Plaza Pública

Messi y la extraña forma de amar de los dioses

El delantero argentino Lionel Messi, se emociona durante su comparecencia este domingo en el Camp Nou para explicar su versión sobre su marcha del conjunto azulgrana.

Lorenzo Martínez Esparza

Si alguna vez he soñado con un banquete de néctar y ambrosía, no ha sido para ser capaz de experimentar la conducción al volante de un coche de alta gama, caminar descalzo por viviendas de distribución kafkiana –sin saber muy bien cómo se ha llegado hasta allí y dónde está la salida–, sumergir mi cuerpo en piscinas de aguas límpidas y rodeadas de césped, disfrutar de unas vacaciones doradas y paradisíacas, sentirme adorado por las masas o vivir de forma placentera. Pensándolo bien, ninguna de estas experiencias están única y exclusivamente al alcance de los dioses.

Lo que sí está reservado solamente para los dioses contemporáneos es una forma particular de amar. Una forma de amar, de hecho, con la que jamás soñaron otros dioses arcaicos. Diosas titanes podían ver cómo su objeto de amor se dedicaba a devorar a sus propios hijos; amores y desamores podían poner patas arriba el monte olimpo, provocando más de un dolor de cabeza a Zeus; por su parte, el dios de Abraham sacrificó a su hijo por amor a la humanidad. Pero la forma de amar de los dioses de hoy… eso sí que es envidiable.

Los humanos amamos de forma distinta. Nuestro amor implica cierta problemática: riesgo, sacrificio, locura, desesperación, apego e incluso sufrimiento. Así lo simbolizó Goethe en Werther o Flaubert en Bovary, o así lo demostraron, por ejemplo, Verlaine y Rimbaud. Pero si queremos ser más precisos –porque de lo que aquí se trata es del amor de los dioses del balón hacia un club o equipo de fútbol–, este amor también es problemático en los humanos. Riesgo es pagar un abono anual sin conocer de tu situación laboral futura, pudiéndose convertir, más tarde, en un menoscabo de la economía doméstica; sacrificio es salir corriendo del trabajo, con estrés, para llegar a la hora exacta al Camp Nou de turno; locura es recorrer medio mundo, con sueño y alimentándote mal, para ver a tu equipo en una competición internacional; apego es esa necesidad de conocer cómo ha jugado tu equipo o cuál ha sido el resultado del partido, aunque hayas decidido mantenerte un tiempo al margen; sufrimiento es que tu día se vea afectado de mal humor o tristeza, por la derrota de tu equipo el día anterior. Podemos debatir acerca del sentido de amar a un club, pero el amor existe; esta es una verdad cartesiana.

Sin embargo, la forma de amar de los dioses del balón es distinta. Es la superación absoluta de toda forma divina pretérita de amar. Los dioses contemporáneos aman con levedad, sin inquietud, con ebriedad, bailando. Aman transgrediendo toda forma humana o divina conocida de amar. Aman de forma fácil, siempre exitosa, libre de perjuicios o dolor. Son capaces de llevar su afección a esa dimensión donde, a pesar de la necesidad de relativizar y a pesar de que todo allí es contradictorio, siguen siendo convincentes y adorados.

Es una forma de amar que no implica riesgo, a la cual no se le exige el sacrificio real, y que es suficientemente taimada y fría para no caer en la locura o desesperación. En última instancia, un amor que desafía voluntariamente el apego, y cuyo sufrimiento reporta millones de euros. ¿Quién no desearía amar así?

Quizá, simplemente, todo este espectáculo bochornoso de dioses que se sientan frente a multitud de cámaras y micrófonos para declarar su amor y anunciar su despedida del objeto amado, no es sino un nuevo y ridículo intento del imperio del dinero por apoderarse del sentimiento y el romanticismo, que siempre le han sido esquivos. Pero también es probable que no, y puede que esto último solo sea una perspectiva propia de la condición humana, fruto de la envidia y el rencor de los que amamos sufriendo, de ese tercer estado, de ese lumpenproletariado de los sentimientos. De aquellos que amamos de forma cavernaria sin descubrir ni entender, cual realidad platónica, que existe una parcela verdadera de amor, supeditada siempre –sin detrimento ni contradicción– a otra parcela superior, que es la del dinero.

Al fin, es mentira aquello de que la modernidad se erige sobre valores seculares, y es verdad aquello que bien decía Donoso Cortés: que tras una cuestión política hay siempre una cuestión teológica. Ya vemos quiénes son los dioses de la modernidad liberal: los dioses millonarios que anteponen el dinero por sobre cualquier sentimiento o pertenencia a su comunidad. Los dioses más mediocres y espurios de la historia.

Sea como sea, yo no quiero amar como Zeus, ese pobre desgraciado que, por amar a una mortal, tuvo que ver cómo su mujer perseguía a su hijo Dionisio para darle muerte; tampoco quiero amar como el dios cristiano, y tener que soportar ver a mi hijo en manos de los brutales romanos. Yo quiero amar como Messi, como Sergio Ramos y tantos otros dioses de hoy. Yo quiero probar el néctar y la ambrosía con los que estos se alimentan.

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Lorenzo Martínez Esparza es diplomado en Educación Social por la Universidad de Murcia

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