriendo. Esta cuestión no es broma ni motivo de rifirrafe ideológico; pone en cuestión la esencia de la utilidad del Estado. Con la excusa de salvar la vida de los ciudadanos dilapidamos fortunas en medidas preventivas sintetizadas en la compra de armamento, medidas que se hacen más incomprensibles ahora que el software de nuestros arsenales se queda obsoleto enseguida.

Sólo la lucha del colectivo de afectados por esa enfermedad, que ha desenmascarado la injusticia social, moral, política y religiosa que supone esta verdadera masacre llevada a cabo con la colaboración de nuestros gobernantes, nos ha hecho tomar conciencia de hasta dónde están dispuestos a llegar. Si se hubieran muerto en silencio, sin hacer ruido, como pretende el actual ministro de Sanidad cuando afirma que las acciones de este colectivo son perjudiciales para la negociación, no se hubiera evidenciado en manos de quién estamos y de qué lado están.

Este no es un caso aislado. Es sólo un ejemplo que nos ayuda a comprender el empeño de estos señores neoliberales por exterminar la investigación científica tal y como siempre la habíamos concebido, como un empeño colectivo al servicio de la Humanidad.

Son muchas las investigaciones llevadas a cabo con un gran esfuerzo de dinero público que cuando están tocando a su fin son vendidas a la empresa privada para que exploten los resultados.

Ellos han tocado techo en su desprecio por la vida de los ciudadanos. Nosotros fondo.

No queda otra, a pesar de la apocalíptica imagen del terror y las amenazas de los organismos internacionales “neutrales”, tecnócratas y apolíticos que dirigen nuestras vidas, que tomar impulso y salir a la superficie.

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