Entre el soroche y la morriña

Santa Cruz de la Sierra está en los llanos orientales de Bolivia. Me gusta decirlo entero como me gusta llamar a la gente que tiene un nombre compuesto. Hace una semana que amanezco bajo el rigor de su clima tropical de sabana y solo ahora, sentada frente a la plaza 24 de Septiembre para escribir esta columna, por fin leo que, por supuesto, se llama exactamente así porque el conquistador Ñuflo de Chaves hizo lo que tantos: le puso el nombre de su villa natal, en Cáceres.

Pasar de La Paz a Santa Cruz es cambiar de universo sin salir del país. Dejas la altura y el soroche –su mal– y entras en ese calor brumoso que te aplatana y devora tus reparos con el aire acondicionado. Cambias la verticalidad por la planicie, las lucecitas de los cerros por la ausencia de horizonte. Los pulmones se alivian, desaparece la tensión perenne en la cabeza, tomar café vuelve a ser una opción. Ya no necesitas el mate de coca, pierdes, también, todo lo que tiene de ritual estar en La Paz. 

En La Paz ya había trabajado y de Santa Cruz sólo conocía su aeropuerto, Viru Viru. Tenía curiosidad por ver la ciudad donde bordaron la mitad superior del vestido con el que me casé en Guatemala. Otra historia para otro momento. A Santa Cruz le dicen “la Miami de Bolivia”, me contaron unas alumnas cochabambinas. Hay una zona, Equipetrol, que sí: sus edificios finos y altos, sus restaurantes caros, los centros comerciales, los carros de lujo. El centro histórico, donde me hospedo e imparto un curso de crónica, es un continuo de fragmentos propiamente ñamericanos –que diría el maestro Martín Caparrós–. Palmeras con fondo de catedral, aceras algo menos que justas, marañas de cables a la vista. Por ratos La Habana Vieja y por calles la zona 1 de Nueva Guatemala de la Asunción, a la que nadie llama nunca por su nombre completo.

Las mujeres que escribimos no estamos hartas de nosotras mismas porque todavía nos faltan hasta palabras propias

La última vez que estuve en Bolivia no era madre, no había estrenado aún el vestido mitad cruceño, mitad paceño, no había vuelto a España. A mí siempre me pesó mucho estar lejos de mis padres, pero entonces pude hacerlo y durante largo tiempo. A los ocho días de estar aquí esta vez, en esa soledad afilada que de golpe adquieren las habitaciones de hotel, deseé muchísimo estar con mi hijo, estar ya, de inmediato, urgente. Mi hijo, me cuentan, me llama por todos los objetos con forma más o menos rectangular que hay en la casa. Mi único plan para el domingo es abrazarlo hasta que sea lunes.

Nunca nos habíamos separado tanto tiempo. No es tanto tiempo, dirán o podría haber dicho yo antes de ser madre. A mi hijo no lo echo de menos como a mi marido o a mis padres, que también es mucho. A él lo extraño como a una parte de mí que no está conmigo. La combinación de morriña, responsabilidad y temores no le envidia nada al mal de altura. Los pulmones se tensan, la cabeza no encuentra alivio, tomar café es una idea de la que te acabas arrepintiendo. Dicen que en tres días tu cuerpo comienza a adaptarse a la altura. Yo calculo que alrededor de los siete te asalta la morriña. El mal de altura tiene nombre preciso: soroche. Morriña es una palabra incompleta para la añoranza de un hijo cuando estas lejos. A la pregunta de otro columnista en otro diario: Las mujeres que escribimos no estamos hartas de nosotras mismas porque todavía nos faltan hasta palabras propias.

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