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La solución a Vox

Ramiro Feijoo

Mucho se está hablando de qué debe hacerse para parar a Vox. Aquí les voy a dar mi opinión. Se trata de una solución sencilla y que tendría efectos inmediatos y definitivos. ¿Imposible? Seguramente, pero antes de desvelarla, déjenme hacer una corta pero necesaria digresión.

Últimamente se está dando por sentado que el ascenso de la formación ultraderechista se debe a la inmigración y al independentismo catalán. Naturalmente debemos tener en cuenta las razones que enuncian los protagonistas en las encuestas de opinión, pero conviene matizarlas y contextualizarlas. De otra manera estaríamos cayendo en una especie de determinismo causal (la inmigración provoca xenofobia y el nacionalismo periférico ultranacionalismo español) que podría llegar a justificar, incluso éticamente, dicho ascenso. Veamos:

Comencemos con el aspecto más claro: la inmigración. El boom de esta se produjo en España entre el año 1996 y 2009, cuando la cifra de residentes de origen extranjero pasó de 540.000 a 5.600.000. Un crecimiento bruto de más de 5 millones de personas que dispararon un magro porcentaje relativo del 1,37% de la población española a más del 12%. A España se inmigraba más que a Estados Unidos o cualquier país de Europa, y no en cifras proporcionales a nuestro tamaño, sino en términos absolutos. Como resultado, España era otra cosa.

Lo razonable sería pensar que la reacción anti-inmigratoria se hubiera producido en aquellos momentos o al menos poco después, cuando la convivencia, o la mala convivencia entre autóctonos y recién llegados, hubiera macerado con final turbulento. Sin embargo, milagrosamente, este brote no se produjo y no llegó a suceder nada grave, excepto los tumultos de El Ejido (Almería) en el año 2000 y de Villaverde (Madrid) en el 2005. Poco más. Dos chispazos relativamente menores en un verdadero aluvión inmigratorio.

Pero todavía hubo más: el 11 de marzo de 2004 varios hombres de origen predominantemente marroquí culminaron el mayor atentado terrorista de la historia de España: 193 personas murieron y cientos resultaron heridos. ¿No debió ser acaso este suceso, sumado al fenómeno anterior, el que podría haber propiciado una explosión xenófoba en la población española?

Pues no. El brote anti-inmigratorio tampoco se produjo durante la crisis, cuando el paro arreció y cuando la competencia entre extranjeros y nacionales pudo ser más intensa. No: se ha producido casi 25 años después del comienzo de "la invasión" y casi quince años después del macabro atentado, en un momento en que la economía presenta mucha mejor cara.

Mi tesis es la siguiente: la inmigración no explotó en España, a pesar de llegar como un vendaval, porque los líderes políticos se comportaron en su día con responsabilidad y no utilizaron el fenómeno como pelota política. Una parte de la población debió de sentir como una amenaza semejante aluvión, pero se guardó mucho de manifestarlo públicamente ante una unanimidad política y mediática que hubiera sepultado su voz y hubiera arrinconado su opinión como la de un paria.

Pero en esto llegó un líder joven al PP, con mucha ambición por recuperar el terreno perdido en su partido, envuelto en una competición interna por asentarse y además vencer a su más fiero contrincante: Ciudadanos. Y levantó de debajo de la alfombra el tema de la inmigración. De repente miles de andaluces se sintieron legitimados para levantar la voz después de mucho tiempo de haberse mordido la lengua. Santiago Abascal en sus mítines anima a sus asistentes a atreverse a expresar lo que sienten y dejar de ser los apestados de la ideología dominante. Es un mensaje poderoso que ilumina y empodera a sus receptores. Pero no ha sido él, sino otro, el que en realidad le ha colocado las baldosas bajo los pies.

El tema del nacionalismo catalán no da pie a una comprobación temporal tan clara, pero el proceso es el mismo, y es que no son los hechos los que provocan las reacciones políticas sino nuestra percepción de dichos hechos y sobre todo la interpretación y el uso político que se hace de ellos.

Imaginemos por un momento que estamos antes de mayo de 2005, cuando Rajoy acusó a Zapatero de traicionar a los muertos y rompió con toda una tradición de apoyo mutuo entre los partidos gubernamentales para combatir a ETA y el independentismo vasco. Imaginemos que el PP, siguiendo esta tradición anterior y en un ejercicio de responsabilidad, no ha utilizado el tema catalán para ganar votos, espolear a sus bases y enfrentarlas a la posición más contemporizadora del PSOE. Imaginemos que no hay competición entre dos partidos de derecha como el PP y Ciudadanos por ver quién es más antinacionalista catalán. Imaginemos por último que no ha llegado al poder del PP un líder joven de un partido en crisis, habituado a contar con una inmensa masa clientelar de altos cargos que han venido perdiendo últimamente sus trabajos y que exigen volver pronto al poder para recuperarlos.

El panorama podría haber sido completamente distinto. La política del PP de Rajoy podría haber sido más dura y autoritaria que la del PSOE, pero en tanto que no se utilizaba el tema catalán como un recurso de la competición partidista, el discurso conservador hubiera sido mucho más comedido. Se hubiera tratado de apaciguar los ánimos tanto de un lado como de otro, y los medios de comunicación, que desgraciadamente en nuestro país funcionan como una engrasada correa de transmisión del poder, se habrían mordido la lengua con el tema catalán (excepto algunos de sus comentaristas, que nunca se la han mordido).

Desgraciadamente no ha sido así. En España se ha dado una tormenta perfecta para que el discurso del odio contra el nacionalismo catalán, hiperventilado como se dice con gracia últimamente, haya ganado la escena política. La deslegitimación de las ideas independentistas (cuando debían serlo sólo sus métodos en el caso de ser violentos), la desautorización incluso de cualquier nacionalismo periférico como intrínsecamente excluyente y maligno (el español por supuesto no, que no existe o es el civilizado), las continuas apelaciones a un "fascismo" nacionalista que, de aceptar el término, han mezclado lo excepcional con lo general, el estado de opinión que ha llevado a ver como natural que se acuse de golpistas a un movimiento político que no ha utilizado la violencia ni apelado a ella en ningún momento, las propuestas de ilegalización de los partidos independentistas (¿de sus convicciones también?), etc., etc., ha alimentado las caras menos transigentes y moderadas del nacionalismo español, por no decir que ha resucitado a aquellos monstruos identitarios que llevamos dentro que sólo desean la destrucción sin contemplaciones del enemigo.

Pero hemos descubierto que todavía se podía elevar la temperatura de la olla de los truenos. Casado ha sepultado toda contención verbal e inflamado aún más, si cabe, el estado de opinión. Ya no sólo son inconstitucionales e ilegítimos los independentistas, sino también todos aquellos partidos que, como el PSOE, aboguen por el diálogo. Es el tipo de escalada argumental que se da en los enfrentamientos bélicos cuando se criminaliza ya no sólo al enemigo, sino también al mediador. Un paso terrible. Ni siquiera hace falta que nadie las proponga: aceptar su discurso invita a seguir las posiciones más autoritarias y extremas.

Pues no: no es inevitable que un movimiento nacionalista e independentista conduzca a una reacción ultramontana como la que estamos observando. No es por tanto la inmigración ni el independentismo catalán lo que ha provocado la aparición repentina de Vox, sino un discurso de Ciudadanos y sobre todo del PP que en vez de propiciar un clima democrático de solución a los problemas inflama los instintos, alimenta la animadversión y legitima ulteriormente la irrupción de la más autoritaria de las opciones.

El PP ha roto ya dos consensos. Primero, lo hizo respecto a la lucha del gobierno central contra las reivindicaciones más extremas de los nacionalismos periféricos que, como suele suceder, pueden pasar por estrategias más duras y autoritarias o más suaves y contemporizadores, sin necesidad de rasgarse las vestiduras. Luego lo ha repetido con la inmigración, cuando esta no fue en tiempos motivo de enfrentamiento político. Al hacerlo ha despertado al monstruo intransigente que llevamos dentro, le ha impulsado a perder el pudor empoderándole a salir a la luz, ahora ya sin vergüenza.

La solución a la irrupción de la extrema derecha, desde esta perspectiva, queda clara. No se trata tanto de aislar a la formación políticamente como de pinchar el clima de crispación y odio. Se deslegitimarían así sus ideas, de tal modo que estas retornarían a ese oscuro limbo de los deseos inconfesables que no se atreven a salir a la luz gracias a un amplio consenso político y social que los mantiene a raya. No asustar al personal con invasiones migratorias que no existen ni peligros inventados contra la cultura española y sosegar el discurso respecto al nacionalismo catalán, como se intenta hacer entre dos antiguos aliados que se han peleado, es vital para aislar a los extremistas, porque resulta que (a ver si se dan cuenta) la leña que están echando el PP y Ciudadanos a la hoguera está alimentando un fuego que se les está yendo de las manos.

 

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