Nochevieja desde la redacción

Hay que seguir dando las gracias

Voy a confesar algo ahora que parece que, en vez de despedir el año 2021, hemos vuelto a las Navidades del covid de 2020. En lo peor de la pandemia, hace ya casi dos años, cuando todos nos uníamos cada tarde a las ocho para aplaudir como gesto de agradecimiento desde los balcones o desde las ventanas a sanitarios, fuerzas de seguridad, cajeras de supermercados y resto de trabajadores esenciales que nunca dejaron su puesto de trabajo, en realidad, no lo hacíamos todos. Y no porque no quisiéramos. Cuando a una le toca pasar el confinamiento en un lugar que no es la idea que tenemos de ciudad y las casas están desperdigadas, salir a aplaudir no tenía el mismo sentido.

Esto me lleva a confesar otra cosa. Las socias y los socios de infoLibre seguramente suponen que, durante el duro confinamiento de primavera, la newsletter que cada noche manda de este periódico se dejó de enviar, como era habitual, desde la redacción. Muchos, si se lo pararon a pensar, quizás imaginen que lo hacíamos desde nuestros pisos en Madrid. Pero, seguro que no han barajado la posibilidad de que, cinco días a la semana durante tres larguísimos meses, se enviaba desde un pequeño ayuntamiento del norte de la provincia de Pontevedra. Concretamente, desde el salón que okupé en casa de mis padres (siguiendo el ejemplo de la carta de despedida del ex CEO de Twitter, Jack Dorsey: ¡hola mamá!).

Voy a confesar algo más. A mí no me tocaba pasar el confinamiento en Galicia. Lo normal hubiera sido que me hubiera pillado en Madrid, como a todos mis compañeros. Pero, mi mala pata, y lo digo de forma literal, no lo quiso. Justo un mes antes de que Pedro Sánchez saliese a decretar el primer estado de alarma, unos escalones quisieron que yo, aquel 14 de febrero, no llegase a trabajar. Pero, no se imaginen una caída terrible, más bien todo lo contrario. Como persona que la vivió en sus propias carnes y como experta en ser patosa, me gusta describirla como la caída más triste y menos graciosa que haya ocurrido en unas escaleras de metro. Ese día no llegué a trabajar. Ni tampoco los 40 sucesivos. La siguiente vez que me senté delante de un ordenador a teclear sobre la actualidad el mundo había cambiado radicalmente.

Aquel viernes de febrero, yo no lo sabía, pero me crucé con un montón de gente a la que durante semanas quise aplaudir desde la ventana de mi vacío piso de Madrid y no pude porque estaba a 600 kilómetros. Primero, a la trabajadora del metro que llamó a una ambulancia y me hizo compañía mientras yo presenciaba aterrada como en mi tobillo aparecía una pelota de tenis cada vez más grande. Segundo, al personal de seguridad que se colocó estratégicamente para evitar que otros pasajeros me arrollaran en esas escaleras. Y tercero, pero no por ello menos importante, a los dos sanitarios del Summa que me rescataron de esa fática entrada al subterráneo madrileño. Ambos me dedicaron un par de sonrisas (de aquella aún se podía), me gastaron bromas para quitarle dramatismo al asunto y me brindaron el mejor primer paseo en ambulancia que una pueda desear. Con sirena y todo, si mi memoria no me falla.

Soy consciente de que a ninguno le di las gracias. Ni a la trabajadora del Metro de Madrid ni al personal de seguridad porque, cuando me llevaron escaleras arriba para meterme en la ambulancia, yo iba más pendiente de agarrarme al sanitario y no volver a caerme mientras iba a la pata coja que de otra cosa. Ni tampoco al personal del Summa porque, cuando me dejaron en urgencias, un celador se llevó mi silla de ruedas de la entrada sin que yo casi ni me enterara mientras intentaba saber qué hacer con mi zapatilla, mi abrigo, mi bolso y todos los papeles que me acababan de dar en una ventanilla.

No les di las gracias y me ha pesado durante todo este tiempo. Sobre todo a esos dos trabajadores del Summa que en poco menos de un mes pasaron de llevar en su ambulancia a alguien con un simple, aunque doloroso, esguince a gente realmente grave con covid. En lo peor de la pandemia, cuando veía por la televisión las ambulancias, yo pensaba en ellos y les deseaba muchísimo ánimo y muchísima suerte.

Nos siguen cuidando a pesar de las circunstancias y de las olas que vuelven una y otra vez. Nos llevaron por primera vez en ambulancia. Nos vacunaron. Les debemos, les debo, darles las gracias, aunque hayan pasado casi dos años

Y voy a confesar una última cosa. En el último año, ya no pienso tanto en esas gracias que no verbalice en ese instante. No obstante, como mi cerebro es caprichoso y muy cabezón, esas gracias han vuelto en momentos puntuales. Por ejemplo, en los días que fui a vacunarme. O en los días que leo, o subo, noticias como que casi 28.000 sanitarios que se incorporaron como refuerzo durante la pandemia serán despedidos antes de que acabe el 2021, unos 5.000 sólo en la Comunidad de Madrid. Y esos días me doy cuenta que tenemos, que tengo, que seguir dando las gracias.

Ellos y ellas, fueron nuestros ángeles de alas blancas en los hospitales o, en mi caso, de alas amarillas en aquella ambulancia. Nos siguen cuidando a pesar de las circunstancias y de las olas que vuelven una y otra vez. Nos llevaron por primera vez en ambulancia. Nos vacunaron. Les debemos, les debo, darles las gracias, aunque hayan pasado casi dos años.

Pero, más vale tarde que nunca: muchas gracias.

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